Japristo | El mal camino | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 236 Seiten

Japristo El mal camino


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17109-96-7
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 236 Seiten

ISBN: 978-84-17109-96-7
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



En la Marsella ocupada por los nazis, Denis, un adolescente de catorce an?os, y Clotilde, una religiosa de veintise?is, tienen una relacio?n apasionada, libre y, sobre todo, prohibida. Los amantes llevara?n su historia hasta las u?ltimas consecuencias y sin remordimientos, aunque ello suponga enfrentarse a la familia, a las instituciones educativas y a la jerarqui?a eclesia?stica. Ambos emprendera?n una huida hacia la paz y la soledad, pero la suya es la historia de un amor condenado. En esta delicada novela, que fue galardonada con el Prix de l'Unanimite? en 1966, Japrisot plasma con una sutileza y una sabiduri?a extraordinarias el descubrimiento del amor y la tensio?n ero?tica entre dos jo?venes primerizos. En 1976, el propio Japrisot dirigio? la adaptacio?n cinematogra?fica de El mal camino.

(Marsella, 1931-2003). Su nombre de pluma es un anagrama de Jean-Baptiste Rossi, su nombre real. A lo largo de su vida ejerció como novelista, guionista, traductor y director de cine. Su primera novela, El mal camino, escrita cuando era un adolescente, fue un gran éxito y le valió el Prix de l'Unanimité de 1966. Descrito a menudo como el «Graham Greene francés», destacó sobre todo en el género policíaco; su novela Trampa para Cenicienta le valió el Grand Prix de littérature policière de 1963. Se le considera uno de los escritores franceses más leídos en el extranjero.
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Capítulo 3

Fue a finales de enero cuando empezó. Los alumnos seguían hablando de las vacaciones de Navidad y los regalos. El tiempo era claro y frío. Los grandes plátanos de los paseos estaban descarnados y negros bajo el cielo blanco. La tierra estaba dura y fría como la nieve. Pero no había nieve. Los alumnos pronosticaban todos los días que muy pronto nevaría, pero no nevaba. Así que observaban el cielo con melancolía y pensaban en las batallas de bolas de nieve de los cursos anteriores.

Antes de las fiestas, el vigilante había organizado una serie de visitas a un hospital. A lo largo de todo el mes de diciembre se habían amontonado regalos sobre una gran mesa, al fondo de la sala de estudio. Todas las mañanas, antes de sentarse en su banco, los alumnos iban allí a depositar ostensiblemente lo que habían llevado. Algunas veces eran juguetes, otras eran galletas o cigarrillos. En ocasiones, incluso paquetes de caramelos o frutas confitadas. Pero lo más habitual eran libros muy deteriorados, novelas viejas sin tapas de las que los padres estaban encantados de desprenderse. Después de haber depositado su ofrenda, los alumnos iban a sentarse a su sitio con aires de falsa indiferencia y se sumergían en el estudio en espera de la hora de entrar en clase. No levantaban la cabeza para observar la reacción de los demás.

Durante las vacaciones, los alumnos habían visitado en pequeños grupos a los enfermos y les habían llevado los regalos. Pero aquel año Denis no había ido al hospital.

Los primeros días de enero, a la vuelta de clase, prosiguió la donación de regalos, así como continuaron también las visitas. Denis no dio su nombre al vigilante para participar en ellas como los demás. Jacky Renaud hizo un gran dibujo en una cartulina que representaba a un niño de aspecto trágico, con la cara verdosa y profundas ojeras, en una cama de hospital. Debajo, en grandes letras, Jacky escribió con tinta china:

Aportad, aportad,

los enfermos os necesitan.

Aportad, aportad,

los tenéis que ayudar.

Habían colgado el dibujo en la puerta de la sala de estudio, pero Denis no dio su nombre.

Un viernes por la mañana, al salir de la capilla después de misa, el vigilante retuvo a Denis en la escalera y dejó que los demás se dirigieran en fila hacia el patio.

—No he visto su nombre en la lista para ir al hospital —dijo el vigilante.

—No se lo he dado —dijo Denis.

El vigilante no era más alto que él. Sonreía para que Denis se sintiera cómodo, y aquello hinchaba aún más su rostro rosado de pepona. Llevaba su pelo negro aplastado sobre el enorme cráneo. Recogió una piedra en lo alto de la escalera y la lanzó hacia el patio.

—¿Por qué no ha ido durante las vacaciones?

—No había aportado nada —dijo Denis.

—No era indispensable.

—Creía que sí.

El vigilante se pasó una mano por la sotana para quitarse un poco de polvo. La sotana estaba vieja y brillaba a la altura de los codos y las rodillas.

—No era indispensable —repitió el vigilante—. Podría haber ido como los demás. ¿Por qué no va el jueves que viene?

Denis se encogió de hombros y miró fijamente una nube. La nube estaba inmóvil en el cielo blanco.

—Sabe de sobra que todos los jueves estoy castigado.

—¿Y por qué no hace un esfuerzo para portarse bien?

—Hago muchos esfuerzos —dijo Denis—. Sabe perfectamente que los hago. Lo que pasa es que usted no quiere verlos.

—Yo no veo nada —dijo el vigilante—. Si usted hiciera un esfuerzo, lo vería.

Dejó al chico plantado y bajó la escalera. Denis se quedó mirando fijamente la nube. Siempre sucede lo mismo. De pronto te dejan plantado, sin que sepas qué piensan. Nunca se sabe lo que piensan. Te quedas solo con una impresión de vacío, como si te hubieran quitado algo. No parece que te quiten nada, y, pese a todo, se van y te dejan absolutamente vacío, esperando algo que no llega.

El miércoles siguiente, al acabar la hora de estudio de la tarde, el prefecto entró en la sala para repartir las notificaciones de castigo. Denis no levantó la cabeza. Hojeaba el diccionario sin verlo, mientras aguardaba el pequeño sobresalto. Oyó a Ramon proferir una exclamación indignada: estaba castigado. Cada alumno que recibía una notificación profería una exclamación indignada. Denis oyó a Lacroix y luego a Cossonier. El prefecto fue hacia él y pasó de largo. No había dejado ningún papel sobre su pupitre. Cuando llegó al fondo de la sala, Denis levantó los ojos hacia el reloj de pared sin ver la hora.

—¿No estás castigado? —susurró Pierrot a su espalda, contento.

—No. ¿Y tú?

—Tampoco.

—Si no vuelve, claro...

—No —dijo Pierrot—, no vuelve nunca.

El prefecto abrió la puerta de la sala de estudio y los alumnos se pusieron en pie. El prefecto salió y los alumnos se sentaron de nuevo. Algunos expresaron en voz alta su alegría por el hecho de que no les hubiera dejado una notificación.

Como todos los miércoles, se oyó un inmenso y largo suspiro. Luego volvió a reinar el silencio sobre las cabezas inclinadas.

En la puerta del hospital no había nadie. Pierrot debía de haber subido junto con los demás. Denis los encontraría a todos arriba. El suelo de las alamedas estaba cubierto de un césped exiguo y aplastado. Hacía frío y Denis pisaba fuerte al caminar. Solo oía el ruido de sus pasos. El gran edificio estaba silencioso, una capa de vaho empañaba todos los cristales.

Al entrar en el vestíbulo notó una vaharada de calor en la cara. Cerró la puerta. Detrás de un cristal vio a un hombre corpulento hablando por teléfono. Esperó que acudiera otra persona, pero no apareció nadie.

Así pues, se adentró en un pasillo y, al final de este, encontró una sala abierta. Una gran sala vacía, sin muebles, abandonada. Fue en ella donde Denis vio a una monja con velo blanco que estaba mirando el cielo por una ventana.

La veía de espaldas. Era bastante alta. Estaba completamente inmóvil y el velo bajaba sobre sus hombros en pliegues limpios y rectos. Denis entró en la habitación, vaciló y, con un gesto irreflexivo, se apartó un mechón de pelo lacio de la frente. Llevaba un paquete bajo el brazo derecho. La monja no lo había oído y continuaba mirando el cielo con sus blancas manos apoyadas en el cristal.

—Hermana...

Ella bajó instintivamente las manos, como si por un brevísimo instante se hubiera sentido pillada en falta, y después se dio la vuelta. A contraluz, Denis no distinguía bien sus facciones, pero vio su sonrisa. Él sonrió también y ella se acercó.

—¿Busca a sus amigos?

Su voz era amable, una de esas voces que son o demasiado dulces o demasiado tristes. Sus ojos eran azules y oscuros, muy grandes. Denis los miraba sin responder.

—¿Busca a sus amigos? —insistió la monja, erguida bajo su larga túnica blanca.

Denis se enredó en una frase incomprensible. Ella frunció amablemente el entrecejo para indicar que no le entendía.

—Soy del colegio Saint-François —dijo Denis.

—Sus amigos están arriba, en la sala ocho.

—¿En la sala ocho?

—Venga, le enseñaré el camino.

Pasó delante de él y él la siguió. Regresaron al vestíbulo. Después tomaron otro pasillo. Al final, había una escalera.

—Sus amigos están en el segundo piso —dijo la religiosa deteniéndose—. La sala ocho es la primera a la derecha. No se pierda.

Sonrió, bajó la cabeza y se marchó.

Él la observó mientras se alejaba por el pasillo. Se sentía estúpido. Subió y se reunió con los demás. La visita duró casi dos horas. Los chicos charlaban con viejos que fumaban y babeaban entre calada y calada. Denis estaba con Pierrot junto a un hombre delgado, con los ojos hundidos, que acababa de ser intervenido y les contaba su enfermedad, sin dejar de repetir que sus intestinos medían apenas unos centímetros. Era su cuarta operación. No podía fumar, y Pierrot le había dado una caja de bombones y una novela policíaca. Pierrot, con expresión atenta y la cabeza en otra parte, hacía crujir los huesos de sus manos. Denis permanecía de pie junto a una ventana y pensaba que la monja debía de haberlo tomado por un imbécil al oírle balbucear.

¿Qué edad podía tener? Le parecía muy joven, pero Denis siempre se equivocaba cuando intentaba calcular la edad de una persona desconocida. Además, ¿por qué era monja? No ponía en duda que fuera piadosa y buena, pero ¿por qué era monja si tenía una cara tan bonita? Normalmente, las monjas no son muy guapas. Sus facciones poseen cierta dulzura y pensamos que lo son, pero no lo son en realidad. Ramon solía decir que se hacen monjas las que son unos adefesios, porque no encuentran novio. Si Ramon estaba en lo cierto, aquella cara bonita debería haber encontrado uno. Denis pensó de repente que, en cualquier caso, prefería que aquella cara bonita fuera de una monja. No sabía por qué, pero así lo sentía.

Al anochecer, después de haberles estrechado la mano a los...



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