E-Book, Spanisch, Band 12, 400 Seiten
Reihe: 3 Libros para Conocer
Zamudio / Arguedas / Aguirre 3 Libros para Conocer Literatura Boliviana
1. Auflage 2021
ISBN: 978-3-98551-983-5
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 12, 400 Seiten
Reihe: 3 Libros para Conocer
ISBN: 978-3-98551-983-5
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Boliviana.
- Raza de bronce de Alcides Arguedas.
- Juan de la Rosa; Memorias del último soldado de la Independencia de Nataniel Aguirre.
- 7 Mejores Cuentos de Adela Zamudio.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
Alcides Arguedas Díaz (La Paz, 15 de julio de 1879-Chulumani, 6 de mayo de 1946) fue un escritor, político e historiador boliviano.
Nataniel Aguirre González (Cochabamba, Bolivia; 10 de octubre de 1843 - Montevideo, Uruguay; 11 de septiembre de 1888), fue un destacado abogado, diplomático, político, escritor e historiador boliviano.
Adela Zamudio Rivero (Cochabamba, 11 de octubre de 1854 - ibídem, 2 de junio de 1928) fue una destacada escritora, pionera del feminismo en Bolivia, que cultivó tanto la poesía como la narrativa.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
Memorias del último soldado de la Independencia Nataniel Aguirre Por todo prólogo
Caracato, 14 de noviembre de 1884. Señor don N... N... Cochabamba Muy señor mío y mi dueño: No tengo el honor de conocer a ud., ni creo que ud. sepa que yo existo en este mundo. Pero me han dicho que ud. es corresponsal de la “Sociedad 14 de Septiembre”, y esto me basta para suplicarle que se digne poner en manos del actual presidente de dicha sociedad los adjuntos manuscritos. Le diré, también, lo que me ha animado por fin a dar este paso. Celebrando hace un momento, en mi mesa rodeada por varios amigos, el triunfo de Aroma, del que siempre me acuerdo en cada aniversario, un añejo vino de mis cepas se me subió a la cabeza, y quise abrazar a Merceditas, mi adorada mitad. Ella se encolerizó, y me dijo: —¡Espantoso vestiglo! ¡Última carroña de los tiempos de la Independencia! —No tanto -le respondí-, habrá otros como yo. —¡No, señor! -gritó más enojada; nadie es tan malo como tú para vivir tanto tiempo. —¿Y tú, alma mía?. —¡Cállate, cochero borracho! Yo hablo de los hombres, no soy tan impolítica como tú para echar en cara su edad a las señoras. Tú mismo me has contado que según leíste en El Heraldo, tu compañero don Nicolás Monje murió hace ya dos años en Cochabamba. Esto me puso serio; me hizo reflexionar, y me vine aquí, a mi cuarto, para escribir esta carta. —Con el título que me ha dado mi mujer -me he dicho-, puedo ya pedir a la juventud de mi querido país que recoja alguna enseñanza provechosa de la historia de mi propia vida. Creo, además, que ha de haber en ella detalles interesantes, un reflejo de antiguas costumbres, otras cosillas, en fin, de que no se ocupan los graves historiadores. Y... Dios guarde a ud. muchos años, como a -Su atento servidor- q.b.s.m. J. de la R. Parte primera
Cochabamba I
Primeros recuerdos de mi infancia Rosita, la Linda Encajera, cuya memoria conservan todavía[1]algunos ancianos de la villa de Oropesa, que admiraron su peregrina hermosura, la bondad de su carácter y las primorosas labores de sus manos, fue el ángel tutelar de mi dichosa infancia. Su cariño, su ternura y solicitud maternales eran sin límites para conmigo, y yo le daba siempre con gozo y verdadero orgullo el dulce nombre de madre. Pero ella me llamó solamente “el niño”, menos dos o tres veces en las que la palabra “hijo” se le escapó, como un grito irresistible de la naturaleza, que parecía desgarrar de un modo muy cruel sus entrañas. Vivíamos solos en un cuarto o tienda del confín del Barrio de los Ricos, hoy de Sucre, sin más puertas que la que daba a la calle y otra pequeña, de una sola mano, en el rincón de la izquierda de la entrada. Una tarima, que era nuestro estrado y servía de noche para hacer la cama; una larga mesa sobre la que Rosita planchaba ropa fina de lino, albas y paños de altar; una grande arca ennegrecida por el tiempo; dos silletas de brazos con asiento y espaldar de cuero labrado; un banquito muy bajo y un brasero de hierro, componían lo principal del mueblaje de la habitación. Las paredes, pintadas de tierra amarilla, estaban decoradas de estampas groseramente iluminadas, entre las que resaltaba una pintura original, obra de no muy torpe como atrevida mano, que representaba la muerte de Atahualpa. En la pared fronteriza a la puerta, como en sitio de preferencia, había además un cuadro al óleo, de la Divina Pastora, sentada con manto azul entre dos cándidas ovejas, con el niño Jesús en las rodillas. La puertecita de la izquierda conducía a un pequeño patio enteramente cerrado por elevadas tapias, y en el que un sotechado servía de despensa y de cocina. Rosita -no creo que me engañen mis recuerdos, ni que mi ternura le preste ahora en mi imaginación encantos que no tenía-, era una joven criolla tan bella como una perfecta andaluza, con larga, abundante y rizada cabellera; ojos rasgados, brillantes como luceros; facciones muy regulares, menos la nariz un tanto arremangada; boca de flor de granado; dientes blanquísimos, menudos, apretados, como solo pueden tenerlos las mujeres indias de cuya sangre debían correr algunas gotas en sus venas; manos y pies de hada; talle airoso y gentil que, sin el recato que observaba en todos sus movimientos y la hacía presentarse un poco encogida, le hubiera envidiado la mujer más presumida, esbelta y salerosa de la Península. Su voz, que tomaba fácilmente todas las inflexiones de la pasión, era de ordinario dulce y armoniosa como un arrullo. Había recibido, en fin, la educación más esmerada que podía alcanzarse en aquel tiempo. Vestía uniformemente basquiña de merino azul hasta cerca del tobillo; jubón blanco de tela sencilla de algodón, muy bordado, con anchas mangas que dejaban ver los brazos hasta el codo; mantilla de color más oscuro, con franjas de pana negra, prendida con grueso alfiler de plata. Sus hermosos cabellos, recogidos en dos trenzas, volvían a unirse a media espalda, anudados por una cinta de lana de vicuña con borlitas de colores. Por todo adorno llevaba grandes aretes de oro en sus delicadas y diminutas orejas y un anillo de marfil encasquillado, en el dedo meñique de la mano izquierda. Sus pies calzados de medias listadas del mismo color predilecto del vestido, se ocultaban en zapatitos de cuero embarnizado, con tacones encarnados. Me parece que la veo y la oigo, ahora mismo con embeleso, como acostumbraba al despertarme de mi tranquilo sueño. Limpia, aseada, después de haberlo ordenado todo en nuestra habitación, está sentada a la puerta, en su banquito, con la almohadilla de encajes por delante; pero sus ágiles dedos se entorpecen poco a poco hasta abandonar lánguidamente los palillos y se cruzan sobre una de sus rodillas; sus bellos ojos buscan no sé qué en la parte de cielo que se descubre más allá de los techos de un feo caserón del otro lado de la calle; canta a media voz para no interrumpir mi sueño, en la lengua más tierna y expresiva del mundo, el yaraví de la despedida del Inca Manco, tristísimo lamento dirigido al padre sol, de lo alto de las montañas del último refugio, demandando la muerte para no ver la eterna esclavitud de su raza; gotas del llanto que fluye sin sentirlo ruedan una tras otra por sus pálidas mejillas... Pocas personas se acercaban a nuestra humilde morada, y eran muy contadas las que en ella penetraban. Criados de familias acomodadas y mandaderos de los conventos daban desde la puerta algún recado, dejaban allí mismo las labores que traían, o recibían las que habían sido ya hechas. Algunas veces un caballero anciano de aspecto venerable, envuelto en ancha capa de paño de San Fernando, con el sombrero calado hasta los ojos y apoyado en un bastón de grueso puño y largo regatón de oro, llegaba a la hora del crepúsculo, y llamando a Rosita con bondadoso acento, le entregaba un bolsillo o un paquetito, que ella recibía besándole la mano, aun cuando él tratase de impedirlo, despidiéndose al momento. Solo una tarde calurosa del mes de octubre, en que parecía muy cansado de largo ejercicio, se dignó aceptar una silla, que nos apresuramos a colocar al fresco en la acera, extendiendo a sus pies una manta de lana. Estuvo hablando mucho tiempo con Rosita de la miseria que había sufrido el país hacía dos años, en el de 1804, y la oyó hablar después en voz baja sin interrumpirla más que con algunas preguntas. Cuando ella concluyó me puso entre sus rodillas; me dejó admirar su bastón a mi gusto, mientras él acariciaba mis cabellos, y murmuró dos o tres veces: —Es una infamia. ¡Pobre Juanito! La noche había cerrado muy oscura encapotándose el cielo de nubes, cuando pensó en retirarse, y Rosita se empeñó y obtuvo de él que le acompañásemos hasta su casa. —Su merced se apoyará en mi hombro, y el niño irá alumbrando por delante -le dijo, mandándome en seguida que encendiera un farolillo de papel. Tomamos así una desierta calle que cruzaba más arriba la nuestra, y caminamos gran trecho a la izquierda, entre cercas y tapiales de huertas y sembrados, hasta llegar a una puerta muy espaciosa, abierta en un largo paredón, tras de una acequia, en cuyo puente esperaba un criado negro de gigantesca estatura. Detúvose allí el caballero, y dándome una palmadita en la mejilla, dijo a mi madre: —Hazle un buen mameluco y cómprale un muñeco para la fiesta de Todos los Santos; pero a condición de que aprenda la cartilla. —Señor -contestó ella-, el mameluco se hará y también el muñeco, que nadie ha de hacerlo mejor que yo. En cuanto a recomendarle la cartilla, vuestra merced ignora todavía que el niño sabe ya leer casi de corrido, en un libro muy gracioso que le ha regalado su buen maestro Fray Justo del Santísimo Sacramento. —¡Oiga! -repuso el noble anciano-, ¿con que este perillán promete ser un hombre de provecho? Bien, hija mía; id con Dios, y no olvidéis que esta puerta nunca estará cerrada para vosotros. Y dichas estas palabras se entró por la puerta bendita precedido por el criado que, entre tanto, había corrido a proveerse de una luz. —¿Quién es?, ¿por qué nos quiere así, y no huyes tú de él, madre, como de otros caballeros? -pregunté entonces a Rosita que, tomándome de la mano, procuraba ya volverse a pasos precipitados. —Es -me contestó-,...