E-Book, Spanisch, 304 Seiten
Parrott La divorciada
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-127967-3-5
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 304 Seiten
ISBN: 978-84-127967-3-5
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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La historia de un divorcio y sus secuelas que causó escándalo en la Era del Jazz. Nueva York, 1924. Peter y Patricia son el perfecto ejemplo del matrimonio moderno. Ambos fuman, beben y trabajan. En cuanto al sexo con terceros, creen firmemente en la «política de la honestidad»... hasta que él deja de creer. De pronto, Patricia se ve obligada a labrarse una nueva vida como soltera. Un tipo de soltera muy particular: la divorciada. Redactora de anuncios de moda en unos grandes almacenes, Patricia tratará de conciliar las dos facetas de una mujer liberada: trabajadora diligente de día, joven hedonista y sofisticada de noche. Pero la frivolidad de la vida mundana, la nostalgia por un ideal irrecuperable del amor eterno y los romances fallidos con hombres poco disponibles le hacen sospechar que «la libertad para las mujeres resultó ser el mayor regalo que Dios les hizo a los hombres». Escrita poco después del amargo divorcio de su autora, esta novela fue un auténtico succès de scandale y vendió más de cien mil ejemplares cuando se publicó anónimamente en 1929. Lejos de ser un canto desenfadado a la emancipación femenina, es un retrato irónico y feroz de los desafíos que conllevaba ser una mujer libre en una época en que, pese a los vientos de cambio, los hombres seguían teniendo mando en plaza. La crítica ha dicho... «Léelo si te gustan la malicia, ir de compras, desayunar a la hora de la cena, capear las adversidades con dignidad y las Crónicas de los Cazalet de Elizabeth Jane Howard.» New York Times «Me noqueó. Me emocionó profundamente su habilidad para plasmar por escrito las sutilezas de la pérdida del amor y de la juventud. Un libro extraordinario.» Vivian Gornick «Una novela ambientada en el inframundo de Manhattan: alborotado, cargado de alcohol, promiscuo y repleto de romances.» Joyce Carol Oates «Ursula Parrott obtuvo un éxito fenomenal con su novela, que la sitúa al nivel lapidario de Nora Ephron o Dorothy Parker.» Isabel Gómez-Melenchón, La Vanguardia
(1899-1957) es el seudo?nimo de Katherine Ursula Towle. Nacida en Boston, estudio? en Radcliffe College antes de mudarse a Nueva York y convertirse en reportera. En 1926 se divorcio? de su marido, el influyente periodista Lindesay Marc Parrott, que maniobro? para que las principales cabeceras vetaran a su exmujer. En esta ruptura se baso? Parrott para escribir su primera novela, La divorciada, que la convirtio? en una de las escritoras ma?s ce?lebres de la e?poca. Sus best sellers dieron lugar a varias adaptaciones cinematogra?ficas, protagonizadas por estrellas como Cary Grant y Humphrey Bogart. Tras una ristra de esca?ndalos personales y judiciales, la estrella de Parrott se fue apagando en los an?os cuarenta y cincuenta. Olvidada de todos, murio? de ca?ncer en un hospicio de Nueva York.
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Capítulo 4 La luz pálida del sol de marzo entraba por la ventana, sucia por el goteo de la nieve caída dos días atrás, e incidía en la arrugada colcha de la cama de Peter. Bajo sus nítidos azul y blanco, el médico dormía plácidamente. Si me incorporaba y estiraba el brazo, podía tocarle el hombro, pero no me apetecía hacerlo, en absoluto. Peter me había dicho el día anterior: «No llores por mí mucho tiempo». En cierto sentido, mi querido Peter, te lloré solo siete horas, pero es posible que acabe llorando por ti toda la vida. El doctor era una persona eficiente. Sin embargo, no me gustaba mucho. La forma en que cambiaba de profesional a apasionado, y viceversa, me parecía un poco automática. Grifo de agua caliente, grifo de agua fría, grifo de agua caliente… Debió de ser un don juan entre el personal de algún hospital hará seis o siete años. Pero me resolvió una noche, y eso era lo que creía necesitar. (Me pregunté si Peter se estaría despertando solo o no. Peter. Sería capaz de gritar y golpear el suelo con los puños y sollozar durante horas, días y semanas con tal de que regresara, para que volviera a ser el año 1922. Y cuanto ocurriría, si me ponía a hacer eso, es que despertaría al doctor. Ante una emergencia, sacaría pastillas de bromuro del bolsillo de su esmoquin, no lo dudo. Tendría que llamar un taxi para volver a casa con aquella vestimenta de gala. Me pregunté si dormiría todo el día.) Yo había dormido bien, por increíble que parezca. Se supone que una no debe hacerlo; se supone que una debe quedarse despierta mordiendo las sábanas, o algo por el estilo, cuando su marido la abandona. Pero estaba muy cansada. Me parecía extraordinario ser una esposa abandonada cuando solo tenía veinticuatro años. No era precisamente eso lo que había planeado hacer con mi vida. Mis planes eran ser enfermera de la Cruz Roja, a tiempo para otra guerra. Solo tenía dieciséis años en la anterior, y me sentí mal porque era demasiado joven para casarme con alguien en su último permiso, por el bien de mi país, bajo una bandera. Peter también era demasiado joven. Habría tenido un aspecto maravilloso de uniforme… con el verde de la aviación naval. Pero la mayoría de ellos no salieron airosos. Imaginaba a Peter marchando con el sol arrancando destellos de su pelo rubio. Ay, Dios, si empezaba a llorar, no podría parar. Era mejor que me levantara y viera qué había de desayuno para el doctor. Quería estar completamente vestida cuando se despertara. Pierna izquierda fuera de la cama, pierna derecha fuera de la cama, negligé, zapatillas. Me sentía muy lúcida. No bebimos mucho. El doctor tal vez creía que hay que mantenerse en forma. (Debía preguntárselo, seguro que mencionaba lo de «mens sana in corpore sano». Habían puesto eso en la pared del gimnasio de la escuela.) Yo también creo que hay que mantenerse en forma. Decidí hacer un poco de calistenia en la salita de estar, pues no quería que él se despertara y me observara. La práctica de la calistenia todas las mañanas, y por las noches cuando no hay nada exigente que lo impida, supone diez minutos consagrados al recuerdo de una adolescencia atlética. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Los ejercicios ayudan. Me gusta levantar los pies sobre mi cabeza hasta tocar el suelo por detrás de ella con los dedos. La calistenia me hace sentir como un animal vivo y caliente revolcándose en un prado. El licor también hace que todo se aleje, pero me hace sentir como una mente que vaga en libertad por el espacio, no como un cuerpo caliente en un pasto. Mejor me iba a echarle un vistazo al doctor. Seguía durmiendo. «Luego de la fiebre agitada de la vida…» No, eso se refiere a otra cosa. Decidí que me ducharía. Alguien debería inventar un método para utilizar sales de baño en una ducha, así resultaría perfecta. Lo cierto es que tenía hambre. Se supone que la gente con el corazón roto es incapaz de comer. Me sentía como un despertador al que le hubieran dado demasiada cuerda. No debía pensar…, contaría ovejas saltando una valla… No, eso era para dormirse. Me pondría el vestido de punto azul con el cuello y los puños blancos que parecía tan casto. «Señor, no he sido muy casta que digamos, pero no era fácil con una jauría detrás.» Maldición, debía recobrar la compostura, aquel hombre estaba a punto de despertarse. Me pregunté cuál sería su nombre de pila. Había olvidado preguntárselo. ¿Debería buscarlo en el listín telefónico? Me pregunté qué habría traído Nora para desayunar. Era muy buena criada. Menos mal que no venía los domingos. Tendría que conseguirle otro trabajo; Gretchen se la quedaría encantada. No podría conservar ese piso. ¿Qué iba a ser de mí? Me esperaba un mal final, sin duda, caminando por la Sexta Avenida y tocando a Peter en el brazo para suplicarle cincuenta centavos… Y un cuerno. Qué agradable y soleada era esa cocina. Le pondría al doctor un zumo de naranja, por supuesto, que estaba lleno de vitaminas. Había huevos de pato… Nora había ido a Jefferson Market y comprado huevos de pato para el desayuno dominical de Pete, porque sabía que le gustaban con locura. Me dije que iba a llorar, aunque solo durante un minutito… Los huevos de pato tendrían que servir para el doctor. No había otros. Como mejor quedan es al plato. —Buenos días, Patricia…, se te ve muy saludable. —He estado haciendo calistenia. —¿Por lo de mens sana y eso? (Tuve que aguantar mientras me besaba, contando ovejas que saltaban la valla. Un beso no lleva mucho tiempo.) Era un joven más perspicaz de lo que esperaba. —¿Estás teniendo la clásica reacción de la mañana después? Lo siento, querida. —No pasa nada. Solo estoy un poco… alterada, como solía decir mi marido. —Es comprensible. ¿Tienes por casualidad un accesorio tan masculino como una navaja de afeitar, Patricia? —Una pequeñita y dorada…, en mi tocador. Iré a buscarla… ¿Podrás apañártelas con eso? —(Pete usaba una grande y recta…, era con la que había pensado cortarme las venas…, se la llevó con sus cosas… El baño se había vuelto femenino de la noche a la mañana.) Durante el desayuno, el médico habló sobre medicina, vitaminas, glándulas endocrinas y esas cosas. Era extremadamente perspicaz. Y le gustaban los huevos de pato. Telefoneó al hotel Brevoort para pedir un taxi. —Voy a tener el tacto de esperar a que me llames tú, Patricia —dijo entonces—, porque no quiero que tengas la impresión de que me estoy abalanzando sobre ti. Sonreí con aire simpático, esperaba. —Soy algo mayor que tú… —añadió— y me gustaría darte un pequeño consejo, o advertirte sobre algo, si me lo permites. —Por supuesto, y lo siento si estoy siendo un poco infantil esta mañana, doctor. —En absoluto… Quizá no te habrás dado cuenta de que, como mujer joven e increíblemente atractiva separada de su marido, los hombres van a considerarte la presa más fácil del mundo. Te acostumbrarás a eso y te irás adaptando, sin duda. Al principio puede ser difícil… —(Bueno, ¿por qué no llegaba ya a su consejo? ¿Iba a sugerir acaso un curso de psicología del sexo? No debería mostrarme tan impaciente, había sido muy amable conmigo. El que llamaba al timbre debía de ser su taxista.)—. Intenta recordar que ese dicho banal sobre que el tiempo lo cura todo es bastante cierto. (¿Eso era cuanto podía ofrecerme la profesión médica? Lo que yo quería saber era cuánto tiempo lleva eso.) —Sí, taxi, espere fuera un momento. —Entretanto, Patricia, no te tomes las cosas muy a pecho —sonrió—. Ha sido una de las noches más agradables de mi vida —añadió muy serio. Recuperó su sombrero, se abstuvo de besarme y me tendió la mano. Esto último me hizo sentir de pronto tan afectuosamente agradecida que fui capaz de sonreír con verdadera alegría y decir algo que en aquel momento era cierto: —Me alegro de que te quedaras. —Espero que me llames, Patricia. La puerta se cerró tras aquel hombre tan comprensivo y amable. Yo sabía que nunca lo llamaría, que nunca volvería a verlo. Y él también era consciente de eso. Sonó el teléfono. Era Lucia. La preciosa Lucia era la exmujer de un hombre llamado Archibald. Coincidí con Arch en una ocasión; había conocido a Lucia por casualidad un tiempo antes, en el club de publicitarios. Últimamente parecía tener más interés en mí, pues sabía que había tenido lo que en los grandes almacenes llaman «problemas familiares». —Me he enterado, por un amigo de un amigo de Rickey, de que tu marido y el propio Rick celebraron anoche la vuelta de tu marido a la vida de soltero, en el Yale Club, ¿no? —Pues no me extrañaría, Lucia. Ayer se fue de casa antes de cenar. Siguió un breve silencio. —¿Cómo te sientes? —Bien, supongo. (Iba a ser horrible que la gente me preguntara cómo me sentía todo el tiempo, como si estuviera convaleciente de un tifus.) —¿Subes a tomar el té...