E-Book, Spanisch, 166 Seiten
Smith Amor libre
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-17109-18-9
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 166 Seiten
ISBN: 978-84-17109-18-9
Verlag: Gatopardo ediciones
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(Inverness, 1962) estudió en la universidad de Aberdeen y en Cambridge, donde hizo un doctorado sobre el postmodernismo norteamericano e irlandés, que no finalizó. Fue profesora en la Universidad de Strathclyde, trabajo que tuvo que dejar cuando enfermó de fatiga crónica. Ha publicado varias novelas: Hotel World (2001), con la que obtuvo el Scottish Arts Council Book of the Year Award; Accidental (2005); There But For The (2011); How to Be Both (2014) y Autumn (2016). Entre sus libros de relatos cabe destacar: The Whole Story and Other Stories (2003), The First Person and Other Stories (2008) y Public Library and Other Stories (2015). Ha recibido numerosos premios y galardones. Desde 2007 es miembro de la Royal Society of Literature. Y en 2015 fue condecorada con la Orden del Imperio Británico por sus servicios prestados a la literatura. En la actualidad vive en Cambridge y colabora en The Guardian, The Scotsman y el Times Literary Supplement.
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De doblar y desdoblar
Mi padre está sentado en la cama del dormitorio de atrás, con una mano acaricia las acanaladuras de la colcha de pana que cubre el edredón y con la otra sujeta un par de bragas de un rosa muy clarito. La habitación tiene la luz encendida a las cuatro de la tarde.
La habitación huele a limpio y aireado, a algo como polvos de talco. Hay unos armarios roperos empotrados que, abiertos, muestran unas prendas cuidadosamente dispuestas y, abajo, mal iluminados, varios pares de zapatos encajados como las piezas de un puzle. Hay otros armarios empotrados más pequeños, uno de ellos lleno de regalos de amigos y de niños, una parte está en un lado, esperando a que alguien los use, el resto en el otro, pendientes de que un práctico reciclaje los convierta en regalos para amigos y otros parientes. En otro armario hay libros de fotografías, álbumes, el primero tiene ya cuarenta años. Al lado de este armario hay un espejo rodeado de fotografías de niños insertas en la pequeña rendija que se abre entre el espejo y el marco. Hay frascos de perfume en el tocador, frente al espejo, y unas gafas, y unos guantes de cuero que todavía conservan la forma de unas manos. En un cajón hay estuches de joyería, cajitas de plástico con un «Plata» escrito en la tapa, con collares, broches y anillos acurrucados en su interior sobre tiras de algodón; por si acaso, las cajas están escondidas bajo una revista titulada Annabel con fecha de Año Nuevo de 1977. La portada de la revista promete los horóscopos del año.
Dos mesitas de noche flanquean la cama en la que mi padre está sentado. En una hay una radio despertador y una pila todavía ordenada de novelas policíacas y manuales de pesca; en la otra, tres pastilleros que, abiertos, muestran diversos compartimentos para píldoras distintas. Al lado de los pastilleros hay frascos de plástico de jarabe y de pastillas de distintos tamaños dispuestos todos juntos, como la maqueta de un edificio complejo. En cada mesilla hay una lámpara, y en la de los frascos de plástico hay, además, el regulador de una esterilla eléctrica junto a la lámpara.
La cómoda tiene dos cajones abiertos, uno más que el otro. El cajón del medio contiene peines y cepillos y una colección de pintalabios. El cajón huele muy bien, a cera y a maquillaje. Por el aspecto de la habitación, y también por su olor, se diría que alguien acabara de marcharse después de arrojar el último pañuelo de papel, con unos labios marcados y hecho una pelota, a la papelera metálica, agitando a su paso el tranquilo aire de la habitación como una brisa suave en un día bochornoso, pero estamos en invierno y la luz del techo está encendida, la habitación parece vacía y mi padre está sentado en la cama mirándose los pies en el suelo.
Las bragas que tiene en su mano son suaves, aún se advierte el pliegue que ha dejado la plancha. En la cómoda, en el cajón abierto junto al de los pintalabios y los cepillos, hay piezas de ropa interior de mujer, y en la cama, alrededor de mi padre, todavía hay más, más bragas de algodón de Marks and Spencer, algodón suave en colores pastel, azules, rosas y melocotón, dispuestas en caprichosos montoncitos a punto de desmoronarse, limpias y suaves por el uso y los lavados. Mi padre tiene los dedos grandes y rugosos, cuyos bordes se ven oscuros sobre la finura de las bragas que tiene en la mano; las sujeta como si no supiera que las tiene ahí. Se mira los pies. Las bragas yacen delicadamente a su lado, proporcionando color a la habitación, y, así, él parece fuera de lugar, como un rústico pretendiente salido de una novela de Thomas Hardy que cortejara a una mujer inalcanzable en una ladera llena de flores y le ofreciera una arrancada con su torpe mano sin saber qué palabras deben acompañarla.
En el cajón abierto hay bragas blancas más grandes, que están pensadas para procurar un mayor soporte al vientre, hechas de un material que brilla a la luz artificial. Mi padre aparta los ojos del suelo y mira el cajón, y se vuelve hacia nosotros, de pie en el umbral de la habitación. Después echa un vistazo a su alrededor, observa el contenido desperdigado del primer cajón que ha decidido vaciar. ¿Qué?, dice sorprendido. ¿Qué tengo que hacer yo con todo esto?
Con veinticinco años, después de la guerra, después de fingir ser mayor de lo que es para poder alistarse en la Marina, después de que su barco, bombardeado, con los cuerpos ahogados en su interior, sea trasladado hasta un puerto de Canadá donde serrarán el casco metálico y los cadáveres abotargados saldrán en tropel arrastrados por el agua, después de recuperarse de esa misteriosa parálisis de los brazos, con todos los músculos negándose a responder, justo antes de que su madre muera de cáncer y justo después de que vuelvan a repetirse las pesadillas sobre la llegada de los aviones, uno de los electricistas bromea con su aprendiz en el dormitorio de la residencia de la sección femenina del Ejército del Aire mientras las mujeres andan todas por ahí trabajando. Los electricistas están conectando unas luces en sitios donde los hombres no suelen entrar, y se sienten eufóricos de la emoción, eufóricos como niños al verse libres entre las camas y los olores imaginados de las mujeres. La habitación tiene poco de excitante, es un cuarto soso poseído por un aire de puntualidad. Las camas son idénticas y están hechas de manera idéntica, la sábana doblada sobre la manta cubriendo la almohada, regular y pulcra, bien tirante; junto a cada cama hay una silla de madera y un casillero alto hasta la rodilla, y nadie supervisa a los hombres porque hoy quien está al mando es el electricista.
Tienen que conectar las luces con un cable que habrá que fijar al tramo de techo bajo el cual discurre una hilera de camas, y el electricista le enseña al aprendiz cómo colocarlo con cuidado para que no se vea y nadie cuelgue nada de él y pueda soltarse. Agarra la escalera para tenerla bien sujeta mientras su aprendiz clava el delgado cable siguiendo el extremo superior de la pared, donde ésta se une con el techo.
La escalera se halla junto al primer casillero de la fila, y mientras el aprendiz martillea con la cabeza ladeada y pegada al techo, el electricista repara en que la puerta del casillero no está bien cerrada, y, con mucho cuidado, consigue abrirla con el pie. La puerta del casillero rechina de forma inquietante, el aprendiz se revuelve en la escalera y el electricista lo sujeta y detiene el balanceo de la puerta con el pie mientras vigila a sus espaldas para comprobar que nadie entra en el dormitorio. Los dos hombres se dedican sonrisas, encantados.
Hay fotografías pegadas en la parte interior de la puerta; el electricista reconoce a Bogart sentado a un escritorio, frente a Bacall. Amigo, a ésta le gustan los feos, le grita al aprendiz. En los estantes del casillero hay ropa embutida; el electricista mete la mano y, guiñándole el ojo a su compañero, la desliza por la pechera de una camisa de uniforme bien almidonada. Del estante de arriba saca unas bragas de un blanco grisáceo, y mientras el aprendiz lo mira riendo, él se las lleva a la nariz, enarcando las cejas y cerrando los ojos con embriaguez fingida, y después, con las bragas cubriéndole la cara y levantando la mirada hacia el aprendiz sin ver nada, canta deja… que te rodee con mis brazos, no… quiero vivir sin ti.
Cuidado con la escalera, le dice su amigo riendo.
El electricista vuelve a doblar las bragas, las deja sobre el montón, encima del resto de ropa, cierra la puerta y sujeta la escalera mientras el aprendiz baja. En el siguiente casillero hay ropa amontonada de cualquier manera y varias fotos de Sinatra pegadas con celo en el interior de la puerta. Bastante mal, aunque tiene mejor gusto, dice el electricista. En este casillero la ropa limpia está mezclada con la sucia, cosa que no tarda en descubrir cuando repite el juego de las bragas con unas muy sucias.
Te lo tienes merecido, dice el aprendiz, pero como se trata de un juego al que también él quiere jugar, con un ojo puesto en la puerta por si alguien los interrumpe, proceden a examinar toda la ropa interior limpia y la sucia, y pasan al casillero siguiente y al otro, puntuando, del uno al diez, el olor y el estado de lo que hay en ellos.
Pero el aprendiz llega a un casillero atascado, no puede abrirlo con los dedos porque el tirador se ha salido y la puerta está cerrada con algo que hace cuña. Sin embargo, donde estaba el tirador hay un agujerito en el metal, y el electricista busca en el bolsillo de la pechera de su mono y saca un pequeño destornillador, lo introduce en el agujerito y tira de la puerta para abrirla. Ésta se abre hacia fuera. Escapa un olor suave.
Oh, el aprendiz coge aire.
Es el mejor. El ganador, dice el electricista meneando la cabeza. Las pocas prendas de este casillero son extraordinarias, no son grises, sino blancas y suaves, apiladas sin una sola arruga, dobladas con maestría. La ropa interior del estante de arriba es fina y blanca. El electricista mete la mano y nota que toca algo sedoso. Tira con cuidado y extrae una combinación que se le desdobla en la mano y desperdiga la ropa interior mientras la saca y se derrama de su mano como si fuera líquido, como si fuera luz. Los dos hombres la contemplan mientras cuelga y se mueve, sobrenatural y exquisita. Al electricista lo embarga la culpa y la delicadeza.
¿Cómo demonios vas a volver a doblarla?, le pregunta el aprendiz. El electricista memoriza el nombre que hay sobre la cama del casillero. Esa misma semana la invitará a salir con él y le parecerá tan preciosa como su ropa interior, y algo más tarde le hablará...