Stevenson | La flecha negra | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 380 Seiten

Reihe: Literatura universal

Stevenson La flecha negra


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-7254-719-3
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 380 Seiten

Reihe: Literatura universal

ISBN: 978-84-7254-719-3
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



En la Inglaterra del siglo XV dos nobles familias se disputan el poder de la corona: los Lancaster y los de York. Era una batalla entre nobles con sus vasallos, que se declinaban por una u otra familia sin otro objetivo político que conquistar la fortuna a través de la victoria de la familia a la que defendían. Los campesinos y la gente sencilla del pueblo, ajenos a la lucha de los nobles, sufren injustamente los desmanes y atropellos de la situación. De ahí surge la banda de 'La Flecha Negra', un grupo de hombres organizados para hacer justicia a su manera.

Robert Louis Balfour Stevenson (Edimburgo, 1850- Samoa, 1894) fue un novelista, cuentista, poeta y ensayista británico. Su legado es una vasta obra que incluye crónicas de viaje, novelas de aventuras e históricas, así como lírica y ensayos. Se lo conoce principalmente por ser el autor de algunas de las historias fantásticas y de aventuras más clásicas de la literatura como La isla del tesoro, la novela de aventuras Secuestrado, la novela histórica La flecha negra y la popular novela de horror El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, dedicada al tema de los fenómenos de la personalidad escindida y que puede ser clasificada como novela psicológica de horror. Sus novelas y cuentos continúan siendo muy populares y algunos de estos han sido adaptados más de una vez al cine y a la televisión. Fue importante también su obra ensayística, breve pero decisiva en lo que se refiere a la estructura de la moderna novela de peripecias. Fue muy apreciado en vida y siguió siéndolo después de su muerte. Tuvo influencia sobre autores como Joseph Conrad, Graham Greene, G. K. Chesterton, H. G. Wells, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges.

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LIBRO PRIMERO LOS DOS MUCHACHOS Capítulo primero EN LA MUESTRA DE «EL SOL», EN KETTLEY Sir Daniel y sus hombres pasaron la noche en Kettley y sus alrededores, cómodamente alojados y bien protegidos. Pero el caballero de Tunstall no era de los que daban descanso a su codicia, e incluso en aquellos momentos, cuando se disponía a emprender una aventura que culminaría en el éxito o el fracaso definitivos, se levantó una hora después de la medianoche con el propósito de exprimir a sus vecinos. Era muy dado a traficar con herencias en litigio; solía comprar la parte del demandante con menos derechos y luego, valiéndose de la gracia que del rey obtenía por mediación de los grandes señores, conseguía que fallasen en su favor del modo más injusto; o, si esto resultaba demasiado complicado, se apoderaba por la fuerza de la propiedad en disputa, y confiaba en su influencia, y en la astucia que en materias legales mostraba sir Oliver, para retener su presa. Kettley era uno de tales lugares. No hacía mucho que había caído en sus garras, y seguía encontrándose con la oposición de los arrendatarios. Era para terminar con el descontento por lo que había conducido a sus tropas allí. A las dos de la madrugada sir Daniel se hallaba sentado en la sala de la posada, muy cerca del fuego, pues a aquella hora hacía frío en los marjales de Kettley. A su lado tenía una jarra de cerveza con especias. Se había quitado el casco con visera y apoyaba en la mano la cabeza, calva y flaca. Iba envuelto en una gruesa capa de color sanguinolento. En el otro extremo de la estancia cerca de una docena de sus hombres montaban guardia ante la puerta o dormían sobre los bancos; y algo más cerca, tendido sobre su manto, yacía en el suelo un muchacho que por su aspecto tendría doce o trece años. El dueño de la posada «El Sol» se hallaba en pie ante el gran hombre. —Fíjate bien en lo que te digo —decía sir Daniel—. No sigas otras órdenes que las mías y seré siempre un buen amo para ti. Necesito hombres de confianza para gobernar mis villas, y haré que Adam-a-More sea gran condestable. Cuida bien de que así sea. Si se elige a otro, de nada te servirá, sino que más bien lo lamentarás. Ya daré buena cuenta de quienes hayan rendido tributo a los Walsingham… tú entre ellos. —Buen caballero —dijo el patrón—, juro por la cruz de Holywood que si pagué a los Walsingham fue porque me obligaron. Ah, caballero, no siento estima por los Walsingham; eran pobres como ladrones. Dadme un gran caballero como vos. Preguntad sobre mí entre los vecinos y os dirán que soy fiel a los Brackley. —Puede que sí —repuso secamente sir Daniel—. Entonces pagarás el doble. El posadero hizo una mueca horrible; pero aquello no era más que una racha de mala suerte que, en aquellos tiempos agitados, podía caer sobre cualquier arrendatario, así que tal vez se sintiera contento de poder hacer las paces tan fácilmente. —Traedme a ese sujeto, Selden —dijo el caballero. Y uno de sus esbirros se acercó con un hombre viejo y encorvado, pálido como la cera, tembloroso como si tuviera las fiebres. —¿Tu nombre? —preguntó sir Daniel. —Con vuestro permiso —replicó el hombre—, me llamo Condall… Condall de Shoreby, para serviros. —Me han hablado mal de ti —contestó el caballero—. Me dicen que haces negocio de la traición, canalla; que recorres la comarca levantando falsos testimonios y que recaen sobre ti graves sospechas referentes a varias muertes. ¿Cómo osas obrar así? Pero ya te ajustaré yo las cuentas. —Mi honorable y reverendo señor —contestó el hombre—, eso no son más que patrañas para perjudicarme, con perdón de vuestra señoría. No soy más que un pobre aldeano que a nadie ha hecho daño. —Pues el subgobernador me dio pésimos informes de ti —dijo el caballero—. «Capturadme a ese Tyndall de Shoreby», pidió. —Condall, mi buen señor; Condall es mi humilde nombre —dijo el desgraciado. —Condall o Tyndal, ¿qué más da? —replicó fríamente sir Daniel—. Lo que importa es que estás aquí y que sospecho en gran manera de tu honradez. Si quieres salvar el pescuezo, escribe rápidamente un documento comprometiéndote a pagarme veinte libras. —¡Veinte libras, mi buen señor! —exclamó Condall—. ¡Esto es una locura de verano! Mis bienes no llegan a los setenta chelines en total. —Condall o Tyndal —repuso sir Daniel, haciendo una mueca—. Me arriesgaré a semejante pérdida. Escribe veinte y, cuando haya recuperado lo que pueda, seré bueno contigo y te perdonaré el resto. —¡Ay, mi buen señor! No es posible. Es que no sé escribir —dijo Condall. —¡Vaya, vaya! —contestó el caballero—. Entonces no hay remedio. Y, con todo, hubiese preferido salvarte, Tyndal, evitando así sufrimientos a mi conciencia. Selden, llévate a ese bribón al olmo más cercano y me lo cuelgas por el cuello, con mucho cuidado, allí donde yo pueda verlo mañana al partir. Adiós, mi buen señor Condall, mi buen amigo Tyndal. ¡Vais directamente al Paraíso, así que tened buen viaje! —No, mi buen señor —replicó Condall, esbozando una sonrisa forzada—. Si tanto os empeñáis, haré cuanto pueda por complaceros, aunque sea torpemente. —Amigo —dijo sir Daniel—, ahora serán cuarenta libras. ¡Vamos! Eres demasiado listo para ser dueño de setenta chelines solo. Selden, cuida de que lo escriba como es debido y haz que lo haga ante testigos. Y sir Daniel, que era un caballero muy alegre, como no lo había otro en Inglaterra, bebió un trago de cerveza, se arrellanó en su asiento y sonrió. Mientras tanto, el muchacho que yacía en el suelo empezó a moverse, y al poco se incorporó y miró a su alrededor con curiosidad. —Ven aquí —dijo sir Daniel; y mientras el otro, obedeciéndole, se le acercaba lentamente, el caballero volvió a arrellanarse y soltó una carcajada al tiempo que decía—: ¡Por vida! ¡Qué resuelto es el muchacho! El muchacho se puso rojo de ira y de sus negros ojos salió una mirada de odio. Ahora que estaba en pie resultaba más difícil adivinar su edad. La expresión de su rostro parecía la de una persona mayor, aunque era dulce como la de un niño, y su cuerpo era extraordinariamente esbelto, y algo torpe en el andar. —Vos me habéis llamado, sir Daniel —dijo—. ¿Fue para reíros de mi pobre condición? —No, muchacho, no; pero déjame reír —dijo el caballero—. Por favor, déjame reír. Si pudieras verte, te aseguro que serías el primero en reírte. —¡Bien! —respondió el muchacho, ruborizándose de nuevo—. Ya responderéis de ello. ¡Reíros mientras podáis! —No, mi buen primo —dijo sir Daniel, con cierta seriedad—; no creas que me burlo de ti; es solo una broma entre parientes y amigos. Voy a procurarte una boda que me valdrá mil libras, y a mimarte mucho. Claro que te rapté con cierta brusquedad, porque así lo exigían las circunstancias; pero de ahora en adelante te mantendré y serviré con gusto. Vas a ser mistress Shelton… lady Shelton, ¡seguro!, pues el chico promete. ¡Ea! No te asustes de una risa franca que cura la melancolía. No son malos los que se ríen, mi buen primo. Eh, posadero, prepara la comida para mi primo, el señor John. Siéntate, querido, y come. —No —dijo John—. No probaré bocado. Ya que me obligáis a cometer este pecado, ayunaré en bien de mi alma. Pero a vos, posadero, os ruego que me deis un vaso de agua y os estaré muy agradecido por vuestra cortesía. —Ya te darán bula —dijo el caballero—. ¡Y a fe mía que tendrás buenos confesores! Así que come. Pero el muchacho, obstinado, bebió un poco de agua y, volviéndose a cubrir con el manto, fue a sentarse en un rincón alejado, sumido en profundos pensamientos. Una o dos horas después despertaron la aldea las voces de los centinelas dando el «quién vive», acompañadas del ruido de armas y caballos; y al poco un grupo de soldados llegó ante la puerta de la posada y Richard Shelton, cubierto de salpicaduras de barro, se presentó en el umbral. —Dios os guarde, sir Daniel —dijo. —¡Caramba! ¡Dickie Shelton! —exclamó el caballero. Al oír mencionar el nombre de Dickie, el otro muchacho miró con curiosidad. —¿Qué hace Bennet Hatch? —preguntó sir Daniel. —Tened la bondad de leer este mensaje de sir Oliver donde se da cuenta de todo lo acaecido —respondió Richard, entregándole la carta del sacerdote—. Y, además, sería conveniente que partierais rápidamente para Risingham, pues en el camino nos encontramos con un mensajero, portador de unas cartas, que cabalgaba furiosamente y, según nos dijo, el señor de Risingham anda metido en apuros y necesita de vuestra presencia. —¿Cómo dices? ¿En apuros? —repuso el caballero—. Entonces démonos prisa en sentarnos, mi buen Richard. Tal como van las cosas en este pobre reino de Inglaterra, el que más despacio cabalga es el que más seguro está. El retraso, según dicen, engendra peligro; pero es más bien el deseo de actuar lo que causa la ruina de los hombres. Pero veamos, antes que nada, qué ganado me has traído. ¡Selden, acerca una antorcha a la puerta! Y sir Daniel salió a la calle de la aldea y, a la luz rojiza de la antorcha, pasó revista a sus nuevas tropas. Era un vecino impopular, y un amo impopular; pero, en cuanto a señor de la guerra, gozaba de la estima de quienes cabalgaban bajo su estandarte. Su coraje, su valor demostrado, su preocupación por el bienestar de sus...



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