Forster | Alejandría | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Forster Alejandría


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-17109-14-1
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

ISBN: 978-84-17109-14-1
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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En 1922, E. M. Forster publicó Alejandría, libro en el que describe la ciudad en la que estuvo destinado como voluntario de la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial. La obra se compone de dos partes: una historia y una guía. En la primera, el autor nos cuenta la historia de la ciudad, desde su fundación por Alejandro Magno, pasando por las numerosas invasiones (romana, árabe, turca), hasta el periodo moderno con Napoléon, que bajo los auspicios de Mehemet Alí inicia la construcción de la ciudad moderna, y la anexión colonial británica de Egipto en 1882. En la segunda, nos describe los paseos por los barrios, los museos y las excursiones que pueden hacerse por ella. Ambas partes están interrelacionadas, pues en ello «estriba la utilidad principal del libro», ya que, según Forster, ayuda al lector a enlazar el presente con el pasado. El libro va acompañado de mapas y planos que completan las explicaciones del autor. «La presente guía es algo más que una simple obra de culto literaria dedicada a esa ciudad extraña y evocadora a la que llamamos Alejandría: a su modo es una pequeña obra de arte, pues contiene ejemplos de la mejor prosa de Forster, además de toques acertados que sólo podían surgir de la pluma de un novelista de gran talento como él», señala el escritor Lawrence Durrell en la introducción a esta edición.

(1879-1970) nació en Londres y estudió literatura clásica e historia en la Universidad de Cambridge. Realizó varios viajes y pasó temporadas en Austria, Italia y Grecia. En 1905 publicó su primera novela, Donde los ángeles no se aventuran, a la que seguirían El viaje más largo (1907), Una habitación con vistas (1908), La mansión (1910) y Pasaje a la India (1924), que le otorgó una enorme fama. Forster, además de novelas, escribió libros de cuentos (El ómnibus celestial, 1911, y The Eternal Moment and Other Stories, 1928); de viajes (Alejandría, 1922, The Hill of Devi, 1933); ensayos (Aspectos de la novela, 1927); teatro (England's Pleasant Land, 1940); libretos de ópera (Billy Budd de Benjamin Britten, 1951) y biografías (Marianne Thornton, A Domestic Biography, 1956). Murió en Coventry en 1970. Un año después de su muerte se publicó su célebre novela Maurice, que, como otras del autor, fue llevada al cine.
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Introducción a la nueva edición

Lawrence Durrell

La presente guía es algo más que una simple obra de devoción literaria dedicada a esa ciudad extraña y evocadora a la que llamamos Alejandría: a su modo es una pequeña obra de arte, pues contiene ejemplos de la mejor prosa de Forster, además de toques acertados que sólo podían surgir de la pluma de un novelista de gran talento como él. Uno se da cuenta de que el autor, atrapado aquí durante la Primera Guerra Mundial, debió de sentirse profundamente feliz, quizá profundamente enamorado, puesto que su joie de vivre se percibe en cada una de las afectuosas líneas que escribió, y apenas hay un solo aspecto de los numerosos estados anímicos y matices cromáticos de la ciudad que no fuera captado por su mirada observadora y su pluma exigente. Paradójicamente, si es ésta la palabra idónea, en todo el libro prevalece un sentimiento de soledad, la soledad de un hombre cultivado que habla consigo mismo, que pasea en solitario. («La mejor forma de ver la ciudad es paseando por ella sin rumbo fijo», nos aconseja, lo que es perfectamente cierto.) Una vez superada la primera sensación de extrañamiento, la mente se relaja al descubrir Alejandría, la ciudad de ensueño, puntal y refuerzo del puerto mediterráneo, pequeño y más bien vulgar, que se muestra ante los ojos de los no iniciados. Incluso hoy en día desempeña, con cierta indiferencia, el papel de segunda capital de Egipto, único alivio para quienes residen en El Cairo, ese espejo ustorio transformado en ciudad y aprisionado entre desiertos. Alejandría se abre ante un mar soñador, y sus olas homéricas se forman y rompen impulsadas por las frescas brisas procedentes de Rodas y el Egeo. Desembarcar en ella es como dar un salto en el vacío porque enseguida percibes, no sólo la ciudad llena de resonancias griegas que se alza ante ti, sino también su telón de fondo de desiertos que se extienden hacia el corazón de África. Es un lugar para separaciones dramáticas, decisiones irrevocables, últimos pensamientos; todo el mundo se siente incitado hacia lo extremo, hacia el límite de su capacidad de resistencia. Las personas se convierten en monjes o monjas, en seres voluptuosos o solitarios, sin previo aviso. Aquí las personas que sencillamente desaparecen son tantas como las que mueren abiertamente. La ciudad no hace nada. No oyes nada salvo el ruido del mar y los ecos de una historia extraordinaria.

A Forster y sus congéneres solíamos considerarlos como estilistas de la «edad de plata». Era fácil seguir su linaje desde Swift. Era un linaje que significaba lucidez, transparencia y fineza. Tenía mordacidad pese a ser elegante sin esfuerzo. Uno piensa en Strachey, en Norman Douglas —especialmente en este último, que prestó a Capri el mismo servicio que Forster rindió a Alejandría al escribir esta guía—, ¡aunque aquélla comienza con un estudio geológico de la mismísima tierra! Sabe Dios qué resultados daría un estudio parecido en el caso de Alejandría, en una tierra tan repleta de preciosas reliquias históricas.

Yo llegué en 1941, veintitrés años después de escribir Forster este libro y ocho de morir Constantino Kavafis, el gran amigo poeta de Forster. Como por arte de magia, no alcancé a detectar ningún cambio. Durante dos años pude pasearme por las páginas de esta guía, utilizándola tan piadosamente como merece que se la utilice y tomando prestados muchos de sus destellos de sabiduría para engrosar con ellos las notas para el libro que yo mismo confiaba en escribir algún día. Por lo que pude ver, el único cambio verdadero era la silla vacía en el café favorito del poeta; sin embargo, el círculo de amistades permanecía intacto, hombres como Malanos y Petrides, que más adelante escribirían libros sobre su singular amigo. También ellos habían vislumbrado la ciudad fantasma que yacía debajo de la ciudad cotidiana. No obstante, para la mayoría de la gente, Alejandría era una ciudad de mala muerte sin otros atractivos que bonitas playas para bañarse y numerosos restaurantes franceses. «¡No hay nada que merezca verse!», repetían incesantemente; y también esto era cierto. La Columna de Pompeyo era una calamidad estética, el antiguo emplazamiento del Faro no podía visitarse y la tumba de Alejandro había desaparecido bajo un millar de conjeturas. Sin embargo, para muchos de nuestros marineros seguía siendo Eunostos, el «puerto del buen regreso», como lo había sido en tiempos de Homero.

El autor nos proporciona una crónica del proceso que culminó con la publicación de este libro, un proceso un tanto complejo; lo publicó un impresor que carecía de los canales de distribución habituales. Como consecuencia de ello, era difícil de obtener, e incluso la segunda edición, que apareció en 1938, no se encontraba en las librerías. Valiéndome de una serie de triquiñuelas, me las ingenié, a pesar de todo, para hacerme con un ejemplar. Durante años lo llevé conmigo y escribí en él numerosas anotaciones sobre el terreno. Era un compañero de valor incalculable, tan valioso como The Modern Egyptians, de Lane, lo fue en El Cairo. Al empaquetarlos para su envío a una universidad americana, observé en ellos leves manchas de sudor, señal inconfundible del ardor con que los leí y releí.

Pero, por supuesto, la Alejandría clásica nunca está en entredicho, salvo como eco histórico. ¿Cómo podría estarlo? Con la llegada de Amr y su caballería árabe, la famosa ciudad resplandeciente se sumió en el olvido; las dunas de arena la invadieron y acabaron cubriéndola. Entre Amr y Napoleón mediaban casi mil años de silencio y abandono. Había sido una especie de artefacto, surgido del capricho del Alejandro adolescente, que no se había quedado para presenciar cómo la construían, pero cuyo cuerpo había sido traído de nuevo a la ciudad para ser enterrado en su centro, transformándose así en su dios tutelar. El despacho que Amr envió al califa de Arabia alude, con hermosa concisión, a la conquista de la ciudad. «He tomado una ciudad de la que sólo puedo decir que contiene 4.000 palacios, 4.000 baños, 400 teatros, 1.200 verduleros y 40.000 judíos.» Cuando Forster desembarcó en 1915 no quedaba, para recibirle, ni rastro de esta compleja belleza, pero la pequeña ciudad que repartía sus favores entre griegos, franceses, italianos, británicos y otras naciones mercantiles soportaba muy bien la comparación con una pequeña localidad de veraneo francesa como Saint Tropez o con una levantina como Beirut. Había en ella buenas escuelas aparte del Gimnasio griego; había incluso una escuela privada británica que tenía mucho que ver con el excelente inglés que se hablaba en la ciudad.

Es desalentador seguir la historia hasta 1977, fecha de mi última visita a la ciudad, ya que gran parte de lo que quedaba ha desaparecido junto con la población extranjera dedicada al comercio. ¡Se consideraba normal que un commerçant alejandrino hablase cinco idiomas! Esta gente ha desaparecido y el puerto es ahora un simple cementerio sin ninguna señal de vida y movimiento que lo anime. El largo flirteo de Nasser con el comunismo había surtido el inevitable efecto embotador. La indumentaria azul, al estilo chino, de las universitarias resulta bastante atractiva al principio, pero pronto aburre. Distraído, desanimado, el moderno comerciante atiende hoy a sus quehaceres sin gran entusiasmo. Los cafés siguen ostentando sus nombres inmortales: Pastroudis, Baudrot; pero no hay clientes y, por ende, en ellos no brillan las luces ni suena la música. Ya no quedan carteles y anuncios extranjeros, todo está en árabe; en nuestros tiempos, los carteles de cine se imprimían en varios idiomas con subtítulos en árabe, por así decirlo. Hoy impera una uniformidad plúmbea. Es exasperante comprobar que ahora todos los medicamentos de las farmacias se conocen por sus nombres árabes. ¡Pruebe a obtener aspirinas o pastillas para la garganta y ya verá!

Durante una semana me alojé en la vieja y conocida habitación del Cecil, despojado ahora de todas sus galas, que resonaba como un granero vacío cuando el viento marítimo se colaba por debajo de las puertas y las ventanas; reflexioné sobre el exilio en general y sobre el mío propio en particular. Cuando llegué aquí no había motivos para suponer que la guerra terminaría algún día, que algún día yo abandonaría Egipto. Fue una suerte para mí ser un hombre que, por su origen y herencia, no tenía raíces, un hombre nacido en las colonias. Llama la atención que Forster, hombre de sólidas raíces inglesas, respondiera a su propio exilio de un modo tan positivo, echando raíces nuevas en este suelo desconocido. Nosotros hemos salido ganando.

El piso antiguo que Kavafis ocupara en otro tiempo es ahora una pequeña pensión como las que salen en muchas novelas sobre Oriente Medio, modesta y un tanto sórdida. Pero sus libros y sus muebles se han salvado y los conservan muy bien en un pequeño museo, creado especialmente a tal efecto, en el último piso del Consulado griego. Para visitarlo hay que tomar el pequeño tranvía traqueteante y ruidoso de antaño, con su festón de pasajeros colgantes que desaparecen cuando asoma algún revisor. Resulta maravilloso, la pequeña habitación de Kavafis reproducida en el espacioso edificio consular. Aquí puedes sentarte ante el escritorio sobre el cual su mano escribió aquellos famosos poemas: «Ítaca», «Esperando a los bárbaros», «El dios abandona a Antonio», o el mejor de todos, «La Ciudad», que constituye su verdadero monumento a la moderna Alejandría. Puedes curiosear entre sus libros; uno tiene la sensación de que no poseía muchos. Y todo ello lo haces sentado...



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