Schulz | Una estela salvaje | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 272 Seiten

Schulz Una estela salvaje


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-126639-9-0
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 272 Seiten

ISBN: 978-84-126639-9-0
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Una meditación erudita y conmovedora sobre las fuerzas contrapuestas que moldean nuestra vida: el hallazgo y la pérdida Una mañana de primavera, Kathryn Schulz fue a almorzar con una desconocida y se enamoró. Tras años de búsqueda infructuosa, quedó deslumbrada por la rapidez con que todo cambió al conocer a su futura esposa. Meses después su padre, un carismático refugiado judío, falleció inesperadamente. Recién enamorada y recién huérfana, tuvo que afrontar en paralelo una felicidad desbordante y un dolor terrible. En vez de escribir unas memorias de duelo convencionales, Schulz emprendió una fascinante investigación sobre las infinitas formas en que la pérdida y el descubrimiento moldean nuestro destino. Nos pasamos el día extraviando y encontrando cosas, y se calcula que a lo largo de la vida perdemos unos doscientos mil objetos. Una estela salvaje ilumina de forma brillante la relación entre estas pérdidas cotidianas y las más devastadoras: la extinción de los dinosaurios, la diáspora judía, el vuelo 370 de Malaysia Airlines, el cambio climático. Y su reverso esperanzador, la búsqueda, ya sea de las ruinas de Troya, nuevos planetas, ideas, amigos, fe o amor. En este libro inclasificable y omnímodo, la ganadora del Premio Pulitzer trasciende los estrechos límites del yo para elaborar un tratado filosófico en el que la experiencia humana se entrelaza con procesos históricos, naturales y cosmológicos, y nos confronta, en última instancia, con la inmensidad del universo. La crítica ha dicho... «Leer este libro produce un asombro continuo.» Alison Bechdel «Una exploración profunda y conmovedora de la felicidad y la pérdida.» Leslie Jamison «Schulz tiene un talento especial para darle vueltas y vueltas a una idea familiar hasta que se vuelve cósmica, geológica, maravillosa.» Jia Tolentino «Un relato brillante, luminoso y maravillosamente bien escrito.» Inés Martín Rodrigo «Qué preciosidad de libro. Cuánto lo he disfrutado.» Laura Ferrero «Una voz sabia y muy humana con la que querrías pasar horas conversando.» Marta Orriols «Un libro magnífico.» Lucía Méndez, El Mundo

(1974, Shaker Heights, Ohio) es periodista y escritora. En 2015 pasó a ser staff writer del New Yorker, y un año después obtuvo el Premio Pulitzer y el National Magazine Award por su reportaje «The Really Big One», sobre el riesgo de desastre sísmico en la zona del Pacífico Noroeste. Fue crítica de libros de la revista New York, editora de la revista digital de medio ambiente Grist, y reportera y directora de The Santiago Times, de Santiago de Chile, donde cubría temas medioambientales, laborales y de derechos humanos. Es autora del ensayo En defensa del error (2015). Vive con su familia en Maryland.
Schulz Una estela salvaje jetzt bestellen!

Weitere Infos & Material


Nunca me han gustado los eufemismos para referirse a la muerte. «Pasó a mejor vida», «voló al cielo», «nos dejó», «le llegó la hora»: este lenguaje, por muy bienintencionado que sea, nunca me ha brindado consuelo. En aras de la delicadeza, se intenta suavizar el impacto y la brusquedad de la muerte; en aras de la comodidad, se elige lo seguro y familiar en lugar de lo bello y evocador. A mí me parece una manera de rehuir el tema, como mirar verbalmente a otro lado. Pero la muerte es tan imposible de evitar —esta es la verdad desnuda y fundamental— que cualquier intento de ocultarla parece fuera de lugar. Como escribió el poeta Robert Lowell: «¿Por qué no decir lo que pasó?».

Aun así, debo hacer una excepción. «Perdí a mi padre…» Hacía apenas diez días que había muerto cuando me vi recurriendo por primera vez a esta expresión. Estaba ya de vuelta en casa, después de largas semanas sin moverme de su lado en el hospital, después de su muerte, después del servicio fúnebre, empujada de nuevo a una vida que parecía idéntica a la de antes de irme, ordenada e iluminada por la luz diurna, aunque el dolor convertía cualquier obligación mundana en una tarea abrumadora. Tenía el teléfono atornillado entre el hombro y la barbilla. Mientras mi padre estuvo hospitalizado, primero en la unidad de cardiología, luego en la UCI y finalmente en cuidados paliativos, recibí una serie de mensajes automáticos de la revista para la que trabajo en los que se me informaba de que debía cambiar la contraseña del correo electrónico, o se bloquearía. Estos mensajes llegaban con la regularidad de un reloj, recordándome que mi acceso expiraría en diez días, nueve, ocho, siete… Es asombroso cómo lo mundano y lo existencial siempre están pegados, como las páginas de un libro tan gastado que la impresión se ha transferido de una hoja a otra. No logré cambiar la contraseña; perdí el acceso a mi correo electrónico y, con él, cualquier posibilidad de resolver el problema por mi cuenta. Y así, poco después de que falleciera mi padre, me encontré hablando por teléfono con un técnico del servicio de atención al cliente, explicándole, aunque fuera del todo innecesario, por qué no había tomado a tiempo las medidas oportunas.

Perdí a mi padre la semana pasada. Tal vez porque aún estaba en esos primeros días distorsionados del duelo, cuando gran parte del mundo familiar parece tan extraño e inaccesible, de pronto me sorprendió como nunca lo extraña que sonaba esa frase. Obviamente, mi padre no se había alejado de mí como un niño pequeño en un pícnic, ni había desaparecido como un documento importante en una oficina en desorden. Y, sin embargo, a diferencia de otras formas indirectas de nombrar la muerte, esta fórmula no me parecía esquiva ni hueca. Sonaba sencilla, triste y solitaria, como el duelo en sí. Desde la primera vez que la pronuncié aquel día por teléfono, me dio la sensación de que era algo que podía usar, como se usa una pala o una campanilla: frío y sonoro, con un toque de desespero, pero también de resignación, un fiel reflejo de la confusión y la desolación propias del duelo.

Cuando hice indagaciones más tarde, descubrí que no era una coincidencia que «perder» se me hubiera revelado tan adecuado. Siempre había supuesto que en referencia a los muertos se empleaba en sentido figurado, que quienes estaban de luto se lo habían apropiado y habían desvirtuado su significado original. Pero resulta que no era así. El verbo «perder» hunde sus raíces en la pena. La forma del participio pasado lost significa «perdido», pero también «olvidado», «desamparado». Proviene de una palabra del inglés antiguo que significa «perecer» y deriva, a su vez, de otra palabra aún más antigua que significa «separar», «cortar». El sentido moderno de extraviar un objeto no surgió hasta más tarde, en el siglo xiii; cien años después, to lose adquirió el significado de «no ganar». En el siglo xvi empezamos a perder la cabeza; en el siglo xvii, el corazón. Dicho de otro modo, el círculo de lo que podemos perder comenzó con nuestras propias vidas y con las de los demás, y desde entonces se ha ido ampliando sin cesar.

Así sentí la pérdida después de la muerte de mi padre: como un campo de fuerza concéntrico que se expandía sin parar. Al final incluso hice una lista de todas las otras cosas que también había perdido con el tiempo, sobre todo porque no dejaban de venirme a la mente. Un juguete de la infancia, un amigo de la infancia, un gato muy querido que un día se fue y nunca regresó, la carta que me escribió mi abuela cuando acabé la carrera en la universidad, una camisa de cuadros azules raída pero perfecta, un diario que escribí durante casi cinco años. La lista era interminable, una especie de anticolección, un catálogo melancólico de todo cuanto había ido perdiendo.

Cualquier lista como esa —y todos tenemos una— revela enseguida cuán extraña es la categoría de la pérdida: cuán enorme e inmanejable es, cuán poco tienen en común los elementos que la componen. Al reflexionar sobre ello, me sorprendió darme cuenta de que en realidad algunas formas de pérdida son muy positivas. Podemos perder la timidez y el miedo, y, aunque resulta aterrador perderse en la naturaleza, es maravilloso perderse en un ensueño, en un libro o en una conversación. Pero se trata de felices casos excepcionales en un ámbito por lo general difícil de la experiencia humana. Nuestras pérdidas suelen parecerse más a la muerte de mi padre: nos empobrecen la vida. Puedes perder la tarjeta de crédito, el carné de conducir, el recibo de una compra que quieres devolver; puedes perder la reputación, los ahorros de toda una vida, el trabajo; puedes perder la fe y la esperanza; puedes perder la custodia de tus hijos. Gran parte de la experiencia del desamor también entra en esta categoría: una ruptura o un divorcio no deseados implican la pérdida no solo de la persona amada, sino también de la textura familiar de la vida cotidiana y de una preciada visión del futuro. Lo mismo ocurre con las enfermedades y lesiones graves, que pueden llevar a la pérdida de todo, desde capacidades físicas elementales hasta partes primordiales de nuestra identidad. Esto incluye algunas de nuestras experiencias más íntimas, como la pérdida de un hijo antes de nacer, así como algunos de los acontecimientos más públicos y devastadores de la historia: guerras, hambrunas, terrorismo, desastres naturales, pandemias, todas las horribles tragedias colectivas que revelan la pérdida en su forma más extrema.

Esta es la naturaleza esencial y voraz de la pérdida. Lo abarca todo sin distinción: lo trivial y lo importante, lo abstracto y lo concreto, lo extraviado temporalmente y lo desaparecido para siempre. A menudo procuramos ignorar su verdadero alcance, pero por un tiempo, tras la muerte de mi padre, vi el mundo tal como es en realidad, marcado por las pérdidas pasadas y la inminencia de las futuras. No se debió a que su muerte fuera trágica: mi padre murió en paz a los setenta y cuatro años, atendido hasta el final por sus seres queridos. Fue porque su muerte no fue trágica; lo que me impactó fue que algo tan triste pudiera ser el curso normal y necesario de los acontecimientos. A raíz de eso, me pareció que cada vida individual contenía demasiada angustia para su efímera duración. La historia, que yo siempre había apreciado con sus lagunas y enigmas, de repente parecía poco más que un relato a gran escala de la pérdida, en especial cuando no podía ofrecer ningún relato. El mundo en sí se me reveló fugaz: glaciares, especies y ecosistemas desaparecían, daba la impresión de que los cambios ocurrían a cámara rápida, como si a los que estábamos vivos hoy se nos hubiera permitido verlo todo desde la escalofriante perspectiva de la eternidad. Todo parecía frágil, todo parecía vulnerable; la idea de la pérdida me asaltaba por todos lados, como un orden oculto de la existencia que solo emergiera en presencia del dolor.

Esta incesante desaparición no es el único tema de nuestras vidas; ni siquiera es el único tema de este libro. Aun así, en las semanas y meses posteriores a la muerte de mi padre, no podía dejar de pensar en ello, en parte porque me parecía importante entender qué tenían que ver todas esas pérdidas entre sí, y en parte porque me parecía importante entender qué tenían que ver todas ellas conmigo. Una billetera perdida, un tesoro perdido, un padre perdido, una especie perdida: por muy diferentes que fuesen entre sí, estas y todas las demás cosas que faltaban de repente se me revelaron cardinales para abordar la cuestión de cómo se debe vivir; parecían, por estar ausentes, tener algo urgente que decir sobre nuestra existencia en la Tierra.

Mi padre tenía algo urgente que decir sobre casi todo. El mundo entero le resultaba infinitamente interesante, y disfrutaba debatiendo sobre cualquiera de sus facetas: ya fuesen las novelas de Edith Wharton, la radiación cósmica de fondo, la regla del infield fly en el béisbol, las secuelas de la Ley Taft-Hartley de 1947, el descubrimiento de una nueva especie de mono nocturno en Sudamérica o los méritos del apple pie americano frente al crumble de manzana. En cuanto supimos hablar, a mi hermana mayor y a mí nos incluyó en estas conversaciones, aunque nunca le faltaron interlocutores. Mi padre atraía a la gente con el magnetismo de un planeta de tamaño mediano. Tenía una voz estentórea, un marcado acento...



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.