Townsend Warner | El corazón verdadero | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 240 Seiten

Townsend Warner El corazón verdadero

E-Book, Spanisch, 240 Seiten

ISBN: 978-84-17109-99-8
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



En la Inglaterra victoriana, Sukey Bond, una muchacha recie?n salida del orfanato, es enviada como sirvienta a una granja de Essex. En la granja trabaja Eric, un muchacho apuesto y huidizo que, en sus escasos encuentros con Sukey, la mira «con una expresio?n de esplendoroso triunfo». Todos dicen que Eric es un idiota, pero Sukey lo ve con otros ojos, se deja cautivar por su bondad y es consciente de que ella y solo ella podra? hacerlo feliz. Sin embargo, cuando las cosas se tuercen y Eric le es arrebatado, Sukey abandonara? la granja para ir en su busca. Numerosas sera?n las peripecias a las que debera? enfrentarse la protagonista, al final de las cuales, como un milagro, podra? encontrar la confianza en si? misma. Inspirada en la historia de Eros y Psique, El corazo?n verdadero es una novela extraordinaria sobre el sentimiento amoroso, que Townsend, mediante una escritura alambicada y oni?rica, eleva a categori?a de fa?bula.

(1893-1978). Nacio? en Harrow. Fue escritora, poeta, musico?loga y miembro del Partido Comunista de Gran Bretan?a. Con su novela, Lolly Willowes (1926), alcanzo? un notable e?xito. Escribio? adema?s siete libros de poesi?a y numerosos relatos que esta?n recogidos en catorce volu?menes. Esta? considerada una de las escritoras inglesas ma?s importantes del siglo xx.
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La habitación de Sukey estaba en el desván. Tenía las paredes inclinadas por la vertiente del tejado, y para mirar por la ventana había que agacharse en el suelo. Cuando Prudence la metió de un empujón y la encerró con llave, Sukey se acomodó frente a la ventana para ver lo que pasaba. Todo lo que acababa de suceder parecía realmente lejano, y vio los sucesos de la mañana como algo que hubiese ocurrido en una colina remota a gente a la que no había visto nunca, como algo que bulle en el pequeño mundo redondo de un telescopio, distante, silencioso y minúsculo. El señor Noman hizo una seña a Jem y juntos llevaron a Eric a la casa. Sukey forcejeó, deseando seguirlos; había cogido la mano de Eric, que iba arrastrando por el barro. El señor Noman miró por encima del hombro. —Que se quede ahí —dijo—. No quiero que ande estorbando. Entonces Sukey gritó frenéticamente, diciendo que lo quería, que a ella y a nadie más le correspondía cuidar de él, que era cruel, inhumano apartarla de su amor. Y entonces, al darse cuenta de que ya habían entrado en la casa y que solo quedaba Prudence para oír sus súplicas, cerró con fuerza los labios y centró toda la atención en desprenderse de sus garras. Prudence la aferraba del hombro con la mano derecha, y con la izquierda intentaba sujetar el paraguas. Al principio se reía a carcajadas y se burlaba de Sukey, luego perdió los estribos y bajó el paraguas sobre su cuello, obligándola a agachar la cabeza, atrapándola bajo la trampa negra. Pero una ráfaga de viento embistió el paraguas, doblándolo hacia un lado, volviéndolo del revés. —¡Maldita seas! —exclamó Prudence, dando a Sukey un fuerte pisotón. La tierra estaba embarrada. Sukey vaciló un momento, y luego se liberó y echó a correr hacia la casa, hacia Eric. En la puerta trasera de la cocina se topó con el señor Noman. —Vamos a ver, Sukey, ¿a qué viene todo esto? Lo dijo con voz firme, aunque no exenta de amabilidad, no deseaba burlarse de ella como había hecho Prudence; eso la puso nerviosa, de manera que no encontró palabras y solo pudo tender las manos hacia él. —Tenga cuidado de que no le saque los ojos —oyó a su espalda la voz de Prudence—. Nunca he visto una gata salvaje como esta. Es increíble, le ha cortado la cabeza al gallo en vez de desangrarlo como le dije. Me ha desafiado, eso es. Cualquiera diría que la chica ha perdido el juicio. El señor Noman no prestó atención a Prudence. Observó inquisitivamente a Sukey y repitió la pregunta. Ella se esforzó por hablar, pero solo pudo articular una palabra: —¡Eric! —Si te refieres al joven señor Seaborn, ya sabes lo que le ha pasado. Ha tenido un ataque. Y por lo que parece, es culpa tuya. —Sí, eso seguro —terció Prudence—. Porque esta mala pécora lleva no sé cuánto tiempo rondándolo. Esta misma mañana me ha soltado que ayer fueron juntos a los marjales, y no era la primera vez, seguro. Así es como las gastan en Londres, saliendo a escondidas de noche con un idiota. —Como vuelvas a decir eso, te mato —dijo Sukey. —Vamos, Sukey, no digas esas cosas. Lo que dice Prudence es cierto. El joven señor Seaborn no está en su sano juicio, nunca lo ha estado y nunca lo estará. Es inofensivo y eso es todo lo que puede decirse de él. La señora Seaborn lo tiene aquí porque en la rectoría se pone triste. Y no sé lo que dirá cuando se entere del asunto de esta mañana. Las paredes la envolvían. El pasaje estaba lleno de humo. Al cabo de un momento, el viento levantaría la casa, se la llevaría lejos y ella se quedaría sola en los marjales. Se irguió y, desesperada, anunció con voz apagada: —No me importa que sea idiota. Lo quiero. —Llévala a su habitación y asegúrate de que no salga —ordenó el señor Noman a Prudence. Ahora Sukey estaba en cuclillas en el suelo, montando guardia. La ventana daba sobre el porche delantero. Por ella se veía tanto el sendero que venía del río como el que llevaba a Dannie; nadie podía llegar a New Easter ni marcharse sin que ella lo supiese. No llevaba mucho tiempo observando cuando sucedió algo. Reuben, con un chubasquero puesto sobre el abrigo, salió del establo llevando el caballo blanco; montó y se dirigió al embarcadero. Vio cómo lo guiaba, chapoteando y resbalando, a través de la corriente, hostigándolo por el pronunciado terraplén del dique. Eso significaba que se dirigía a Southend por el atajo, que iba a toda prisa en busca de un médico. Sukey siguió observando, y esperó. El fragor del viento y de la lluvia le impedían oír lo que sucedía en el interior de la casa; el otro único sonido que llegaba a sus oídos era el tictac del reloj despertador que había sacado de un cajón de la cómoda, dejándolo cerca para que le hiciera compañía. Al atardecer, la poca claridad del día dio paso a una mayor penumbra. Mientras miraba por la ventana, las hojas en los arbustos de grosella, al fondo del jardín, desaparecieron, y los charcos del camino delantero se ensancharon, formando una charca. Eran casi las cinco de la tarde y el gallo ya estaba en el horno —su olfato, agudizado por el hambre, había percibido el olor a carne asándose— cuando vislumbró que algo se acercaba por el sendero de Dannie. Era un coche cerrado; lo vio cuando estuvo más cerca, un cupé, todo reluciente, tirado por un bayo de paso largo y conducido por un cochero con una escarapela en el sombrero. El cochero rozó al caballo con la fusta. El animal aceleró el trote, y el carruaje traqueteó sobre el terreno escabroso mientras el agua salpicaba por lo bajo los cascos del caballo y las vistosas ruedas. Entró por la verja y se detuvo justo debajo de su ventana. Observó cómo el cochero bajaba de un salto del pescante y abría la puerta del carruaje. Bajó una dama, que llevaba un abrigo ribeteado de piel y un manguito. La luz de la ventana del salón cayó sobre ella, iluminando de lleno a la señora Seaborn, bella como solo puede ser la belleza cuando se la admira de nuevo, apreciando una perfección que trasciende incluso el ámbito del recuerdo. Y en un instante atravesó el porche y desapareció. El cochero echó un manta sobre el lomo del caballo, luego prendió una cerilla y encendió las lámparas del carruaje. Las dos llamas cobraron fuerza y, agrandándose vagamente, confirmaron la oscuridad del anochecer. Una miríada de agujas de lluvia parecían estar suspendidas en su haz de luz, y de la hierba que iluminaban mostraban hasta la última brizna, y entre las sombras de los almiares se cernían dos lunas fantasmales. El caballo agitó las orejas, se estremeció y se removió inquieto. El cochero volvió a subir al pescante, donde se sentó impasible, como un ídolo. Jem salió de la casa y echó una mirada al caballo, luego dio un rodeo en torno al carruaje y observó con interés la parte posterior. El cochero ni siquiera lo miró. El viento bramaba y retumbaba por las marismas, con un rumor sordo, como el fantasma de un trueno. Pero ahora ya estaba derrotado, agonizaba; la presión de aquella noche densa le doblegaba las alas, tirando de él hacia abajo, obligándolo a arrastrarse por la tierra como un dragón malherido. De vez en cuando batía sus gigantescas alas y la granja temblaba del golpe, pero a los lados de los húmedos almiares, sobre los que se cernían las dos lunas, lívidas, putrefactas bajo el color de aquella luz corrompida, apenas se movía una brizna de paja. Todo estaba empapado de lluvia, sosegado. Cansado de mirar, Jem había entrado de nuevo en la casa. El caballo sacudía la cabeza, impaciente, mordía el bocado y golpeaba el suelo con el casco de una de las patas delanteras. Con un súbito destello de la memoria, Sukey recordó la tarde, a finales de julio, cuando se sentó en su baúl de hojalata en el patio del establo de la rectoría, esperando a que el señor Noman la llevase a New Easter. Qué calor hacía, y sin embargo ella tenía una sensación de frío, irreal; como si estuviera congelada de hambre, fatiga y ansiedad, y a la vez rebosante de emoción. Los capullos deslucidos de los limoneros exhalaban su aliento enfermizo, las palomas volaban de las ramas al palomar, del palomar a las ramas, con un suave y brusco batir de alas, y ella permanecía inmóvil, absorta, mientras en su interior se agitaba un amor triste y puro, apasionado, por la señora Seaborn, una confianza ciega, una afanosa docilidad y mansedumbre, la adoración pura y simple por la arcilla mortal de una criatura hecha de luz. ¡Ah, no se sorprendía de haber adorado de aquel modo a la bella madre de su amor! Acuclillada en el suelo, en la fría oscuridad, Sukey se meció suavemente adelante y atrás, gimoteando como un niño al que es preciso reconfortar y acoger de nuevo en el regazo de la ternura. Ya no le dolía el cuerpo, la sangre comenzó a fluir por sus extremidades entumecidas, la garganta reseca y los ojos enfebrecidos olvidaban su dolor, mientras la garra fría y opresiva que le aprisionaba el corazón se desvaneció y la dejó libre. Pensar en la señora Seaborn le confería cálidas alas. Tan hermosa, tan armoniosa, tan llena de buenas obras y gracias femeninas, era la madre de su amor. Ella comprendería, sería magnánima, los ayudaría a los dos, a Eric y a Sukey, se compadecería de su niñería que ya se había perdido en la gravedad adulta del amor. No le importaría lo del bebé. Ella...


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