E-Book, Spanisch, 216 Seiten
Pym Extranjeros, bienvenidos
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17109-84-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 216 Seiten
ISBN: 978-84-17109-84-4
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Cassandra Marsh-Gibbon, la protagonista de Extranjeros, bienvenidos, es una de las primeras «mujeres excelentes» que tan bien supo retratar Barbara Pym. Cassandra lleva una vida de provincias sometida a los caprichos y delirios de grandeza de Adam, su marido escritor, quien, por si fuera poco, puede dedicarse a la vida de literato gracias a las rentas de su esposa. Pero este matrimonio asimétrico se ve sacudido por la llegada de Stefan Tilos, un húngaro misterioso y de aire romántico que se enamorará de Cassandra y la colmará de atenciones. La figura del extranjero encarnará para ella la posibilidad de romper con su monótona existencia y confirmar, así, las hipócritas, y, acaso, proféticas, palabras de su marido: «¿Sabes que para mí eres mucho más que una excelente ama de casa?».
El presente volumen incluye «En busca de una voz: una charla radiofónica», una grabación, realizada por la BBC -emitida en Radio 3 el 4 de abril de 1978-, que nos da las claves de la personalidad literaria de una escritora imprescindible, señalada por Philip Larkin y el crítico lord David Cecil como una de las figuras más importantes de la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo xx.
(1913-1980) nació en Oswestry, Shropshire. Se licenció en literatura inglesa en St. Hilda's College,en Oxford. En la Segunda Guerra Mundial prestó servicio en el Cuerpo Auxiliar Femenino de la Armada británica. Posteriormente trabajó en el Instituto Internacional Africano de Londres. A lo largo de su vida escribió varias novelas, de las que Gatopardo ediciones ha publicado Mujeres excelentes (2016), Amor no correspondido (2017), Un poco menos que ángeles (2018), Extranjeros, bienvenidos (2019), Cuarteto de otoño (2021) y Jane y Prudence (2022). Tras su muerte, en 1980, se publicó su diario, A Very Private Eye (1985).
Junto con Elizabeth Taylor está considerada una de las escritoras inglesas más importantes de la segunda mitad del siglo xx.
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Capítulo 1 «Silencio es todo, y agradable ilusión.»1 —Cassandra, querida —dijo la señora Gower, sonriente—, siempre tan puntual. —Se inclinó hacia delante y rozó con los labios la mejilla de Cassandra. Ésta respondió con un gesto similar, aunque con cierta torpeza, dado que la señora Gower era una mujer grande y resultaba bastante difícil alcanzar su mejilla. —Siempre trato de ser puntual —contestó Cassandra con otra sonrisa, pese a que el tono apagado y uniforme de su voz denotaba que eran muchas las veces que había hecho ese comentario. —Es usted un dechado de virtudes, hija mía —añadió afectuosamente la señora Gower, mientras se acomodaban en el sofá. Cassandra suspiró, aunque no lo bastante fuerte para que su interlocutora lo oyese. Sabía que era un dechado de virtudes porque la gente se lo decía a todas horas. A sus veintiocho años, era una mujer alta y rubia, no exactamente guapa, pero sí atractiva y elegante. Esa tarde lucía un traje de tweed azul de buen corte. El sombrero y los zapatos, más que modernos, eran cómodos y prácticos. Siempre se podía confiar en que Cassandra no vestiría algo que desentonase con el lugar en que se encontraba en ese momento. —Invité a la señora Wilmot y a Janie a que vinieran esta tarde —la informó la señora Gower—. Me imagino que no habrá visto ni rastro de ellas al pasar por la rectoría, ¿verdad? —No —respondió Cassandra—. Aunque en realidad no he venido por ese camino. Tenía que hacer unas compras. Había olvidado traerme algunas cosas del pueblo. —¡Consuela saber que es igual de humana que todos nosotros! —exclamó con regocijo la señora Gower. Cassandra sonrió con cierta tristeza. La gente exponía tan a menudo sus dudas respecto a su humanidad que a veces se preguntaba si de verdad no sería un ser de otro mundo que había ido a parar a la pequeña localidad de Up Callow en calidad de esposa de Adam Marsh-Gibbon, un caballero de buena posición económica que había escrito unos pocos poemas y unas cuantas novelas que habían pasado desapercibidas. En realidad, casi todo el dinero que le permitía a Adam llevar esa vida tan agradable era de Cassandra, pero ella nunca se lo recordaba. Antes de casarse, ella le había dado a entender que todo lo que poseía era de ambos, si acaso más de él, ya que ella se sentía tan agradecida de ver su amor correspondido que habría hecho cualquier cosa por él. Después de cinco años de matrimonio, ese embelesamiento había menguado un poco, debido a que Adam era una persona difícil en muchos aspectos, aunque ella seguía sorprendiéndose gratamente cada vez que reparaba en que aquel hombre apuesto y de aire distinguido era su marido y de nadie más. —Ahí va otro árbol —anunció de repente la señora Gower—. Hasta que una cae en la cuenta de lo que es, asusta bastante el ruido que hacen. Espero que el siguiente que talen sea ese grande de ahí. Así entrará mucha más luz en esta habitación. —A Adam le encantan los árboles —apuntó Cassandra—. Dice que le da pena pensar que vayan a cortar estos que hay enfrente de su casa. —Ay, claro, es que él es poeta —comentó con indulgencia la señora Gower, aunque todavía no había logrado comprender del todo su poesía. Tampoco lo había intentado con demasiado ahínco, ya que desde que era viuda no tenía necesidad de fingir ningún interés por la literatura—. Mi esposo, que en paz descanse, prefería los espacios abiertos —afirmó—. Cuando era catedrático de poesía en Oxford, vivíamos en Headington, aunque nuestra primera casa en Norham Road estaba bastante enclaustrada... Ésas deben de ser la señora Wilmot y Janie —anunció de repente. La puerta se abrió, y, dando pasitos ligeros, entró una mujer pequeña de pelo canoso y abrigo gris acompañada de una muchacha morena y esbelta, de unos diecinueve años, que caminaba dócilmente a su lado. —Querida Kathleen, cuánto me alegro de que hayas podido venir. Y Janie también. ¿Vacaciones otra vez? —preguntó la señora Gower, con una suerte de jovialidad imprecisa que adoptaba al hablar con cualquier persona muy joven. Janie sonrió, armada de paciencia. —No, no, ya he dejado los estudios —explicó—. Ahora ayudo a madre en casa. —Respiró aliviada al comprobar que ni la señora Gower ni la señora Marsh-Gibbon seguían ahondando en el asunto. Pues todo el mundo sabía el tipo de vida que debía llevar la obediente hija mayor del rector de una parroquia rural, y Janie se ajustaba por completo a ese patrón. Era catequista, colaboraba en la Asociación Joven Femenina y pasaba gran parte de su tiempo decorando la iglesia. —Qué bonita quedó la decoración de la pila bautismal por Pascua —comentó Cassandra, al recordar que había sido la contribución personal de Janie. —Cuánto me alegro de que se fijara —respondió Janie con semblante de satisfacción—. Tenía miedo de haberle puesto demasiado verde. La llegada del té la dispensó de la obligación de abundar en el tema, y la conversación regresó una vez más a los árboles que estaban talando frente a la casa de la señora Gower. —Parece ser que a los nuevos inquilinos de Holmwood no les hacen demasiada gracia los árboles —dedujo la señora Wilmot—. Imagino que nadie sabe si ya está alquilada, ¿verdad? He oído que ha venido gente a verla, pero, claro, puede que no se la hayan quedado. Es una casa muy antigua y le harían falta muchísimas reformas. —Y Rogers me ha dicho que, si le quitan un solo ladrillo, se derrumbará toda la vivienda —apuntó la señora Gower con tono de satisfacción melancólica, puesto que ella se había construido una gran casa blanca y negra que todavía parecía muy nueva. Cuando murió su marido, hacía ocho años, decidió regresar a Shropshire, donde había vivido de niña. Sobre la entrada principal de la casa había colocado una losa de piedra con la inscripción: «A.D. 1929», pero por alguna razón era imposible imaginar que la casa pudiera envejecer, ni siquiera dentro de mil años. A la señora Gower esto le traía sin cuidado. Ella prefería el confort sólido y bien construido, con luz eléctrica y calefacción central, antes que todas las glorias del pasado. —Rockingham se pregunta si será gente que frecuente la iglesia —dijo la señora Wilmot con pocas esperanzas, puesto que los últimos residentes de Holmwood habían sido ricos y generosos, aunque, por desgracia, también católicos y apostólicos. —De corazón lo espero —apuntó comprensiva Cassandra, a quien, como cada vez que oía el nombre de pila del rector, se le escapó una sonrisita. Se produjo un breve silencio durante el que oyeron caer otro árbol. A este ruido le siguió el de un coche deteniéndose cerca de la casa de la señora Gower. La señora Wilmot no pudo evitar levantarse e ir a mirar por la ventana. —Se han bajado dos hombres —informó— y van de acá para allá por el camino de entrada, mirando los árboles, creo. Pero ¿qué hacen? Parece que están poniendo una especie de anuncio. A estas alturas, las demás ya estaban también de pie delante de la ventana. —Sí, están poniendo un anuncio —confirmó la señora Gower. Leyendo lentamente comenzó a descifrar el cartel palabra por palabra. Todas se llevaron un chasco. Lo único que decía era: se venden listones para espalderas y leña. también madera para marcos rústicos. razón aquí. prohibido el paso. propiedad privada. —Bueno —dijo la señora Wilmot, decepcionada—, pues vaya. Me pregunto a qué se refieren con marcos rústicos —añadió, animándose un poco, como si pudiera tratarse de algo emocionante. Ninguna de ellas pareció capaz de aclarárselo y se sumieron en un silencio taciturno hasta que Cassandra comentó que los tulipanes rosas de la señora Gower estaban a punto de florecer. —Son tan bonitos. Adam dice que son los heraldos del verano. Siempre nos da la impresión de que empieza a hacer más calor cuando florecen. —Un escritor debe ser muy sensible a la naturaleza —observó la señora Wilmot—. Sin duda Wordsworth lo era, ¿verdad? —añadió, insegura. —Uy, sí, seguro que lo era —respondió Cassandra con desagrado, pues Adam siempre le citaba a Wordsworth cuando estaba de mal humor, por lo que, para ella, el gran poeta del Romanticismo estaba inevitablemente asociado a las discusiones con su marido. —¿Cómo va el libro de su esposo? —le preguntó Janie con timidez. Consideraba que Adam Marsh-Gibbon era con diferencia el hombre más guapo que había visto jamás, y por consiguiente sus obras poseían un glamur añadido. Cassandra sonrió con amabilidad. —Pues ahora mismo está trabajando en un capítulo bastante difícil...