E-Book, Spanisch, 468 Seiten
Martin Cómo no acabar con todo
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-127967-1-1
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 468 Seiten
ISBN: 978-84-127967-1-1
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
(1967) es un profesor, novelista y ensayista canadiense. Actualmente enseña filosofía en la Universidad de Misuri en Kansas City y en la Universidad Ashoka en Nueva Delhi. Trabajó durante años en el negocio de la alta joyería, experiencia en la que se basó para escribir la novela Lujo & Lujuria (2009). También ha escrito varios libros de filosofía y ha traducido obras de Friedrich Nietzsche, Søren Kierkegaard y otros pensadores. Sus escritos se han publicado en The New Yorker, The Atlantic, Harper's, Esquire, The New Republic y The Paris Review.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
Prefacio
La última vez que intenté matarme lo hice en el sótano de mi casa, con una correa de perro. Como de costumbre, no escribí ninguna nota. Bajé una silla de madera tapizada de cuero verde de mi despacho mientras mi perra me miraba desde lo alto de las escaleras. Le da miedo el sótano. Cogí la gruesa correa de lona azul, la até a una viga, hice un nudo corredizo pasándola varias veces por la agarradera, lo cerré y comprobé su firmeza. Me subí a la silla verde y me coloqué el nudo corredizo alrededor del cuello. Luego le di una patada a la silla, tal como hace hacia el final de Cadena perpetua el amable y anciano preso suicida Brooks Hatlen. Allí me quedé, pataleando. Pero no me estaba muriendo, solo sentía un dolor terrible. Ahorcarse duele de verdad. Aunque ya lo había intentado otras veces, me había olvidado de que era así porque poco antes había estado leyendo sobre personas que se habían ahorcado y aquello parecía muy fácil. Hay quienes lo consiguen sentándose y colgándose del pomo de una puerta. Empecé a sentir pánico, traté de resistirme, me entró más pánico y, no recuerdo bien en qué momento, me icé y me liberé del nudo, caí al suelo y me quedé un rato tendido sobre el cemento polvoriento. Aún no he subido la silla. Me resulta demasiado siniestra y no la quiero en casa.
Más tarde, aquel mismo día, hablé por teléfono con mi mujer —estaba fuera, de viaje—, que me preguntó qué le pasaba a mi voz.
—Me duele la garganta.
—Hazte un té con jengibre y miel —me dijo—. Parece como si fueses a ponerte enfermo.
—Huum —dije.
La garganta siguió doliéndome durante una semana, y varios alumnos me preguntaron qué me había pasado en el cuello. Los moretones eran muy vistosos. Les dije: «Oh, no es tan grave como parece», y esquivé la pregunta.
Podría haberles dicho la verdad. Pero una cosa es escribir acerca del suicidio y de tus tentativas, y que eso esté al alcance de tus alumnos en internet —los estudiantes buscan a sus profesores en Google—, y otra muy distinta es mirar a un alumno a los ojos, con las marcas violáceas bien a la vista, y decirle: «Oh, intenté ahorcarme hace un par de días». Incluso en el caso de que eso no tuviese consecuencias profesionales (y sospecho que sí las tendría), me preocuparía hacer que sus jóvenes mentes cargasen con tamaño peso, así como la posibilidad de que eso empujase a alguno que pudiera padecer depresión o que tuviese pensamientos suicidas a tomar una decisión equivocada.
Durante casi toda mi vida, en mi mente han cohabitado dos ideas incompatibles: desearía estar muerto y me alegro de que mis intentos de suicidio hayan fracasado. Ni una sola vez se me ha ocurrido pensar: si hubiese conseguido matarme, me habría ahorrado toda esta vida. Y, sin embargo, cuando siento que he desperdiciado mi vida, lo primero que se me ocurre es: vale, pues ahora suicídate. O más bien suelo seguir una línea de pensamiento muy precisa, como: mejor me cuelgo, porque no tengo veneno y, si lo encargo, para cuando llegue me faltará valor. Y es importante que lo haga ahora, mientras pienso con claridad. (Lo que demuestra lo confuso que me siento.) En los momentos en que considero que matarme es lo mejor que puedo hacer, estoy tan seguro de que por fin he admitido la verdad como cuando, en medio de un ataque de ira, uno sabe que, indiscutiblemente, por fin puede decir lo que siempre ha querido y necesitado decir. Más tarde, una vez calmado, resulta evidente que esa iracunda certeza no se correspondía en absoluto con la verdad.
Por supuesto, no siempre tengo que lidiar con pensamientos suicidas. Por ejemplo, mientras escribo esta frase en el invierno de 2022, no deseo acabar con mi vida, y me siento agradecido de estar aquí. Pero, en cierto modo, esto no va de gratitud. Puedes estar agradecido por algo y que eso no baste.
Y, si el pensamiento retorna, o cuando retorne —sí, hazlo, mátate. O simplemente: venga, ya es hora, estás harto, acaba con todo, hazlo ya—, seguiré alegrándome de haber fracasado anteriormente, porque todos esos intentos fallidos precedieron a las cosas buenas que han ocurrido desde entonces, incluyendo ante todo el nacimiento de mis hijos.
Me doy cuenta de lo raro que resulta pensar, por un lado, que tengo que matarme de una vez, mientras que, por el otro, soy consciente de la suerte que he tenido de que mis tentativas anteriores fracasasen. Si mi anterior falta de éxito me permitió seguir vivo y, en consecuencia, crear y experimentar cosas buenas, ¿no debería aplicarse esta misma lógica en el futuro? ¿No soy capaz de aprender que ese impulso es un error? Quizá vaya aprendiendo, poco a poco. Pero, cuando me veo atenazado por el deseo de morir, dejo de creer que en adelante vaya a sucederme nada bueno. Es más, independientemente de lo que el futuro pueda depararme, estoy convencido de que el hecho de seguir aquí no hará más que empeorar las cosas.
En realidad, albergar dos pensamientos incompatibles no es tan inusual: a menudo lo llamamos disonancia cognitiva; es la esencia del autoengaño, y sirve como ejemplo para una de las muchas variantes de irracionalidad profunda que hacen de los seres humanos las criaturas extremadamente interesantes que somos. «¿Que me contradigo? / Sí, me contradigo. ¿Y qué? / (Yo soy inmenso… / y contengo multitudes.)» Esta famosa observación de Walt Whitman se aplica no solo a los pensamientos que ensalzan la vida, sino también a los autodestructivos.
Ser un divorciado con hijos sirve de ejemplo para ver cómo opera este tipo de pensamiento. Lamento mis dos divorcios y me siento sumamente avergonzado por ellos. Si pudiese, volvería atrás, enmendaría mis errores y sería un marido mejor. Pero, al mismo tiempo, siento gratitud por haberme casado con mis tres parejas, y en especial por los hijos que trajeron estos matrimonios. Si no me hubiese divorciado de mi primera mujer ni me hubiese casado de nuevo, no tendría a mis hijas Margaret y Portia. Y, si no me hubiese divorciado de mi segunda mujer, no estaría casado con mi maravillosa esposa Amie ni sería padre de Ratna y Kali. Amie y mis cinco hijos son mi principal razón para seguir viviendo. A menudo me parece que son la única buena razón para hacerlo.
Hoy me siento feliz de estar vivo. Y estoy agradecido de no haber logrado suicidarme nunca, por más que lo haya intentado. Esta es una de las razones que me han llevado a escribir este libro: creo que, para la inmensa mayoría de las personas, el suicidio es una mala elección.
Entiendo muy bien el impulso suicida. Entre mis primeros recuerdos está el deseo no solo de morir, sino de quitarme la vida de manera activa. Y, a pesar de que ese impulso aumenta y disminuye, ha habido pocos días, y desde luego no ha habido ninguna semana, en que no me haya sentido abrumado por la existencia y haya pensado en ponerle fin. He tratado de suicidarme y he fracasado en el intento en multitud de ocasiones. (Soy una figura cómica en la historia del suicidio, un fracasado perpetuo que siempre parece estar de suerte y siempre sale adelante.)
No soy el único. Montones de amigos míos tienen cada día pensamientos suicidas y han intentado quitarse la vida, muchos de ellos en varias ocasiones. Este es otro de los motivos que me han llevado a escribir este libro. Existen determinados secretos acerca del suicidio que solo conocemos los symparanekromenoi, para quienes la idea del suicidio resulta familiar, en especial aquellos que hemos tratado de quitarnos la vida y hemos fracasado, tal vez en repetidas ocasiones. Anne Sexton desvela algunos de estos secretos en su famoso poema «Nota de suicidio»:
Podría admitir
que solo soy una cobarde
que grita yo yo yo
y no mencionar que los pequeños mosquitos, las polillas
se acercan a la bombilla
forzados por las circunstancias.
¿Qué nos está contando aquí Sexton? Primero que sí, que hay algo de verdad en lo que la gente dice, que el suicida es un cobarde y, lo que es aún más importante, que ella se considera una cobarde, y desearía ser uno de esos corazones intrépidos capaces de seguir adelante a pesar del dolor, el desaliento y los innumerables obstáculos de la vida. Nos confiesa también, con ese «yo yo yo», que existe un vínculo entre su cobardía, su suicidio y su vanidad, pues cualquier suicida sabe que le reprocharán haber sido egoísta, porque la vida que tenemos no solo nos pertenece a nosotros, sino que consiste también en nuestras obligaciones para con los demás. Decir, pensar o sentir «yo yo yo» resulta terrible y humillante, y sin embargo ahí está, una voz que resuena con fuerza en la experiencia vital de cada cual —¿quién no ha pensado, ya sea en actitud temerosa o desafiante: bueno, si yo no miro por mí mismo, ¿quién lo va a hacer?— y que atruena en tus oídos cuando decides acabar con tu vida. El «yo yo yo» hace que la acción sea posible —¿cómo podría matarme si de verdad pensase solo en ti?— y es al mismo tiempo aquello de lo que intentamos huir de una vez por todas. Finalmente, y hablaremos más sobre ello, Sexton también insiste en que no solo se trata de cobardía y egoísmo, sino también de lo que Freud (que había leído a Schopenhauer) llamaba la pulsión de muerte, la necesidad esencialmente básica y primitiva de «acercarse a la...




