E-Book, Spanisch, 280 Seiten
Agnello Hornby Palermo es mi ciudad
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17109-35-6
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 280 Seiten
ISBN: 978-84-17109-35-6
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Nace en Palermo en 1945. Desde 1972 vive en Londres, ciudad donde trabaja como abogada. Fue presidenta, a tiempo parcial y durante casi una década, del Special Educational Needs and Disability Tribunal. Desde 2012 colabora con la Global Foundation for the Elimination of Domestic Violence. Como escritora cuenta con una extensa obra narrativa. Su primera novela, La Mennulara (2002), fue un éxito de ventas y la consagró como escritora. Posteriormente publicó La tía marquesa (2004), Boca sellada (2007), Entre la bruma (2009), La monja y el capitán (2010) y El veneno de las adelfas (2013). Ha publicado, además, La pecora di Pasqua (2012) e Il pranzo di Mosè en colaboración con su hermana Chiara Agnello. De la misma autora, Gatopardo Ediciones ha publicado Mi Londres (2015), Unas gotas de aceite (2016), Palermo es mi ciudad (2018) y Nadie puede volar (2019).
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1. El traslado a Mosè
El traslado a Mosè en junio de 1958 fue distinto de los demás. La alegría de ver de nuevo a mis primos palermitanos —Silvano, hijo de la tía Teresa, hermana mayor de mamá, y del tío Peppino Comitini, que siempre había vivido en Palermo; Maria, Gaspare y Gabriella, hijos del tío Giovanni Giudice, el hermano mayor de mamá, y la tía Mariola, que llevaban nueve años viviendo en Palermo— quedaba ensombrecida por un velo de melancolía: habíamos alquilado nuestro piso —la única casa de la que guardaba memoria— al Banco de Sicilia, que, en régimen de alquiler, llevaba ya unos años ocupando el del tío Giovanni, justo en la planta de abajo. A finales de agosto nosotros nos trasladaríamos también a Palermo, donde yo estudiaría en el instituto público Garibaldi.
Los preparativos se hacían como de costumbre. En nuestra habitación, Giuliana, la niñera húngara, ordenaba los lápices de colores con Chiara; Paolo, el chófer, supervisaba las tareas, mientras Filippo, el portero, y su cuñado, Deco —al que llamaban cuando hacía falta que alguien echara una mano—, transportaban las cajas con provisiones para la despensa y aquellas que contenían los productos de limpieza, además de maletas con fuertes herrajes y cestas llenas de toallas y sábanas para llevar a Mosè.
En el salón se llevaban a cabo otros preparativos. Mamá había pegado con cinta adhesiva, en muebles, lámparas, objetos, alfombras y demás, etiquetas en las que ponía palermo o mosè: los hombres de la empresa de mudanzas cargarían en el camión las cosas destinadas a Mosè. Todo lo que había que llevar a Palermo permanecería en depósito, en espera de saber la dirección de entrega: no teníamos aún la vivienda apropiada, cerca de la de mis tíos y con un alquiler asequible. Con la ayuda de Rosalia, la portera, y de Antonella, la doncella —que había sustituido a Filomena cuando ésta volvió con su familia y a Francesca, que se había casado con un panadero—, mamá comprobaba que todo se hacía correctamente y se aseguraba de que no se le hubiera olvidado nada. «¿Hacen falta estos ceniceros, signurì?», preguntaba Rosalia señalando, con un suspiro, el juego de ceniceros metálicos metidos uno dentro de otro, que estaban sobre la repisa de mármol gris de la chimenea. «Puedes quedártelos, Rosalì», respondía mamá, también ella con el corazón en un puño. Le resultaba muy doloroso alejarse de Rosalia, que la había visto nacer y la quería como a una hija. Antonella pasaba entre las butacas y los sofás ya amontonados y, en su intento de no tropezar con las esquinas, se agachaba y acariciaba lentamente la tapicería; luego se ponía en pie e, ilusionada, sacudía la cola de caballo rizada: ir a Palermo era aventurarse en el mundo moderno, y ella, que apenas tenía veinte años, estaba más que dispuesta a hacerlo.
Uno de los muebles que estaban destinados a ir a Palermo era la mesa de canasta —redonda, con el tablero forrado de paño verde y ceniceros empotrados a lo largo de los bordes— que mamá utilizaba para jugar con sus amigas: la señora Laura, siempre de buen humor y carente de malicia, un raro espécimen de mujer parlanchina pero en absoluto chismosa; la señora Titì, seria y estirada, que, hiciera frío o calor, siempre llevaba vestidos de cuello abotonado, como el de las camisas de hombre, pero de fantasía, con ribetes de colores, volantes y bordados (se murmuraba que era para ocultar una cicatriz: cuando ella se enteró del rumor, exhibió una sola vez, para poner freno a las malas lenguas, un escote blanco y perfecto; luego volvió a los cuellos cerrados, con los que se sentía más a gusto); y la señora Maria, ojos de halcón, pelo teñido y delgadísima, con una buena pechera que exhibía cautamente. Nunca más me sentaría junto a ellas, concentradas en el juego, para escuchar y observar. Pero no me entristecía dejar a las amigas de mamá, las vería todos los veranos cuando fueran de visita a Mosè.
Cuando, dos años antes, murió el abuelo Cocò, pensé que papá nos llevaría a Palermo, al piso de via Libertà donde él había vivido con su familia, y que lo compartiríamos con la abuela Benedetta y la tía Annina, su hija soltera; la hija menor, la tía Giuseppina, y su familia, que vivían con ellos desde el comienzo de la guerra, se trasladarían a otra casa. Pero papá prefería quedarse en Agrigento, la ciudad de mamá, y se mantuvo en sus trece. Poco después, sus hermanas y él se enzarzaron en una acalorada discusión; la abuela también intervino, y madre e hijo acabaron por dejar de hablarse.
Ahora que yo había terminado el primer ciclo de la enseñanza secundaria, iría al instituto en Palermo, adonde la familia se trasladaría para que Chiara y yo recibiéramos una buena educación. En Palermo estaban los mejores colegios y la universidad; y no sólo eso, también disfrutaríamos de todo lo que ofrecía la ciudad: teatros, conciertos, y la compañía de familiares y de la amplia red de nuestras amistades. Todos nuestros parientes, con contadísimas excepciones, tenían casa en Palermo. Las familias de la tía Teresa y del tío Giovanni vivían, además, en el mismo rellano. Para mí, ir a Palermo significaba estar cerca de mis adorados primos, y eso era todo lo que quería. Me sentía melancólica, no triste.
El piso donde vivíamos en Agrigento estaba en la tercera planta del edificio de los Giudice. Lo había remodelado el tío Giovanni después de casarse con la tía Mariola. Mis tíos vivieron allí hasta la muerte de la abuela Maria, cuando mi tío, como hijo mayor, tomó posesión de la planta noble. El tercer piso se lo cedió entonces a mamá. Desde allí había una vista impresionante del Valle de los Templos. Un arquitecto de renombre lo había reformado de arriba abajo por un precio astronómico, transformándolo en un ático supermoderno, con calefacción central, baños con azulejos de colores, paredes pintadas con una mezcla de pintura y piedrecitas esmaltadas que le daban una textura rugosa y reflejaban la luz, puertas lisas y un enorme salón orientado al sur y dividido en sala de estar y comedor por una enorme cortina que caía desde el techo. La luz inundaba todo el espacio a través de una serie de ventanas, era como si cielo, mar y tierra confluyeran en la casa. Sólo la cocina y las habitaciones de servicio permanecían intactas: un laberinto de cuartitos y pasillos conectados por escaleras de madera y pavimentados con restos de baldosas sobrantes de otros pisos. Pero finalmente el tío Giovanni y la tía Mariola no se sintieron a gusto en la planta noble, que era mucho más grande y tenía cinco salas dedicadas a museo, lo que les exigía atender a los visitantes. Mi tía era palermitana y deseaba volver a su ciudad, así que unos años más tarde decidieron trasladarse a Palermo con sus tres hijos y dejar Agrigento definitivamente.
En la casa de Agrigento dormía en una habitación para mí sola. La cornisa del edificio quedaba a la altura de mi ventana y era un «jardincito» privado: en las grietas de la pared habían crecido ramilletes de tréboles y bocas de dragón amarillas y rojas. En invierno, la cornisa se cubría de musgo, esencial para montar el belén la penúltima semana de Adviento. Bajo la mirada vigilante de Giuliana, Chiara y yo —con muchísimo cuidado y la ayuda de cuchillos rotos— arrancábamos la cantidad necesaria para reproducir la vegetación del suelo y poníamos encima trozos de estuco, que quedaban perfectos como rocas. No veía la calle, via Atenea; tapaban la vista las fachadas y los tejados de las casas encaramadas en la colina, una sobre otra. El cielo era una franja estrecha en lo alto. Me sentía observada por ojos invisibles que acechaban detrás de los cientos de ventanas, grandes, pequeñas, minúsculas, decoradas con hileras de ropa tendida. Jamás un rostro. No me entristecía dejar aquella vista —la fotografiaría en mi memoria y me la llevaría así, en mi álbum privado—, ni tampoco perder la del Valle de los Templos. En Palermo disfrutaría de la vista de Monte Pellegrino, mi montaña.
En el edificio Giudice se quedaría nuestra tía abuela, la tía Graziella —la más independiente de las cuatro hermanas del abuelo Gaspare, todas ellas insolentes y decididas—, y su marido, el tío Vincenzo. La tía Graziella prefería a los hijos y los nietos de las hermanas que no vivían en Agrigento, pero se «conformaba» con nuestra compañía. Era expeditiva y quería saber todo lo que hacíamos. Cuando tenía ganas, nos contaba historias interesantes, y en las ocasiones en que nos visitaba Silvano —quien, al ser hijo de primos hermanos, era también nieto de su hermana mayor, Giuseppina— nos enseñaba los juguetes de su niñez: muñecas, autómatas y juegos mecánicos extrañísimos. Mamá iba a verla con frecuencia y siempre le llevaba algo: una pequeña tarta, almendras garrapiñadas o galletas caseras. La tía Graziella aceptaba estos obsequios como si hacerlos fuera una obligación de la otra parte y nunca correspondía, ni siquiera en los cumpleaños. Ella y mamá hablaban por teléfono todos los días; la tía era muy locuaz y mamá a veces perdía la paciencia. Y si en aquel momento yo pasaba por el pasillo, donde estaba el teléfono, me indicaba por señas que la llamara. Yo me inventaba todo tipo infortunios: «¡Ay, ay, ay! ¡Qué daño!», «¡Se ha caído una lámpara al suelo y hay cristales por todas partes!». Me prohibieron utilizar mi pretexto preferido —«¡Chiara se ha tragado un lápiz!»— cuando Chiara se tragó uno de...