E-Book, Spanisch, 320 Seiten
Pym Mujeres excelentes
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-17109-10-3
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 320 Seiten
ISBN: 978-84-17109-10-3
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Mujeres excelentes está considerada una de las mejores novelas de Barbara Pym. La autora traza un espléndido retrato sobre la vida cotidiana de sus personajes. Mildred Lathbury, la narradora, es una mujer soltera que vive en Londres y ocupa su tiempo en diversas tareas en la parroquia, en tomar el té con las amigas, en obras de caridad y en satisfacer las necesidades de los demás. Es inteligente y observadora, pero también tímida e insegura, en parte debido a su soltería, pues muchos querrían verla casada ya a sus treinta y pocos años. Además de sus buenos amigos, el vicario Julian Malory y su hermana Winifred, Mildred intimará con sus vecinos, los Napier, recién instalados en el piso de abajo de su casa. Conocerá también a Allegra, una viuda que se aloja en la parroquia, y a un sinfín de personajes más. Mildred se verá implicada en diversos asuntos de índole sentimental. Con una extraordinaria y sutilísima ironía, Barbara Pym traza en Mujeres excelentes un espléndido retrato sobre la cotidiana realidad de unos personajes, cuyas vidas se debaten entre sus sentimientos y sus convencionalismos. En 1977, en un artículo-encuesta en el suplemento cultural del Times, el crítico lord David Cecil y el poeta Philip Larkin afirmaron que la obra de Barbara Pym era una de las más importantes e influyentes de la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo xx.
(1913-1980) nació en Oswestry, Shropshire. Se licenció en literatura inglesa en St. Hilda's College,en Oxford. En la Segunda Guerra Mundial prestó servicio en el Cuerpo Auxiliar Femenino de la Armada británica. Posteriormente trabajó en el Instituto Internacional Africano de Londres. A lo largo de su vida escribió varias novelas, de las que Gatopardo ediciones ha publicado Mujeres excelentes (2016), Amor no correspondido (2017), Un poco menos que ángeles (2018), Extranjeros, bienvenidos (2019), Cuarteto de otoño (2021) y Jane y Prudence (2022). Tras su muerte, en 1980, se publicó su diario, A Very Private Eye (1985).
Junto con Elizabeth Taylor está considerada una de las escritoras inglesas más importantes de la segunda mitad del siglo xx.
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Capítulo 1 —¡Ah, las mujeres! ¡Ahí están ellas siempre que pasa algo! La voz era del señor Mallett, uno de los mayordomos de nuestra iglesia, y su tono picaresco me produjo un sobresalto de culpabilidad, casi como si no tuviera derecho a que me vieran fuera de la puerta de mi casa. —¿Vecinos nuevos? La presencia de un camión de mudanzas parece sugerirlo —prosiguió pomposamente—. Supongo que usted estará al corriente. —Bueno, sí, normalmente una lo está —dije, bastante molesta por su suposición—. Es más bien difícil no enterarse de esas cosas. Presumo que una mujer soltera que acaba de rebasar la treintena, que vive sola y no tiene vínculos conocidos, no puede por menos de verse comprometida o interesada por los asuntos del prójimo, y si además es la hija de un pastor, cabe decir realmente que la pobre no tiene remedio. —Bueno, bueno, tempus fugit, como dice el poeta —gritó el señor Mallett, y siguió su camino apresuradamente. Hube de convenir en que sí huía, pero estuve sin hacer nada el tiempo suficiente para ver a los mozos de cuerda depositando un par de sillas en la acera, y cuando subía las escaleras hacia mi piso, oí los pasos de una persona que en la vivienda vacía, debajo de la mía, recorría de un lado a otro la madera desnuda para decidir dónde iría cada mueble. La señora Napier, pensé, porque me había fijado en una carta dirigida a alguien con ese nombre y marcada con la rúbrica «Esperar llegada». Pero ahora que ella había aparecido sentí, perversamente, que no quería verla, por lo que corrí a refugiarme en mi vivienda y empecé a limpiar mi cocina. La vi por primera vez al anochecer, junto a los cubos de la basura. Los cubos estaban en el sótano y los compartían todos los vecinos. Había oficinas en la planta baja, y encima estaban los dos apartamentos, que no contaban con la debida independencia ni carecían de inconvenientes. «Tengo que compartir un cuarto de baño», había murmurado yo tan a menudo, casi con vergüenza, como si me hubieran considerado personalmente indigna de un baño propio. Me incliné sobre el cubo y raspé unas hojas de té y unas peladuras de patata del fondo de mi balde. Era embarazoso que nos conociéramos así. Yo había tenido la intención de invitar a la señora Napier a un café vespertino. Habría sido un encuentro civilizado y cortés, con mis mejores tazas de café y galletas en platillos de plata. Y mira por dónde que ahora nos veíamos en aquella situación tan incómoda, con mi peor ropa y acarreando un balde y una papelera. La señora Napier habló primero. —Usted debe de ser la señorita Lathbury —dijo bruscamente—. He visto su nombre en uno de los timbres. —Sí, vivo en el piso de arriba, encima del suyo. Espero que se esté instalando confortablemente. La mudanza es un auténtico jaleo, ¿verdad? Parece que se tarda muchísimo tiempo en arreglarlo todo. Siempre se pierde algo esencial, como una tetera o una sartén... Yo desgranaba tópicos con desenvoltura, debido quizá a que, con mi experiencia parroquial, sé que soy capaz de encarar con éxito la mayoría de las situaciones clásicas o hasta los grandes momentos de la vida: nacimiento, bodas, muerte, el bazar benéfico, la fiesta en el jardín frustrada por el mal tiempo... «Mildred es una gran ayuda para su padre», decía la gente después de morir mi madre. —Será agradable tener a alguien más en la casa —aventuré, porque durante el último año de la guerra mi amiga Dora Caldicote y yo habíamos sido las únicas inquilinas, y el mes anterior me había sentido bastante sola tras la partida de Dora para ocupar un puesto docente en el campo. —Oh, bueno, supongo que no pararé mucho en casa —respondió rápidamente la señora Napier. —Oh, no —dije retrocediendo—, ni yo tampoco. En realidad, yo pasaba mucho tiempo en casa, pero comprendí su renuncia a comprometerse con algo que podría convertirse en una molestia o en una atadura. Formábamos, al menos a primera vista, una pareja que probablemente no haría buenas migas. Ella era rubia y bonita, alegremente vestida con pantalones de pana y un jersey vistoso, mientras que yo, apocada y más bien feúcha, resaltaba tales cualidades con mi bata informe y mi vieja falda de ante. Me apresuraré a añadir que no me parezco en absoluto a Jane Eyre, quien debe de haber hecho concebir esperanzas a tantas mujeres feas que cuentan su historia en primera persona, y que jamás he pensado en ser como ella. —Mi marido pronto volverá de la Marina —dijo la señora Napier, casi con tono de advertencia—. Simplemente estoy organizando la casa. —Oh, entiendo. Empecé a preguntarme qué podría haber traído a un oficial de la armada y a su esposa a esta zona cochambrosa de Londres, tan notoriamente el lado «malo» de la estación Victoria, tan rotundamente no Belgravia, por la que yo sentía un cariño sentimental, pero que por lo general no atraía a personas con el aspecto de la señora Napier. —Me figuro que es muy difícil encontrar piso —proseguí, espoleada por la curiosidad—. Yo llevo aquí dos años y por entonces era mucho más fácil. —Sí, me ha costado horrores, y esto en realidad no es lo que buscábamos. No me gusta nada la idea de compartir un cuarto de baño —dijo sin rodeos—, y no sé lo que dirá Rockingham. ¡Rockingham! Apresé el nombre como si hubiera sido una joya preciosa en el cubo de basura. ¡El señor Napier se llamaba Rockingham! ¡Cómo detestaría compartir un baño el propietario de semejante nombre! Me apresuré a disculparme. —Por las mañanas voy muy rápida, y los domingos suelo levantarme temprano para ir a la iglesia —dije. Ella sonrió al oír esto, y luego pareció sentirse obligada a agregar que, por supuesto, no pisaba la iglesia. Subimos en silencio con nuestros respectivos cubos y papeleras. La oportunidad de «decir una palabra», que era lo que nuestro vicario siempre nos exhortaba a hacer, vino y pasó. Habíamos llegado a su piso, y, para mi gran sorpresa, me preguntó si me apetecía tomar una taza de té con ella. No sé si las solteronas son realmente más inquisitivas que las mujeres casadas, aunque creo que se las considera tales a causa de la vacuidad de su vida, pero difícilmente podía confesar a mi vecina que en un momento determinado de la tarde me las había ingeniado para barrer mi rellano con la intención de fisgar por entre la barandilla el transporte de sus muebles. Había advertido que ella poseía algunas piezas valiosas —un escritorio de nogal, una cómoda de roble tallado y un juego de sillas Chippendale—, y cuando la seguí a su cuarto de estar observé que también era dueña de algunos objetos interesantes, bolas con tormentas de nieve y pisapapeles victorianos, muy similares a los que yo tenía en la repisa de mi chimenea. —Son de Rockingham —dijo ella mientras yo los admiraba—. Colecciona cosas victorianas. —Yo apenas he necesitado coleccionarlas —dije—. La casa de mi familia era una rectoría y estaba llena de objetos así. Era bastante difícil decidir qué guardar y qué vender. —Supongo que era una amplia e incómoda rectoría rural, con pasadizos de piedra, quinqués y cantidad de habitaciones —dijo de repente—. A veces se siente nostalgia de aquellas cosas. ¡Pero cuánto odiaba vivir allí! —Sí, era así —dije—, pero resultaba muy agradable. Aquí a veces siento que me falta espacio. —Pero sin duda tiene más habitaciones que nosotros, ¿no? —Sí, tengo también un desván, pero las habitaciones son algo pequeñas. —Y luego está el baño compartido... —murmuró ella. —Los primeros cristianos poseían todo en común —le recordé—. Agradezca que tengamos nuestra propia cocina. —¡Oh, Dios, sí! Usted detestaría compartirla conmigo. Soy de lo más descuidada —declaró, casi con orgullo. Mientras ella preparaba el té, me entretuve curioseando sus libros, que se apilaban en el suelo. Muchos de ellos parecían de un oscuro carácter científico, y había una pila de revistas de tapas verdes que ostentaban el título, algo áspero y sorprendente, de Hombre. Me pregunté de qué tratarían. —Espero que no le importe tomar el té en jarra —dijo entrando con una bandeja—. Ya le he dicho que soy muy dejada. —No, claro que no —respondí como es costumbre, pensando que a Rockingham le disgustaría enormemente. —Cuando estamos juntos, casi siempre cocina Rockingham —dijo—. Yo estoy demasiado atareada para ocuparme de eso. ¿Acaso las esposas no deberían estar nunca demasiado atareadas para cocinar para sus maridos?, pensé, asombrada, cogiendo una gruesa rebanada de pan con mermelada del plato que me ofreció. Pero quizá a Rockingham, con su amor por los objetos victorianos, también le gustase cocinar, porque yo había observado que los hombres no solían hacer cosas a menos que les gustara hacerlas. —Habrá aprendido en la Marina, supongo —sugerí. —Oh, no, siempre ha sido un buen cocinero. La Marina, en realidad, no le ha enseñado nada —suspiró—. Ha sido edecán de un almirante en Italia y ha vivido en una mansión lujosa con vistas al Mediterráneo los últimos dieciocho meses, mientras que yo recorría África. —¿África? —repetí, estupefacta. ¿Sería misionera, en ese caso? Parecía muy improbable, y de pronto recordé...