E-Book, Spanisch, Band 131, 76 Seiten
Reihe: Historia
Díaz Rodríguez / Araujo Obras
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-9007-430-5
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 131, 76 Seiten
Reihe: Historia
ISBN: 978-84-9007-430-5
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Manuel Díaz Rodríguez
Autoren/Hrsg.
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Las ovejas y las rosas del padre Serafín
¡Ya lo traen! ¡Ya lo traen!
—¿Por dónde?
—Por el cementerio. Dicen que lo alcanzaron en el cementerio.
La multitud, fatigada, nerviosa de tanto esperar se arremolinó y empezó a deshacerse. La mayor parte, sin darse cuenta de lo que hacían, caminaban de arriba a abajo por el camino real, pero sin salir de él, o daban vueltas, como buscando una moneda que se les hubiese extraviado, alrededor del mismo punto. Otros corrieron por las calles que del camino real suben a la plaza de la iglesia. Algunos fueron a reunirse a los que, en corro, y con la más loca agitación, discutían frente a la fachada de la iglesia, en un altozano. Entretanto los pulperos, a la voz de «ya lo traen» cerraban y atrancaban por dentro sus pulperías. Y después de cerrar, ninguno se quedaba dentro: salían a sumarse a la muchedumbre armados, el uno de revólver, el otro de un varal de araguaney, los más con el filoso cola de gallo. Don José, el más respetable por la edad, la hacienda y la virtud, se paseaba en mangas de camisa por el corredor de su establecimiento. Provisto de un corto y fuerte cuchillo de caza, decía:
—Es necesario hacer un ejemplar. Es necesario un castigo. No se debe dejar sin castigo una cosa tan fea. En este pueblo no había pasado nunca.
—¡Nunca! Es verdad ... Es necesario un castigo —coreaban los otros.
De repente, sobre el coro, se alzó rasgando la sutil seda del aire estival una voz airada y plañidera. A la puerta de una casita, hacia el fin de una de las calles que van a la plaza del pueblo, una vieja mulata canosa, con desgreñada cabeza de Medusa, vociferaba:
—¡Saturno! ¡Saturno! ¡La sangre de mi hijo! ¡Cobren la sangre de mi hijo! —¿Quién es?
—¡Hombre! ¿Quién va a ser? ¿Quién va a ser sino Higinia? ¡La pobre vieja! Algunas mujeres aparecieron a las puertas de sus casas, dándoselas de animosas. Otras optaban por quedarse detrás de los portones, viendo a través de las junturas, o se asomaban a los postigos de las ventanas con rostros lívidos de miedo. Unas cuantas, excitadas por los lamentos de Higinia, surgieron detrás de las bardas de un corralón que interrumpía rústicamente el marco de la plaza. Vomitaban denuestos y amenazaban con los puños.
—Pero, si lo cogieron, ¿por qué no lo traen? Uno de los que habían ido hasta el corro del altozano volvió, advirtiendo que era falsa la noticia.
—Dicen que lo cogieron allá, al pie del Ávila, en la Sabana de los Muertos, en donde enterraban a los muertos del cólera y de la fiebre amarilla, no en el camposanto. Y explicando así, tendía la mano al cerro, en dirección de un punto de la sabana yerma y ardida que hay al pie del Ávila, donde un solitario bambú derrama sobre los muertos la fresca sombra musical de sus cañas armoniosas.
—Pero ¿cómo saben que lo cogieron allá arriba?
—Por uno que se vino a la carrera, atravesando los cafetales, y llegó al pueblo hace poco.
—¡Pero, señor! ¿Qué ha hecho ese hombre para que lo persigan ansina? La gente, descorazonada con el anuncio de ser falsa la noticia, desahogó su mal humor contra el que hacía inocentemente la pregunta. Era un cambujo que, ignorante del suceso y no pudiendo discernido entre tantos y tan vagos rumores, acababa de meterse en el corazón mismo del gentío, a horcajadas en su asno. En cosa de un segundo, ni él ni su asno pudieron moverse, estrechamente rodeados por la turba como por una improvisa y viva fortaleza erizada de cólera.
—Mire, socio, no venga con esa ... preguntica —saltó otro zambo, con un tono entre de rabia y de zumba—. No se haga el inocente, que aquí no queremos quien tenga tratos con el diablo. ¿Usted, como que es también de la cuerda? ¡Ojo e grillo!
—¿Yo trato con el diablo? ¡Ave María Purísima! ¡Si yo no sé lo que ha pasao! ¡Si yo vengo ahorita, ahorita, de más allá del Guaire, de coger maíz en mi conuco!
—Lo hubiera dicho antes, ño Carrizo.
—¡Si es el compadre Nicasio! —dijo otro, y se preparó a referir el suceso—: Pues el hombre que los muchachos persiguen no es del pueblo, compadre. Nadie sabe de dónde vino. Unos dicen que de Caucagua, otros que de Higuerote, otros que del Tuy.
—Pa mí, que es un espía de los godos —declaró Miguelito, un negro alto y robusto como una torre de basalto que, meses atrás, en plena guerra, fue el terror de los más acaudalados terratenientes vecinos, a quienes de tiempo en tiempo desvalijaba, apellidándolos godos. Con su interrupción recordó que la guerra no estaba terminada todavía, aunque el jefe liberal hubiese entrado en Caracas en triunfo, porque todavía erraban por toda la república algunas buenas partidas de las tropas conservadoras dispersas—. De seguro que es un espía.
—Ni se sabe cómo se llama —continuó el narrador.
—Se llama Heriberto Guillén.
—A mí me dijeron que Julián Perdomo.
—¡Bueno! Pues no sabemos ni de dónde vino, ni cómo se llama. Llegó y se convidó a jugar con nosotros en el corredor de la pulpería: ahí mismito estábamos nosotros limpios como unas patenas, y él con todos los reales.
—Tendrá buena suerte, compae Pechón.
—¡Qué suerte ni suerte! La suerte se la echaba él a los dados, porque les hacía con las manos, ¿ya usté ve?, así, de cierto modo, y parece que les rezaba también oraciones de brujo, porque los dados paraban siempre contra nosotros. Ya usté verá, compadre, que el hombre es de verdá, verdá, un brujo. ¡Bueno! Pues ya el hombre se levantaba para irse, con la cobija en el brazo izquierdo y el machete en la otra mano, cuando Saturno, muy caliente y con razón, ¡caray!, le dijo: «Párese ahí socio. No se vaya sin que nos dé nuestros reales, ¿oyó?, los reales que nos ha robado con su brujería». Entonces el otro, un poquito amoscado, le contestó: «Yo no he robado a nadie: esos reales me los ha dado la suerte, y no más que a la suerte se los doy». «Pues yo seré la suerte, so negro, porque ahorita mismo vas a darme lo que malamente nos quitaste» —le gritó Saturno, saltándole encima. Pero el otro ya estaba en guardia con su machete, con el que se tapaba a sí mismo mientras lo dirigía al pecho de Saturno. Al mismo tiempo le decía a Saturno, como adulándole: «¡No se meta, catire, no se meta, catire, que yo no lo quiero cortar, y si se mete se corta!». Y como Saturno era tan arrojado, se metió, y como el otro fue tan sinvergüenza que no quitó el machete y lo dejó siempre de punta, punta fue, que Saturno cayó redondo y que ahí lo está llorando la pobre Higinia. Todos nosotros nos tiramos encima del hombre, y después de mucho trabajo le quitamos el machete. ¡Bueno! Pues ahora es cuando usté va a ver, compadre. Forcejeando con él, yo lo agarré por el pelo, tan duro, que tres chicharroncitos se me quedaron en las manos. Yo los tiré al suelo, y ¿sabe usté lo que entonces pasó, compadre? ¿A qué no adivina? Pues que los tres mechoncitos de pelo echaron a correr convertidos en ratones.
—¡Ave María Purísima!
—Como se lo digo: eso, todos los vieron.
—Es verdad, es verdad —asintió el coro.
—Ahora, dígame, compadre, si el hombre es o no es brujo. Y no puede ser sino por brujo que, cuando ya lo teníamos como asegurado, se nos despegó, disparándose a correr que ni una ardita. Detrás de él se fueron los muchachos. Y ahora dicen que lo traen, porque lo alcanzaron, ya para esconderse dentro del monte, en la Sabana de los Muertos.
Las cosas habían sucedido más o menos como a su compadre Pechón se las contaba Nicasio. La noticia del mal fin de la pendencia, ilustrada con la descripción del negro trashumante a quien se pintaba como asesino, caco y brujo, se difundió eléctricamente por el pueblo, suscitando en los corazones el deseo de vengarse de aquel extraño que era a la vez caco, brujo y asesino.
La casa rectoral fue la única no invadida por el clamoroso y unánime deseo de venganza. El padre Serafín trabajaba en su huerta. Labraba los terrones, mientras una vieja hermana suya, que era al mismo tiempo su ama de llaves, refunfuñando y a disgusto, le aderezaba una camisa. La de él —porque de tanto darlas jamás lograba tener sino una— se la había dejado la noche antes a un enfermo a quien administró los Óleos.
Cuando sonó la algaraza de los mozos corriendo detrás del forastero fugitivo, dejó por un momento el trabajo, y se informó de lo que era.
—Son los muchachos del pueblo que andan tras de novillos desgaritados —le dijo su hermana, afirmándole para no dejarle salir, lo que en la mente de ella no era sino una hipótesis. Por ser lo que pasaba a menudo, eso dijo ella, y él sin dificultad lo creyó de modo que impávido continuó con su azadita de jardinero escardando la huerta, que era al mismo tiempo huerta y jardín como su alma. El descansaba en la creencia candorosa de una armonía íntima de su alma con el alma del pueblo. Porque esta alma en que él ingenuamente sentía el reflejo de la suya, se la representaba de igual manera que se representaba al pueblo: como una flor de idilio.
Visto desde las faldas del Ávila, cuando el bucaral se engalanaba de verde, el pueblo era, con sus techos rojos y orlado de haciendas de café, un rubí en lo hondo de una copa de esmeralda. Ahora, porque el bucaral flameaba de flor, fingía más bien una taza de pórfido o una florida cesta de púrpura.
Entretanto, a lo lejos, el Ávila, sobre el paisaje de las haciendas y del pueblo agitado, surgía con la calvez de la cima y en la imponderable pureza de la luz, claro, fuerte y sereno,...