E-Book, Spanisch, Band 16, 52 Seiten
Zamudio / Freyre / Arguedas 7 mejores cuentos - Bolivia
1. Auflage 2020
ISBN: 978-3-96917-298-8
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 16, 52 Seiten
Reihe: 7 mejores cuentos - selección especial
ISBN: 978-3-96917-298-8
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
La colección 7 mejores cuentos - selección especial trae lo mejor de la literatura mundial, organizada en antologías temáticas. En este volumen te traemos grandes nombres de la vibrante literatura boliviana: El Diablo Químico por Adela Zamudio.Justicia índia por Ricardo Jaimes Freyre.Venganza aymara por Alcides Arguedas.La hija del cura por Julio Lucas Jaimes (Brocha Gorda).La sirena de la 'Jalancha' por Antonio Díaz Villamil.Don Quijote en la ciudad de La Paz por Juan Francisco Bedregal.El Desafío por José Santos Machicado.
Adela Zamudio Rivero (Cochabamba, 11 de octubre de 1854 - ibídem, 2 de junio de 1928) fue una destacada escritora, pionera del feminismo en Bolivia, que cultivó tanto la poesía como la narrativa.Ricardo Jaimes Freyre (Tacna, 12 de mayo de 1866 - Buenos Aires 8 de noviembre de 1933) fue un escritor, poeta, historiador y diplomático boliviano naturalizado argentino. Es considerado uno de los referentes del modernismo latinoamericano.Alcides Arguedas Díaz (La Paz, 15 de julio de 1879 - Chulumani, 6 de mayo de 1946), fue un escritor, político e historiador boliviano. Su obra literaria, que aborda temas relacionados con la identidad nacional, mestizaje y problemática indígena, tuvo una profunda influencia en el pensamiento social boliviano de la primera mitad del siglo XX.Julio Lucas Jaimes (Potosí, 18401 - Buenos Aires 1914) fue un escritor, tradicionista, periodista y diplomático boliviano, también conocido bajo el pseudónimo de Brocha Gorda.1Antonio Díaz Villamil (La Paz, Bolivia; 13 de junio de 1897 - La Paz, Bolivia; 1948) fue un escritor, novelista, dramaturgo e historiador boliviano.Juan Francisco Bedregal (La Paz, 1883 - Cochabamba, 1944) Escritor y jurista boliviano. Fue profesor de la Facultad de Derecho y rector de la Universidad Mayor de San Andrés en La Paz.José Santos Machicado (La Paz, 1844 - La Paz, 1920) fue un escritor, cuentista, poeta, abogado y jurista boliviano.
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Por Ricardo Jaimes Freyre Los dos viajeros bebían el último trago de vino, de pie al lado de la hoguera. La brisa fría de la mañana hacía temblar ligeramente las alas de sus anchos sombreros de fieltro. El fuego palidecía ya bajo la luz indecisa y blanquecina de la aurora; se esclarecían vagamente los extremos del ancho patio, y se trazaban sobre las sombras del fondo las pesadas columnas de barro que sostenían el techo de paja y cañas. Atados a una argolla de hierro fija en una de las columnas, dos caballos completamente enjaezados esperaban, con la cabeza baja, masticando con dificultad largas briznas de hierba. Al lado del muro, un indio joven, en cuclillas, con una bolsa llena de maíz en una mano, hacía saltar hasta su boca los granos amarillentos. Cuando los viajeros se disponían a partir, otros dos indios se presentaron en el enorme portón rústico. Levantaron una de las gruesas vigas que, incrustadas en los muros, cerraban el paso y penetraron en el vasto patio. Su aspecto era humilde y miserable, y más miserable y humilde lo tornaban las chaquetas desgarradas, las burdas camisas abiertas sobre el pecho, las cintas de cuero, llenas de nudos, de las sandalias. Se aproximaron lentamente a los viajeros que saltaban ya sobre sus caballos, mientras el guía indio ajustaba a su cintura la bolsa de maíz, y anudaba fuertemente en torno de sus piernas los lazos de sus sandalias. Los viajeros eran jóvenes aún; alto el uno, muy blanco, de mirada fría y dura; el otro, pequeño, moreno, de aspecto alegre. —Señor... —murmuró uno de los indios. El viajero blanco se volvió a él. —Hola, ¿qué hay, Tomás? —Señor... déjame mi caballo... —¡Otra vez, imbécil! ¿Quieres que viaje a pie? Te he dado en cambio el mío, ya es bastante. —Pero tu caballo está muerto. —Sin duda está muerto; pero es porque le he hecho correr quince horas seguidas. ¡Ha sido un gran caballo! El tuyo no vale nada. ¿Crees tú que soportará muchas horas? —Yo vendí mis llamas para comprar ese caballo para la fiesta de San Juan... Además, señor, tú has quemado mi choza. —Cierto, porque viniste a incomodarme con tus lloriqueos. Yo te arrojé un tizón a la cabeza para que te marcharas, y tú desviaste la cara y el tizón fue a caer en un montón de paja. No tengo la culpa. Debiste recibir con respeto mi tizón. ¿Y tú, qué quieres, Pedro? —preguntó, dirigiéndose al otro indio. —Vengo a suplicarte, señor, que no me quites mis tierras. Son mías. Yo las he sembrado. —Este es asunto tuyo, Córdova —dijo el caballero, dirigiéndose a su acompañante. —No, por cierto, este no es asunto mío. Yo he hecho lo que me encomendaron. Tú, Pedro Quispe, no eres dueño de esas tierras. ¿Dónde están tus títulos? Es decir, ¿dónde están tus papeles? —Yo no tengo papeles, señor. Mi padre tampoco tenía papeles, y el padre de mi padre no los conocía. Y nadie ha querido quitarnos las tierras. Tú quieres darlas a otro. Yo no te he hecho ningún mal. —¿Tienes guardada en alguna parte una bolsa llena de monedas? Dame la bolsa y te dejo las tierras. Pedro dirigió a Córdova una mirada de angustia. —Yo no tengo monedas, ni podría juntar tanto dinero, —Entonces, no hay nada más que hablar. Déjame en paz. —Págame, pues, lo que me debes. —¡Pero no vamos a concluir nunca! ¿Me crees bastante idiota para pagarte una oveja y algunas gallinas que me has dado? ¿Imaginaste que íbamos a morir de hambre? El viajero blanco, que empezaba a impacientarse, exclamó: —Si seguimos escuchando a estos dos imbéciles, nos quedamos aquí eternamente... La cima de la montaña, en el flanco de la cual se apoyaba el amplio y rústico albergue, comenzaba a brillar herida por los primeros rayos del sol. La estrecha aridez se iluminaba lentamente y la desolada aridez del paisaje, limitado de cerca por las sierras negruzcas, se destacaba bajo el azul del cielo, cortado a trechos por las nubes plomizas que huían. Córdova hizo una señal al guía, que se dirigió hacia el portón. Detrás de él salieron los dos caballeros. Pedro Quispe se precipitó hacia ellos y asió las riendas de uno de los caballos. Un latigazo en el rostro lo hizo retroceder. Entonces, los dos indios salieron del patio, corriendo velozmente hacia una colina próxima, treparon por ella con la rapidez y seguridad de las vicuñas, y al llegar a la cumbre tendieron la vista en torno suyo. Pedro Quispe aproximó a sus labios el cuerno que llevaba colgado a su espalda y arrancó de él un son grave y prolongado. Detúvose un momento y prosiguió después con notas estridentes y rápidas. Los viajeros comenzaban a subir por el flanco de la montaña; el guía, con paso seguro y firme, marchaba indiferente, devorando sus granos de maíz. Cuando resonó la voz de la bocina, el indio se detuvo, miró azorado a los dos caballeros y emprendió rapidísima carrera por una vereda abierta en los cerros. Breves instantes después, desaparecía a lo lejos. Córdova, dirigiéndose a su compañero, exclamó: —Álvarez, esos bribones nos quitan nuestro guía. Álvarez detuvo su caballo y miró con inquietud en todas direcciones. —El guía... ¿Y para qué lo necesitamos? Temo algo peor. La bocina seguía resonando, y en lo alto del cerro la figura de Pedro Quispe se dibujaba en el fondo azul, sobre la rojiza desnudez de las cimas. Diríase que por las cuchillas y por las encrucijadas pasaba un conjuro; detrás de los grandes hacinamientos de pasto, entre los pajonales bravíos y las agrias malezas, bajo los anchos toldos de lona de los campamentos, en las puertas de las chozas y en la cumbre de los montes lejanos, veíanse surgir y desaparecer rápidamente figuras humanas. Deteníanse un instante, dirigían sus miradas hacia la colina en la cual Pedro Quispe arrancaba incesantes sones a su bocina, y se arrastraban después por los cerros, trepando cautelosamente. Álvarez y Córdova seguían ascendiendo por la montaña; sus caballos jadeaban entre las asperezas rocallosas, por el estrechísimo sendero, y los dos caballeros, hondamente preocupados, se dejaban llevar en silencio. De pronto, una piedra enorme, desprendida de la cima de las sierras, pasó cerca de ellos, con un largo rugido; después otra... otra... Álvarez lanzó su caballo a escape, obligándolo a flanquear la montaña. Córdova lo imitó inmediatamente; pero los peñascos los persiguieron. Parecía que se desmoronaba la cordillera. Los caballos, lanzados como una tempestad, saltaban sobre las rocas, apoyaban milagrosamente sus cascos en los picos salientes y vacilaban en el espacio, a enorme altura. En breve las montañas se coronaron de indios. Los caballeros se precipitaron entonces hacia la angosta garganta que serpenteaba a sus pies, por la cual corría dulcemente un hilo de agua, delgado y cristalino. Se poblaron las hondonadas de extrañas armonías; el son bronco y desapacible de los cuernos brotaba de todas partes, y en el extremo del desfiladero, sobre la claridad radiante que abría dos montañas, se irguió de pronto un grupo de hombres. En este momento, una piedra enorme chocó contra el caballo de Álvarez; se le vio vacilar un instante y caer luego y rodar por la falda de la montaña. Córdova saltó a tierra y empezó a arrastrarse hacia el punto en que se veía el grupo polvoroso del caballo y del caballero. Los indios comenzaron a bajar de las cimas: de las grietas y de los recodos salían uno a uno, avanzando cuidadosamente, deteniéndose a cada instante con la mirada observadora en el fondo de la quebrada. Cuando llegaron a la orilla del arroyo, divisaron a los dos viajeros. Álvarez, tendido en tierra, estaba inerte. A su lado, su compañero, de pie, con los brazos cruzados, en la desesperación de la impotencia, seguía fijamente el descenso lento y temeroso de los indios. En una pequeña planicie ondulada, formada por las depresiones de las sierras que la limitan en sus cuatro extremos con cuatro anchas crestas, esperaban reunidos los viejos y las mujeres el resultado de la caza del hombre. Las indias, con sus cortas faldas redondas, de telas groseras, sus mantos sobre el pecho, sus monteras resplandecientes, sus trenzas ásperas que caían sobre las espaldas, sus pies desnudos, se agrupaban en un extremo silenciosas, y se veía entre sus dedos la danza vertiginosa del huso y el devanador. Cuando llegaron los perseguidores, traían atados sobre los caballos a los viajeros. Avanzaron hasta el centro de la explanada, y allí los arrojaron en tierra, como dos fardos. Las mujeres se aproximaron entonces y los miraron con curiosidad, sin dejar de hilar, hablando en voz baja. Los indios deliberaron un momento. Después un grupo se precipitó hacia el pie de la montaña. Regresó conduciendo dos grandes cántaros y dos grandes vigas. Y mientras unos excavaban la tierra para fijar las vigas, los otros llenaban con el licor de los cántaros pequeños jarros de barro. Y bebieron hasta que empezó el sol a caer sobre el horizonte, y no se oía sino el rumor de las conversaciones apagadas de las mujeres y el ruido del líquido que caía dentro de los jarros al levantarse los cántaros. Pedro y Tomás se apoderaron de los cuerpos de los caballeros y los ataron a los postes. Álvarez, que tenía roto el espinazo, lanzó un largo gemido. Los dos indios los desnudaron, arrojando lejos de sí, una por una, todas sus prendas. Y las mujeres contemplaban admiradas los cuerpos...