Ullmann | Los inquietos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 392 Seiten

Ullmann Los inquietos


1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-124869-3-3
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 392 Seiten

ISBN: 978-84-124869-3-3
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Una luminosa novela autobiográfica escrita por la hija de Ingmar Bergman y Liv Ullmann. Él es un prestigioso cineasta sueco, un hombre obsesionado con el orden, la puntualidad y el control de los sentimientos. Ella es su hija, la menor de nueve hermanos. Cada verano, desde que era una niña, ha visitado a su padre en la remota isla de Fårö. Ahora que ella es una joven escritora y él un anciano, proyectan hacer un libro sobre la vejez que se basa en una serie de conversaciones grabadas. «Envejecer -dice el padre- es un trabajo duro, difícil y muy poco glamuroso.» Y, en efecto, su declive físico y mental, preludio de una muerte cercana, dejará el proyecto a medias. La escritura de Los inquietos da inicio siete años después, cuando Linn Ullmann reúne el valor para escuchar las cintas que habían quedado arrumbadas en una caja. Ante el carácter elíptico y fragmentario de dicho material, acude a sus recuerdos de infancia y juventud para recrear una de las constelaciones familiares más fascinantes del siglo XX, en cuyo origen está el «amor grande y revolucionario» que unió a sus padres. Intercalando el relato autobiográfico con la transcripción de las grabaciones, Ullmann evoca la relación zigzagueante entre dos artistas absorbidos por el trabajo y una niña que tiene prisa por ser adulta, y se asoma a uno de los grandes misterios de la condición humana: «No se puede saber mucho de la vida de otros, especialmente de los propios padres.» La crítica ha dicho... «Un verdadero tour de force. Lo mejor que he leído en mucho tiempo.» Ali Smith «Un texto lleno de belleza, consuelo y verdad.» Rachel Cusk «Un hermoso libro sobre la emoción y el arte de la memoria.» Siri Hustvedt «Una historia familiar absorbente y conmovedora.» Lydia Davis «Un libro fascinante.» Isabel Coixet «Un buen libro moldeado con un barro maravilloso.» Elvira Lindo, El País «Linn Ullmann ha terminado por consolidar un prestigio que empezó a cimentar a los 30 años.» Jaime G. Mora, ABC Cultural «Linn Ullmann convierte esta novela familiar en una lectura irresistible.» Luis M. Alonso, La Nueva España «Una mirada en apariencia comprensiva, en realidad compasiva sin quererlo y sobre todo luminosa sobre lo que es un ser humano.» Pedro Bosqued, Heraldo de Aragón «Una suerte de diario que recoge aquella época y la imbrica con una serie de conversaciones acerca de la vejez» Zenda

(Oslo, 1966) es novelista y crítica literaria. En internet se puede escuchar su podcast How to Proceed, en el que entabla diálogos literarios con autores de prestigio internacional. En nuestra lengua se han publicado sus novelas Antes de que te duermas (2000), El adiós de Stella (2002), Hasta que amanezca (2004), Retorno a la isla (2010), La canción helada (2014) y Los inquietos (2021), que fue nominado al Premi Llibreter. En 2007 recibió el Premio Dobloug de la Academia Sueca por el conjunto de su trayectoria y ha sido nominada al Premio de Literatura del Consejo Nórdico por Chica, 1983.
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Ver, recordar, comprender. Todo depende de dónde te encuentres. La primera vez que vine a Hammars, apenas tenía un año y no sabía nada del amor grande y revolucionario que me había llevado hasta allí.

De hecho había tres amores.

Si existiera un telescopio que se pudiera enfocar hacia el pasado, podría haber dicho: Mira, ahí estamos, así fue como sucedió. Y cada vez que dudásemos de si lo que recuerdo es cierto o de si lo que tú recuerdas es cierto o de si lo que sucedió sucedió de verdad o de si nosotros existíamos, podríamos juntarnos y mirar.

Numero, ordeno y catalogo. Digo: Había tres amores. Ahora tengo la misma edad que tenía mi padre cuando yo nací. Cuarenta y ocho años. Mi madre tenía veintisiete. Aparentaba muchos más y a la vez parecía mucho más joven de lo que era.

No sé cuál de los tres amores llegó primero. Pero comenzaré con el que se despertó entre mi madre y mi padre en 1965 y que terminó antes de que yo tuviera la edad suficiente para recordarlo.

He visto fotos y he leído cartas y los he oído hablar del tiempo que pasaron juntos y he oído los relatos de otras personas, pero la verdad es que no se puede saber mucho de la vida de otros, especialmente de los propios padres y, sobre todo, si los padres se han dedicado a convertir su vida en historias que desde entonces relatan con la naturalidad de no preocuparse en absoluto de lo que es cierto y de lo que no lo es.

El segundo amor es una prolongación del primero, y trata de una pareja de novios que fueron padres y de la niña que fue su hija. Amaba a mis padres sin reparo, daba por hecho su existencia como una da por hecho las estaciones o los días o las horas, eran como la noche y el día, uno acababa donde empezaba el otro, yo era hija de ella y de él, pero si tenemos en cuenta que ellos también querían ser niños, a menudo todo se complicaba un poco. Y hay una cosa más. Yo era hija de él y de ella, pero no era hija de los dos. Nunca fuimos tres. Cuando paso los montones de fotos que tengo delante en la mesa no encuentro ninguna fotografía de nosotros tres juntos. Ella y él y yo.

Esa constelación no existe.

Yo quería ser adulta lo antes posible, no me gustaba ser una niña, me daban miedo los demás niños, su ingenio, su imprevisibilidad, sus juegos, y para expiar mi propia infantilidad solía imaginarme que era capaz de dividirme y transformarme en muchas personas a la vez, convertirme en un ejército liliputiense, y teníamos mucha fuerza: éramos pequeños, pero éramos muchos. Me dividía y desfilaba de uno al otro, de mi padre a mi madre y de mi madre a mi padre, tenía muchos ojos y muchas orejas, muchos cuerpos delgados, muchas voces agudas y muchas coreografías.

El tercer amor. El lugar. Hammars, o Djaupadal, como se llamaba antiguamente. Era de él, no de ella, no de las demás mujeres, no de los hijos, no de los nietos. Durante un tiempo sentí que encajábamos allí, que era nuestro sitio. Si es cierto que todo el mundo tiene su sitio, y si no lo es, pero si lo fuera, ese sería el mío, en cualquier caso más mío que el nombre que me pusieron. Pasear por Hammars no me angustiaba como me angustiaba pasear por mi nombre. Reconocía el olor del aire y del mar y de las rocas y cómo se doblaban los árboles al viento.

Nombrar. Dar y tomar y tener y vivir y morir con un nombre. Me habría gustado escribir un libro sin nombre. O un libro con muchos nombres. O un libro en el que todos los demás nombres fueran tan comunes que se olvidaran enseguida o que sonaran de una forma tan similar que resultara imposible distinguirlos unos de otros. Mis padres (después de mucho si y mucho pero) me dieron un nombre, pero a mí nunca me ha gustado ese nombre. No me reconozco en él. De hecho, cuando alguien pronuncia mi nombre me sobresalto como si hubiera olvidado vestirme y solamente me diera cuenta una vez en el exterior y rodeada de gente.

En otoño de 2006 sucedió algo que en retrospectiva he entendido como un eclipse, un oscurecimiento.

La astrónoma Aglaonike o Aganice de Tesalia, como también se la conoce, vivió mucho antes de que se inventara el telescopio, pero sin más ayuda que sus ojos era capaz de calcular con precisión cuándo tendrían lugar los eclipses lunares.

«Puedo atraer la luna hacia mí», decía.

Sabía adónde ir y dónde situarse. Sabía lo que sucedería y cuándo. Extendía los brazos hacia el cielo y el cielo se volvía negro.

En Preceptos conyugales, Plutarco advertía sobre lo que él llamaba brujas, como Aglaonike, y animaba a los recién casados a leer, aprender y mantenerse informados. Una mujer que domine la geometría, escribía, no se sentirá tentada de bailar. Una mujer leída no se deja engañar por la insensatez. Una mujer sensata y con conocimientos de astronomía se reirá con ganas si otra mujer trata de convencerla de que es capaz de atraer la luna hacia sí.

Nadie sabe con exactitud cuándo vivió Aglaonike. Lo que sí sabemos y Plutarco reconoció, por muy condescendiente que fuera su relato sobre ella, es que era capaz de predecir de manera precisa cuándo y dónde se produciría un eclipse de luna.

Yo recuerdo con precisión dónde estaba, pero carezco de la capacidad de predecir nada. Mi padre era un hombre puntual. Cuando yo era pequeña, mi padre abrió el reloj de mi abuelo, que estaba en el salón, y me enseñó sus entrañas. El péndulo. Los pesos de latón. Se exigía puntualidad a sí mismo y se la exigía a todos los demás.

En otoño de 2006 le quedaba un año escaso de vida, pero yo por entonces no lo sabía. Él tampoco. Yo lo estaba esperando de pie junto al granero de piedra caliza blanca con la puerta de color rojo óxido. El granero se había reconvertido en un cine y estaba rodeado de fincas, de muros de piedra y de algunas casas. Un poco más allá estaba el lago de Dämba, con su riquísima diversidad aviar: avetoros, grullas, garzas, zarapitos reales.

Íbamos a ver una película. Cada día que pasaba con mi padre, salvo el domingo, era un día en el que veíamos películas. Intento recordar qué película íbamos a ver ese día. Tal vez el Orfeo de Cocteau, con sus poderosas imágenes oníricas. No lo sé.

«Cuando hago una película —escribió Jean Cocteau— es como un sueño, y en el sueño, sueño yo. Lo único que tiene sentido son las personas y los lugares del sueño.»

He pensado una y otra vez en qué película era, pero no me viene a la memoria. Los ojos tardan minutos en acostumbrarse a la oscuridad, solía decir mi padre. Varios minutos. Por eso habíamos quedado en vernos a las tres menos diez.

Ese día no llegó hasta las tres y siete minutos, es decir, diecisiete minutos tarde.

No hubo ninguna señal. El cielo no se oscureció. El viento no sacudió las ramas de los árboles. No se levantó ninguna tormenta y las hojas no revolotearon en el aire. Un trepador azul sobrevoló los campos grises en dirección al pantano. Por lo demás, todo estaba tranquilo y nublado. Las ovejas —que en la isla se llamaban corderos, fuera cual fuera su edad— balaban un poco más allá, como habían hecho siempre. Cuando me vuelvo y miro a mi alrededor, todo está como de costumbre.

Papá era muy puntual y su puntualidad vivía en mí. Si creces en una casa junto a las vías del tren y todas las mañanas te despierta el tren que pasa a toda velocidad junto a tu ventana y sacude las paredes, la cama y la propia ventana, siempre te despertarás, aunque ya no vivas en esa casa junto a las vías, con el tren vibrando dentro de ti.

No fue el Orfeo de Cocteau. Tal vez fuera una película muda. Solíamos sentarnos cada uno en una butaca verde y dejar que las imágenes, no acompañadas por la música de un piano, flotaran por la enorme pantalla. Me decía que cuando desapareció el cine mudo, se perdió todo un idioma. ¿Tal vez fuera La carreta fantasma, de Victor Sjöström? Era su película preferida. «Para él, un solo día equivale a cien años en la Tierra. Debe deambular día y noche para atender los asuntos de su amo.» Si fuera La carreta fantasma lo recordaría. Lo único que recuerdo de ese día en Dämba, además del trepador azul que sobrevolaba los campos, es que mi padre llegó tarde. Me resultaba tan difícil de comprender como a los seguidores de Aglaonike que desapareciera la luna. Como a las mujeres que, según Plutarco, no sabían de astronomía y se dejaban engañar. Aglaonike dijo: «Atraigo la luna hacia mí y el cielo se queda a oscuras». Mi padre llegó diecisiete minutos tarde y todo era como siempre y nada era como antes. Atrajo la luna hacia sí y el tiempo se descoyuntó. Habíamos quedado a las tres menos diez y cuando llegó en su coche al granero eran las tres y siete. Tenía un jeep de color rojo. Le gustaba conducir deprisa y hacer mucho ruido. Tenía unas gafas grandes y oscuras de murciélago. No puso ninguna excusa. No era consciente de que llegaba tarde. Vimos la película como si nada hubiera pasado. Esa fue la última vez que vimos una película juntos.

6

Mi padre llegó a Hammars en 1965, tenía cuarenta y siete años, y decidió hacerse una casa allí. El lugar del que se había enamorado era una playa desierta de piedras, con unos cuantos pinos torcidos. Se sintió identificado con el lugar desde el principio, supo que era su sitio. Encajaba con su idea más profunda de las formas, las proporciones, los colores, la luz y los horizontes. También había algo con los sonidos. Como dijo Albert Schweitzer, en su obra en dos tomos sobre Bach, hay mucha gente que cree que ve un cuadro...



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