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E-Book, Spanisch, 408 Seiten

Autores Sexo y muerte


1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-17109-22-6
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 408 Seiten

ISBN: 978-84-17109-22-6
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Veinte magníficos relatos sobre la verdad, o la mentira, según como lo consideremos. Veinte visiones descarnadas de lo que significamos, si es que significamos algo, sin rodeos ni tapujos, sin analgésicos literarios ni barreras de seguridad frente a nuestras experiencias más profundas. Son visiones en movimiento que proporcionan gozo, atormentan y aparecen en el momento más inesperado. En estos relatos sólo hallamos el consuelo y las respuestas que obtenemos al mirarnos en el espejo desnudo de nosotros mismos, al contemplar la fenomenología de nuestros destinos compartidos y diversos, la belleza de decir sin más: «Ah, sí, aquí estamos, o aquí hemos estado». Sexo y muerte: éstas son las dos pulsiones que nos gobiernan, nuestras dos cuestiones más importantes. El abrazo húmedo y el sudor frío. El peso del ataúd en el hombro, el beso ilícito o la petite mort; la punzada de la carne íntimamente dividida y la maravilla de abrazar a una diminuta y aulladora máquina genética. Éstos son los momentos en que nos quedamos contemplando el abismo, sintiéndolo, celebrándolo o jodiéndolo todo.

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Doctor Pacífico

Don cayó muerto en la arena y eso fue todo. Habíamos finalizado nuestro paseo hasta el faro, se inclinó para quitarse los zapatos y darse su chapuzón habitual, y cayó de rodillas. Llevaba el bañador azul con las palmeras rojas. Tenía una zapatilla puesta y la otra no cuando la ambulancia se lo llevó; sus zapatillas nuevas Rockport para andar. Sólo tenía setenta y ocho años. Y de eso ya hace tres, y, como he dicho, eso fue todo.

Desde entonces, los días a menudo me parecen borrosos, como si por error llevara sus gafas. La gente merodea por las esquinas cuando menos lo espero y, al minuto siguiente, está ya delante de mi puerta. Testigos de Jehová. Los del Séptimo Día. Pedigüeños.

Vino una de esas mujeres ecologistas, vestida con ropa ajada, que quería salvar crías de murciélagos de la fruta. Dijo que con la ola de frío perdían agarre y se caían de los árboles, y que se las debía envolver en un pañuelo y darles batido de mango. Estaba recogiendo dinero para conseguir los pañuelos y los batidos de fruta y me mostró una foto de una cría de murciélago envuelta en un pañuelo rojo con la intención de convencerme.

—Mire qué monada, cómo asoma la cabecita, tan calentita —dijo.

—Ser una monada es un mecanismo de supervivencia de las crías de animales —dije yo—. Si quiere saber mi opinión, ésta parece un poco confusa, por estar cabeza arriba y no colgada cabeza abajo.

—Pero es una monada, reconózcalo —dijo ella, agitando la hucha de hojalata de Salvad la Zorra Voladora de Cabeza Gris. Apenas sonaba. Era una de esas mujeres de la costa norte que tienen mejor aspecto de lejos.

El motivo por el que fui poco tolerante con ella fue porque en nuestra calle vive una colonia de centenares de esos bichos que hacen incursiones en los árboles frutales, chillan durante toda la noche y dejan sus cagadas en nuestras terrazas, especialmente en las de los Hassett y los Rasmussen, y también en el jardín del ayuntamiento, de modo que los niños no pueden jugar al aire libre, y probablemente además estén diseminando el virus Hendra o el Ébola o algo parecido.

Aún peor que el ruido y el barullo y que no nos dejen dormir en toda la noche, lo más irritante de todos ellos, es que dan un solo mordisco a cada pieza de fruta. Les gusta hincar el diente en cada papaya y mango y mandarina que hay a lo largo de la costa; y los estropean todos. Y, por supuesto, están protegidos por la Ley de la Naturaleza.

Por aquí hay incluso a quienes les gustan las serpientes pardas, las que te matan más deprisa. Esas personas se merecen que les den un bofetón, francamente. Y en Broken Head antes había carteles que decían no molestar a las rayas venenosas. Los turistas se llevaron todos los carteles como recuerdo.

Le dije:

—Deje que la naturaleza siga su curso, señorita. Si yo fuera un murciélago de la fruta y empezase a hacer fresco, liaría el petate y me iría al norte de Queensland.

Otro día llamó a la puerta una mujer joven con tono autoritario que quería convencer a «la familia» de que contratara a otro proveedor de electricidad. Sun-Co o North-Sun o algo así. «La familia» se beneficiaría de numerosas ventajas si se cambiaba a Sun-Co, dijo.

Le contesté que ya no quedaba ninguna familia.

—Sólo este viejo y arrugado pajarraco.

—Debería pasarse a la energía solar y se ahorraría muchos dólares —insistió, con un acento que parecía sudafricano—. Aquí el sol es tan fuerte que podría beneficiarse económicamente de ello.

Entonces me miró de arriba abajo con aire de superioridad.

—Por su piel diría que disfruta mucho del sol.

Obvié la insinuación.

—Sin duda alguna —dije, y le dediqué una gran sonrisa soleada—. Voy a nadar todos los días, llueva o haga sol. Me he ganado cada una de estas arrugas.

A los ochenta años puedes decidir a qué insultos respondes. Le dije que la cocina era de gas y que sólo utilizaba electricidad para la tele y para el hervidor de agua. Le dije que sólo comía emparedados de queso y el menú especial para pensionistas de tres platos a diez dólares en la bolera. Un vaso de ron por la noche. No vale la pena cocinar para una sola persona.

Dije:

—Señorita, cuando oscurece y hace frío, me arrastro hasta la cama como la decrépita vieja viuda que soy.

Alzó sus cejas perfiladas y cortó el rollo sobre la electricidad, como si yo fuera una de esas viejas brujas excéntricas con el pelo encrespado como un nido de aves y cuarenta y tres gatos. Tal vez me había pasado interpretando el papel de anciana. Pero aquella muchacha era una caradura.

¿Se han fijado alguna vez en que después de que alguien muere parece que en el mundo hay más puestas de sol que amaneceres? Yo trato de evitar las puestas de sol. Significan que las cosas han terminado. Con las puestas de sol pienso en Don con su bañador de palmeras nadando por encima de árboles y colinas hacia esas nubes rosas y doradas, ese cielo exagerado que se ve en los panfletos que reparten los testigos de Jehová. Y nuestro querido hijo Nathan y su amigo Carlo en el 87. Mi madre y mi padre. Oh, las puestas de sol hacen aflorar la tristeza.

Cuando te embarga la sensación de la puesta de sol, cuidado. No pienses en todos los que han muerto, y en que no tienes nietos. La pesadumbre se refleja en el rostro. Mantente optimista y ocupada, éste es mi lema. Tampoco te preocupes por las últimas palabras. (La palabra final que Don farfulló en la arena sonó como «martes» o «cantes»; he dejado de preguntarme qué quiso decir.) Y ya no le reprocho a Carlo que contagiara a Nathan. Intento mirar hacia el este, hacia el amanecer, hacia el inicio de las cosas.

Todas las mañanas, justo después de que haya salido el sol, sea cual sea la época del año, doy mi paseo hasta el faro. Siempre es interesante: grandes medusas azules del tamaño de la tapa del cubo de la basura; a veces un pulpo o una pequeña raya venenosa varada en un charco entre las rocas. Una mañana, la orilla estaba sembrada de pimientos verdes, centenares, como si un carguero que transportara pimientos los hubiera arrojado allí. Todos verdes, no rojos, flotando como salvavidas deshinchados.

Lo que me gusta de esos días es recoger conchas y piedras y restos de la marea que me parecen de interés para llevarme a casa. Busco esas piedras raras en forma de corazón.

Don lo llamaba «desechos». Detestaba la decoración de tema playero. «Oye, Bet, ¿estamos haciendo ejercicio o recogiendo desechos? —decía—. ¿Quién quiere vivir en una caseta de playa?» Él prefería las superficies despejadas para su colección de barómetros y su reluciente telescopio y sus libros de sudokus y memorias de jugadores de críquet y de políticos. Libros con títulos mortalmente aburridos: Luz del atardecer, Diario de a bordo y Una larga vida. ¡Que Dios nos asista!

Después de mi paseo dejo los recuerdos matinales de la playa sobre mi toalla, me meto en el mar, y recorro nadando el kilómetro que va del Paso a la Playa Principal, como solíamos hacer Don y yo.

Una cosa es cierta: mi amor por el océano es lo que me ayuda a seguir adelante. ¿Saben cómo llamo al océano? Doctor Pacífico. Lo único que necesito para mantenerme sana y en buena forma es mi consulta diaria con el doctor Pacífico.

«¡Buenos días! —les grito a los surfistas que están encerando sus tablas en la arena, subiéndose la cremallera del traje de neopreno—. ¡Me voy a ver al doctor!»

Algunos me saludan amistosamente con la mano. Me tratan como si fuera su chiflada abuelita bronceada. «¡Buenos días, Bet! ¡Tienes un aspecto magnífico!» Están ansiosos por lanzarse al oleaje y cabalgar sobre la parte hueca de las olas. «¡Hoy son enormes!», gritan.

Allí se ven cosas: peces en abundancia, y hay un grupo de delfines que vive junto al cabo, además de numerosas tortugas. Y formas y sombras. A veces oigo un ruido de salpicadura cerca de mí, pero yo sigo. Me imagino que la sombra y la salpicadura son Don, que todavía está nadando a mi lado.

Aquí, en la costa más oriental del país, éste es el punto de partida de los ciclones tropicales. Es un caluroso día de verano y, en un instante, el ciclón Norman o el Sharon empiezan a girar hacia el sur con sus fuertes vientos, oleaje embravecido y salpicaduras de agua, pequeños tornados que cruzan el océano en forma de remolinos. La humedad invita a los lugareños a salir a las terrazas. Todo el mundo permanece allí sentado con su cerveza y su hibachi, y contempla el mal tiempo sobre el mar como si estuviera viendo el canal Discovery.

Todo tiene que ver con La Niña o El Niño o algo así. En primer lugar, las nubes se hacinan sobre los barcos de pesca y los barcos mercantes que pueden contemplarse en el horizonte, luego el cielo empieza a retumbar y se vuelve de color púrpura, el mar parece esquivo y, a lo lejos, se ve el resplandor...



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