E-Book, Spanisch, 280 Seiten
Thirkell Bienvenidos a High Rising
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-126639-0-7
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 280 Seiten
ISBN: 978-84-126639-0-7
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
(1890-1961) nació en Londres en el seno de una familia ilustrada. Entre sus parientes figuraban el artista prerrafaelita Edward Burne-Jones, Rudyard Kipling y Stanley Baldwin, y su padrino fue el novelista J. M. Barrie. Se educó en Londres y París, y empezó a publicar artículos y relatos en los años veinte. En 1931 apareció su primer libro, unas memorias de infancia tituladas Three Houses. Gatopardo ediciones ha publicado dos de sus novelas cómicas ambientadas en el ficticio condado de Barsetshire, que tomó prestado de Anthony Trollope, Fresas silvestres (2019) y Bienvenidos a High Rising (2023), que obtuvo un gran éxito. A partir de entonces y hasta su muerte publicó veintinueve novelas que transcurren en el mundo de Barsetshire.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
2. High Rising
En aquel momento, mientras conducía rumbo a High Rising, Laura cayó vagamente en la cuenta de que Tony estaba preguntándole algo. Su hijo padecía lo que ella llamaba «una verborrea arrolladora», y nada salvo el sueño era capaz de contener el caudaloso flujo de su banal conversación.
—Madre, ¿tú qué opinas?
—¿Opino de qué, tesoro?
—Ay, madre, te lo acabo de explicar.
—Lo siento, Tony. Estaba concentrada en la carretera y no me he enterado bien. Repítemelo.
—Bueno, pues que podría pedir una locomotora de la Great Western que cuesta diecisiete chelines, pero hay una mucho mejor de L. M. S. que cuesta veinticinco. ¿Tú qué opinas?
—Pues diría que la de Great Western, si solo cuesta diecisiete chelines y la otra veinticinco.
—Ya, pero, madre, no te das cuenta. La de Great Western solo podría tirar de una vagoneta de carbón y de un coche, mientras que la de L. M. S. podría arrastrar tres coches tranquilamente.
—Bueno, entonces ¿qué tal la de L. M. S.?
—Ya, pero madre, entonces tendría una locomotora de L. M. S. y coches de Great Western. ¿No sabías que todos mis coches son Great Western?
—No, Tony, lo siento, se me había olvidado.
—Vaya, teniendo en cuenta que te lo he contado todo al respecto, pensaba que lo sabrías. Entonces, madre, ¿tú qué opinas?
—Mira, Tony —dijo su madre, reprimiendo el impulso de asesinarlo—, ahí está la tienda del señor Reid. Dentro de un minuto habremos llegado.
—Pero, madre, ¿tú qué opinas? ¿Una Great Western para ir con los coches, o mejor una L. M. S.?
—Mejor miramos todo el ferrocarril mañana —contestó contemporizadora—, y después te daré mi opinión. Ya hemos llegado.
Recorrieron el corto camino de entrada y encontraron la puerta principal abierta y las luces encendidas. Una mujer gruesa con un vestido gris de franela ceñido por un inmenso delantal de cuadros salió a recibirlos.
—Bueno, Stoker, aquí estamos —dijo Laura—. ¿Qué tal todo?
—Bastante bien.
—Tú y Tony sacáis el equipaje mientras yo voy a aparcar el coche en la cochera. ¿Están las puertas abiertas?
—Sí, y la cena está lista. Pensaba que usted y el señorito Tony cenarían juntos puesto que están solos. Venga, señorito Tony, ayúdeme con su baúl.
Pero Tony ya se había apoderado de la caja del tren que estaba en la parte trasera del coche y había desaparecido.
—No lo hagas tú sola, Stoker —dijo Laura, mientras su criada se preparaba para cargar el baúl y meterlo en casa—, que te vas a hacer daño.
—¿Hacerme daño yo? —contestó la mujer altanera—. No, señora, para hacerme daño yo tendría que estar a punto de estallar, y si algún día estallo, eso sí será explosivo.
Al verla tan resuelta, Laura se fue a aparcar. Cuando regresó a la casa, Tony ya había sacado de la caja casi todos los tramos de vía y los había desperdigado por el suelo del salón, había tirado el abrigo y la gorra en el sofá y se disponía a construir un trazado permanente.
—Ni hablar, Tony —objetó su madre con firmeza—. Guárdalo todo en la caja y llévatelo arriba. Sabes perfectamente que tienes una habitación para jugar. No pienso tener tus trastos ocupando el suelo del salón. Y recoge ahora mismo tus cosas del sofá y lávate las manos que vamos a cenar inmediatamente.
—Pero, madre, si querías ver el tren para decidir la locomotora.
—No quiero verlo ahora, ¡ni nunca! —gritó Laura, al borde de la desesperación—. O al menos no esta noche y no en el salón. Recógelo todo ahora mismo.
Con una cara larga rosada y deliciosa, Tony, remiso, recogió la locomotora y las vías, embutió de mala manera el abrigo y la gorra en la caja y abandonó el salón arrastrando los pies y mascullando contra la tiranía que lo oprimía.
—No, en el vestíbulo no. Súbelo a tu habitación —gritó su madre.
Tony volvió a aparecer en la puerta.
—Pensaba que solo querías que colgara el abrigo y la gorra —explicó con voz cansada.
Laura, a su vez, dejó el abrigo y el sombrero en una silla y se sentó. Su querido Tony. Qué terrible era ser monotemático. Sus hermanos mayores decían que lo mimaba demasiado. No era tanto que lo consintiera de forma deliberada, se defendía ella, sino que, después de haberlos criado a los tres, no le quedaban fuerzas para hacer nada con el cuarto. Cuando una se ha pasado un cuarto de siglo batallando con unas criaturas jóvenes y enérgicas, con una acusada propensión a la mugre, la cochambre y la grosería, más bien indiferentes al ruido, ajenos a toda conveniencia y comodidad más allá de las propias y para quienes el griterío vano y beligerante y los insultos eran la quinta esencia de la conversación educada, la resistencia de una se ablanda. Tony no era más desquiciante que Gerald —ay, esos primogénitos, cómo se aprovechan de la ignorancia de una—, que John o que Dick, pero ella tenía más años y menos mano izquierda para lidiar con su egoísmo y su autocomplacencia. Lo había enviado a la escuela un año antes que a sus hermanos, en parte para que no fuera un hijo único pegado a sus faldas, y en parte, como ella misma observaba, para hacerlo entrar en vereda. Acariciaba la ingenua esperanza de que, tras dos o tres trimestres en el colegio, su hijo encontraría el equilibrio, y recibiría alguna que otra colleja de sus ingratos compañeros de curso. Nada más lejos. Tony volvió del internado bastante más egocéntrico de lo que se fue, hablaba más y su conversación era aún menos interesante si tal cosa era posible. Su amantísima madre no podía concebir que sus compañeros no lo hubieran matado. Los hijos menores parecían poseer un poder peculiar que los volvía indemnes a la desaprobación ajena. Cada vez que alguien interrumpía su verborrea, Tony se limitaba a retomar aliento, aguardar la oportunidad y volver a meter baza. A Laura solo le quedaba esperar que esa tenacidad le sirviera en otra vida. Una de dos: o eso o todos sus amigos lo acabarían abandonando.
Un ruido parecido al del deshollinador cuando no lo esperas en la chimenea vecina se oyó bajando las escaleras, y su odioso y adorable hijo irrumpió en la habitación.
—La cena está lista, madre, y la vieja Stoker está a punto de tocar la campanilla.
—¿Te has lavado, Tony? ¿Y por qué no te has quitado las botas?
—No podía, madre. Tengo el otro par de zapatos dentro del baúl.
—Hay unas pantuflas arriba. Póntelas. Y enséñame esas manos.
A regañadientes, Tony mostró dos manos grisáceas ribeteadas de negro y salpicadas de trazos más claros.
—¿Dónde te las has lavado, Tony?
—En el cuarto de baño.
—Ya. Las has dejado un segundo debajo del grifo y después has restregado toda la porquería en una toalla limpia. Venga, arreando, y llena un poco la jofaina. —Mientras su hijo abandonaba la estancia ofendido y enmudecido, Laura subió el tono y continuó con las consignas—: Y remángate, y pásate el cepillo de uñas, y después de lavarte las manos acláratelas bien, y luego cepíllate las uñas en mi habitación si no tienes el juicio suficiente como para deshacer tu equipaje. Y que no se te olvide quitarte las botas —remató con el tono más sonoro que su voz era capaz de impostar. Entonces, impelida por una suspicacia tan grande como justificada, lo siguió al piso de arriba para supervisar su enfurruñado aseo, y demostró una acusada falta de compasión cuando su hijo protestó por los nudos de los cordones, nudos que, como señaló con crueldad, no había podido hacer nadie más que él mismo. Tan limpio, tan rosado y tan tentador fue el resultado que Laura no pudo por menos de abrazarlo, a lo que este se rindió con suma gracilidad, asiéndose con fuerza a su cuello y levantando los pies del suelo.
—¡Socorro! ¡Piedad! ¡Me estás asfixiando! —exclamó Laura.
Tony apretó la mejilla tersa y rosada contra la de su madre, y se dejó caer.
—Vamos, señora M. —ordenó, guiándola escaleras abajo—, la vieja Stoker nos llama a cenar.
Cuando llegaron al comedor, Stoker aguardaba de brazos cruzados frente al fuego. Laura hubiera deseado que la mujer no se sintiera en el deber de esperar a la mesa con sus imponentes brazos desnudos hasta el codo, pero en las cuestiones relativas al vestir, Stoker no era persona a quien se pudiera doblegar. Había entrado al servicio de Laura poco después de que naciera Gerald, el mayor, con unas referencias de lo más tibias de su antigua casa y su aire bonachón por toda recomendación. Ese había sido el motivo que había animado a Laura a contratarla, y jamás se arrepintió. Era una cocinera excelente, esclava devota de los chicos y absolutamente digna de confianza. No tenía modales,...