E-Book, Spanisch, Band 373, 600 Seiten
Reihe: Narrativa del Acantilado
Yájina Tren a Samarcanda
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-19958-39-6
Verlag: Acantilado
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 373, 600 Seiten
Reihe: Narrativa del Acantilado
ISBN: 978-84-19958-39-6
Verlag: Acantilado
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Guzel Yájina (Kazán, 1977) estudió Filología Inglesa y Alemana en la Universidad de Kazán, tras lo cual se formó como guionista en Moscú. Su primera novela, «Zuleijá abre los ojos» (Acantilado, 2019), ha sido traducida a más de veinte idiomas y ha recibido numerosos galardones, entre ellos el prestigioso Premio Gran Libro 2015 en Rusia. En Acantilado también ha aparecido la novela «Tren a Samarcanda» (2024).
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JUNTOS LOS DOS
SVIYAZHSK – URMARI
Déyev era un hombre sencillo al que le gustaban las cosas sencillas. Le gustaba cuando se decía la verdad. Le gustaba que saliera el sol. Le gustaba cuando un niño sonreía con una sonrisa satisfecha y despreocupada. Cuando cantaban las mujeres y cuando lo hacían los hombres. Le gustaban los ancianos y los niños: le gustaba la gente. Le gustaba sentirse parte de algo más grande que él mismo, fuera el Ejército, el país e, incluso, la humanidad. Le gustaba posar la palma de la mano sobre el costado de la locomotora y escuchar con la piel el funcionamiento del corazón mecánico.
En cambio, no le gustaban la sangre y las heridas. No le gustaba cuando mataban. Lo mismo si morían los suyos que los otros, le daba igual. No le gustaba pasar hambre y ver cómo pasaban hambre los demás. No le gustaba la palabra «sucedáneo», que se utilizaba para nombrar las sustancias que sustituían a los alimentos de verdad. No le gustaba la gente hinchada por el hambre o la que yacía enferma. No le gustaban los enterradores de reses ni los cementerios.
En otras palabras, a Déyev le gustaba la vida y no le gustaba la muerte.
Y, sin embargo, todos los años que le había tocado vivir los había pasado revolcándose en la muerte, como una mosca en un tazón de leche, incapaz de escapar de ella. Y lo mismo les había sucedido a todos sus camaradas y al joven país de los sóviets. De niño, hijo adoptivo del depósito de locomotoras, consiguió sobrevivir a duras penas, pernoctando en el almacén de traviesas y despegando con esfuerzo cada mañana los cabellos helados que se habían adherido a la madera. En la adolescencia fue ayudante en el taller de reparaciones, donde le tocaba pelear duro por cada plato de sopa y cogía fuerzas cuando había suerte o se desmayaba de hambre cuando le iba mal. En su primera juventud, como soldado del Ejército Rojo, a Déyev le tocó matar y mató mucho. Más tarde, lo enviaron al batallón de requisa de alimentos, donde mató más.
En los últimos tiempos, en las inmensas llanuras de la patria había tanta muerte que parecía que fuera ella, y no el poder soviético, quien mandara en el país. La muerte se mostraba con disímiles rostros: epidemias, hambre, inviernos feroces, pobreza feroz, feroces bandas de salteadores. Feroz se mostró el Ejército Blanco, empujado al patio trasero de la joven república, hasta que fue aniquilado. Feroz fue también el Ejército Rojo. Feroces fueron los campesinos rebeldes que se resistían a entregar sus cosechas al Estado. Con ferocidad actuaron los batallones de requisa de alimentos que batían las aldeas llevándose «sangre en lugar de granos». También las enfermedades causaron estragos: el tifus se zampó a tres millones de personas; la gripe española se llevó a otros tres. El hambre no hizo menos estragos: treinta y cinco provincias en las que vivían noventa millones de personas llevaban años clamando sin cesar: «¡Pan! ¡Pan!». Y por mucho que los periódicos declararan por boca de ganso que el hambre había sido derrotada, en la región del Volga sabían bien que todavía no lo había sido. Y lo sabían en Ucrania, y en los Urales, y en Crimea.
Déyev no alcanzaba a entender la razón de todo aquello. ¿Cómo era que de muerte y dolor había siempre de sobra y de vida tan poco?
Para aclararse, imaginaba una inmensa balanza, como esas que hay en los puertos para pesar las cargas, e iba acomodando sus recuerdos en los platillos gigantes. En uno de ellos colocaba todo lo que resultaba triste y doloroso. En el otro, depositaba lo alegre y luminoso.
El primero de los platillos se llenaba enseguida. En él se veía a sí mismo, joven y asustado, cargando los cuerpos sin vida de sus camaradas de armas y amontonándolos. Después, les quita a cada uno la munición que llevan, las botas e incluso la ropa interior: ¡ya se sabe que, en el Ejército, la ropa y el calzado valen su peso en oro! Seguidamente, cava una tumba y arroja a ella los cuerpos desnudos de sus camaradas, mientras sufre al pensar que la tierra está fría y se helarán, los pobres. Entretanto, los rayos del sol matinal colorean de amarillo y rosa los cuerpos agarrotados, como si les quisieran insuflar una nueva vida… También a ese platillo fue a parar el recuerdo del pan rociado de queroseno ardiendo en el punto de recogida: kilos y kilos de granos que antes fueron dorados se carbonizan pasto de las llamas y una columna de humo negrísimo se alza al cielo… Más a ese lado de la balanza: lanchas militares planchan el cauce del Volga aplastando a los soldados que tratan de alcanzar las orillas a nado: los sesos y la sangre se mezclan con las olas y el agua resplandece y la resaca se tiñe de rojo…
También el segundo platillo de la balanza se iba llenando, pero lo hacía más despacio y con menos abundancia. Sonrisas, palabras dulces, la belleza de un atardecer en la ribera del río: ¿acaso podía equipararse lo que eso pesaba con el trigo ardiendo o el rugido de las lanchas que abrían en dos las carnes de los hombres? El platillo del bien y el júbilo siempre resultaba ser mucho más ligero.
Al carajo con él júbilo. A fin de cuentas, no es para la alegría y los placeres que ha sido creada la gente. Aunque tampoco para la muerte, la verdad sea dicha. La gente ha sido creada para vivir. Se nace para sudar el jornal, hacer crujir las manzanas entre los dientes, caminar descalzo sobre la hierba, pelearse, hacer las paces, amar a alguien, ayudar a los demás, construir, arreglar cosas… Para cosas así nace la gente. Y no para reposar desnudos en una fosa común con un agujero en el cráneo. Ni para que la quilla de una lancha te parta el cuerpo en mil pedazos. Los hombres nacen para existir.
Déyev no sabía de dónde había sacado esa certeza firme. Pero era lo más importante que poseía. Y por mucho que fuera incapaz de comprender muchas otras cosas, por muchos miedos que lo habitaran y por muy débil que fuera su carácter, por mucho que la balanza imaginaria anduviera como le diera la gana y jamás alcanzara el equilibrio, esa fe no había quien se la arrancara. Y esa misma fe era su salvación.
Ésa era la razón de la pasión que sentía por el trabajo que le habían encomendado. Sobre el papel, no era más que un empleado del departamento de transporte encargado de expedir convoyes y cargas, pero en realidad Déyev peleaba contra el hambre. Y ésta era la primera vez que peleaba sin que ello le requiriera matar a nadie. No era grano lo que llevaba a las provincias hambrientas. Tampoco les llevaba grasas o ganado. Lo que transportaba era vida. No acompañaba expediciones sanitarias a los confines del país: llevaba vida. Sentado en el compartimento del coche principal del convoy sanitario, Déyev no estaba llevando a quinientos pasajeros de un punto de la ruta a otro: estaba llevando a aquellos niños de una muerte probable hacia un lugar donde, probablemente, los esperara la vida.
Déyev no había dicho a nadie que en el convoy sólo había provisiones para tres días de viaje. Para cuatro, si se servían raciones escasas. Acaso para cinco, si el rancho se reducía a una cantidad de miseria.
¡Y a ver a quién confiaba semejante información! Si Bélaya se enterara, apearía allí mismo en el andén de la estación de Kazán a todos los niños lisiados o postrados. ¡Y sin pestañear, vamos! El enfermero… ¡Ése se habría bajado él mismo del convoy! No, Déyev no tenía camaradas que lo acompañaran en aquel viaje, sino adversarios. Era como si, en lugar de estar unidos en una misma causa, combatieran entre sí.
De modo que abandonar Kazán fue para él como arrojarse de cabeza a un abismo. Lo hizo cargando con quinientos niños: cuatrocientos chicos y cien niñas. De ellos, una veintena eran todavía muy pequeños y otros tantos yacían enfermos. Otras dos docenas de aquellos niños eran criaturas lisiadas o estaban hinchados por la inanición. Y encima estaba aquella criatura recién nacida (Déyev no había desenvuelto la tela carmesí, de modo que aún no sabía si se trataba de un niño o una niña). Una de dos: o espabilaba y daba de comer a todas aquellas criaturas, o fracasaba en el intento. O conseguía aterrizar en el fondo del abismo sano y salvo y con toda aquella carga igualmente sana y salva, o se estrellaba sin remedio.
La carga encomendada la debía conducir primero al oeste. Cruzar los bosques de la región del Volga hasta Arzamas. Desde allí tomaría al sureste, hasta el mar de Aral. Después volvería a girar al sur para llegar a Tashkent atravesando los desiertos de Kyzyl Kum y la estepa hambrienta. Más tarde volvería a rodar hacia el oeste, bordeando las cordilleras de Chimgan y Zeravshán, hasta llegar a Samarcanda.
Dos semanas de viaje. Cuatro mil cuatrocientas verstas.
Déyev contaba con todo lo que necesitaba. Tenía un convoy y un vagón tolva cargado de carbón. Hasta un vagón transformado en enfermería tenía. Y también la orden de transporte con todos sus sellos. Y un revólver en el bolsillo. Víveres era lo único que le faltaba.
Si Déyev no era capaz de conseguir víveres, los niños se le morirían. El hambre se soporta un par de días, pero ningún niño sano podía estar dos semanas sin llevarse comida a la boca. Los enfermos y los yacentes, menos aún. ¿Y qué pasaría si la locomotora se averiaba o surgía algún otro imprevisto? Entonces las dos semanas se podrían convertir en tres fácilmente…
Y, al final, estaba claro que era a él, Déyev, a quien se consideraría...




