E-Book, Spanisch, Band 199, 360 Seiten
Reihe: Impedimenta
Worrall La poeta y el asesino
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17553-25-8
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 199, 360 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17553-25-8
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Cuando un poema desconocido de Emily Dickinson apareció en una subasta de Sotheby's en 1997, un escalofrío recorrió el mundo del coleccionismo literario. Cuatro meses después, sin embargo, el poema fue devuelto por tratarse de una falsificación. La poeta: Emily Dickinson. Una mujer solitaria, que garabateaba versos en todo lo que tuviese a mano, para revisarlos, cada noche, frente a su escritorio. No vio ninguno publicado en vida, pero escribió más de mil setecientos mientras ayudaba a caminar a su madre por el jardín y cocía pasteles de jengibre. El asesino: Mark Hofmann. Un manipulador nato, un maestro de la psicología humana. Comerciante de documentos raros, creó una serie de sensacionales falsificaciones con las que pretendía socavar los principios de la Iglesia mormona, y también decidió 'especializarse' en la obra de la poeta norteamericana. Un hombre que de ser uno de los más grandes falsificadores del siglo xx pasó a convertirse en un despiadado asesino. Simon Worrall explora el filo que separa arte y artificio, genialidad y locura, en esta trepidante crónica sobre una de las falsificaciones literarias más famosas de toda la historia.
Nació en Inglaterra, y pasó su infancia entre Eritrea, París y Singapur. Periodista, escritor y aventurero, ha sido recolector de almejas con los inuit en la isla Baffin, jinete con los gauchos en la Patagonia, y ha seguido el rastro de un Rembrandt robado junto con un agente encubierto del FBI. Ha sido biógrafo de Hilary Clinton, Arthur Miller, Wynona Ryder, o Leonard Cohen. Su primer libro, La poeta y el asesino, fue un éxito de crítica y lectores, y hasta inspiró un documental de la BBC. Amante del tenis, los libros y de perderse en sitios salvajes, Simon Worrall divide su tiempo entre su Inglaterra natal y los Estados Unidos.
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Introducción
Era un frío y despejado día de otoño. Mientras avanzaba por el camino de entrada a la casa de Emily Dickinson, Homestead, en Amherst, Massachusetts, una fila de cicutas situadas al frente del edificio proyectaban intensas sombras sobre los ladrillos, y una ardilla cruzó el césped corriendo con una bellota en la boca. Entré por la puerta de atrás, atravesé un recibidor oscuro con las paredes cubiertas de retratos familiares y subí por la escalera hasta el dormitorio del segundo piso. La palabra homestead[1] resulta engañosa. Con su elegante cúpula, sus contraventanas francesas y su fachada italiana, esta mansión de estilo federal situada en la calle Mayor y construida en 1813 por el abuelo de la poeta, Samuel Fowler Dickinson, es cualquier cosa menos modesta. Alejada de la carretera, con un bosquecillo de robles y arces que resguardan su parte trasera y un jardín enorme y oculto, la granja era, y sigue siendo, una de las mejores casas de Amherst. El dormitorio, una habitación grande, cuadrada y luminosa, está situada en la esquina sudoeste. Una de las ventanas da a la calle Mayor, y desde la otra puede verse Evergreens, la casa donde vivieron el hermano de Emily Dickinson, Austin, y su esposa, Sue Gilbert Dickinson. Hacia el centro de la pared que queda al este se encuentra la cama en la que la poeta durmió durante casi toda su vida, siempre sola. Dickinson no medía más de metro y medio, por lo que la cama era tan pequeña como la de un niño. Toqué el colchón. Duro y rígido. Delante de la ventana, mirando hacia Evergreens, había un pequeño escritorio. Aquí fue donde Dickinson compuso la mayor parte de sus poemas, así como las casi mil cartas que han sobrevivido hasta nuestros días. A esta pelirroja animada y tremendamente independiente, los poemas se le ocurrían a ráfagas, como si las palabras fueran las balas de una metralleta. Mientras hacía las labores del hogar, Dickinson garabateaba los primeros borradores de sus poemas, casi siempre a lápiz, en cualquier cosa que tuviese al alcance: reversos de sobres, trozos de rollo de cocina o papel de regalo. Una vez utilizó la envoltura de una caja amarilla de bombones de París, y también escribió un poema en el dorso de la invitación a una fiesta infantil que había recibido un cuarto de siglo atrás. El meticuloso trabajo de revisión y edición lo llevaba a cabo casi siempre de noche, frente al escritorio. Bajo la luz de una lámpara de aceite copió, revisó y editó continuamente, a lo largo de varios años, los pensamientos y sentimientos que había garabateado mientras cocía pan de jengibre, ayudaba a caminar a su madre inválida por el jardín o cuidaba las plantas del invernadero que su padre había construido para ella y que era su lugar favorito en Homestead. Me quedé frente al escritorio y la imaginé trabajando allí, dándome la espalda, con su mata de pelo recogida sobre la coronilla, los contornos de su cuerpo visibles a través de su vestido blanco de algodón. Entonces bajé corriendo la escalera, crucé el aparcamiento en el que había dejado el coche y conduje el kilómetro y pico que separaba la casa de la Biblioteca Jones, en Amity Street. Tenía un montón de mensajes en el móvil. Uno de un comerciante de pistolas de Salt Lake City. Otro del jefe de relaciones públicas de Sotheby’s, en Nueva York. Un tercero de Ralph Franklin, un especialista en Emily Dickinson de la Universidad de Yale. Yo entonces no lo sabía, pero esas llamadas se convertirían en los hilos de una red de intriga y misterio que tardaría tres años en desenredar. Todo empezó cuando, en abril de 1997, di con un artículo de The New York Times que anunciaba que un poema inédi-to de Emily Dickinson, el primero que había sido descubierto en cuarenta años, iba a ser subastado por Sotheby’s. Por aquel entonces no sabía mucho de Dickinson; tan solo que había llevado una existencia tremendamente solitaria y que no había publicado casi nada en vida. La idea de que una nueva obra de un gran artista, ya fuera Emily Dickinson o Vincent van Gogh, pudiera caer del cielo de aquella manera apeló a mi sentido del absurdo y del azar. «Quién sabe —recuerdo que pensé—, igual un día alguien encuentra el manuscrito original de Hamlet.» No volví a pensar en el tema hasta cuatro meses después, a finales de agosto, cuando topé con un breve anuncio de cuatro líneas en la sección de «Personajes públicos» de The New York Times. En él se decía que el poema de Emily Dickinson, que había sido recientemente adquirido en la subasta de Sotheby’s al precio de veintiún mil dólares por la Biblioteca Jones, de Amherst, Massachusetts, había sido devuelto por tratarse de una falsificación. ¿Qué tipo de persona, me pregunté, tenía la habilidad y la inventiva necesarias para crear algo así? Dar con el papel y la tinta adecuada probablemente no fuera muy difícil, pero ¿falsificar la letra de alguien de forma tan convincente que supere el escrutinio de los expertos de Sotheby’s? Eso, supuse, tenía que ser sumamente complicado. Además, este falsificador había ido aún más lejos al escribir un poema lo suficientemente bueno como para ser atribuido a una de las artistas más originales del mundo y con mayor idiosincrasia estilística. De alguna manera había sido capaz de clonar el arte de Emily Dickinson. También me intrigaba la procedencia del poema. ¿De dónde había venido? ¿Por qué manos había pasado? ¿Qué sabía Sotheby’s de él cuando aceptó subastarlo? La ilustre firma inglesa de subastas había estado últimamente en el candelero por historias de pujas falsas y contrabandistas de arte profesionales en Italia e India. ¿Habría investigado Sotheby’s la procedencia del poema? ¿O habría decidido ignorar la posibilidad de que fuera falso y subastarlo con la esperanza de que nadie pudiese demostrarlo? Para encontrar las respuestas a estas preguntas llamé a Daniel Lombardo, el hombre que había comprado el poema para la Biblioteca Jones, en Amherst. Lo que me dijo solo sirvió para aumentar mi curiosidad. Pocos días después hice las maletas y salí de mi casa en Long Island para dirigirme al norte, a Amherst, con una copia de los poemas de Emily Dickinson en el asiento del copiloto. Aquel fue el inicio de un viaje que me llevaría desde los pueblecitos con casas blancas de madera de Nueva Inglaterra hasta las salinas de Utah; desde las calles de Nueva York hasta las avenidas de Las Vegas. En el núcleo del viaje, una poeta y un asesino. Averiguar qué era lo que los unía, cómo se creó una de las falsificaciones más audaces del mundo y qué recorrido siguió desde Utah hasta Madison Avenue se convirtió en una terrible obsesión. En mi búsqueda de la verdad recorrí miles de kilómetros y entrevisté a decenas de personas. Algunas, como la mujer de Mark Hofmann, accedieron a hablar por primera vez ante una grabadora. Pero no tardé en descubrir que la «verdad», cuando tiene que ver con Mark Hofmann, es un concepto relativo. Tanto sus amigos como su familia, los anticuarios o las casas de subastas que comerciaban con sus falsificaciones, pretendían ser las víctimas inocentes de un maestro de la manipulación. ¿Quién decía la verdad, si es que alguien lo hacía? Me sentía como si estuviera realizando una persecución por un laberinto de espejos: los caminos que parecían ser los correctos se convertían de pronto en callejones sin salida, y los que habría dicho que no llevaban a ninguna parte se abrían repentinamente para mostrarme senderos que ni siquiera había imaginado. Nada era lo que parecía. Y ante mí, pero siempre fuera de mi alcance, el propio falsificador. La descripción de William Hazlitt del personaje de Yago en el Otelo de Shakespeare —«actividad intelectual enfermiza, con un sentimiento de indiferencia casi perfecto por el alcance moral del Bien y del Mal»— es igualmente aplicable al hombre que una vez dijo que engañar le producía una inigualable sensación de poder. Mark Hofmann no era solo un brillante artesano, un prestidigitador del papel y la tinta que fabricaba documentos históricos con una técnica tan asombrosa que ni los mejores expertos de América podían encontrar en ellos signos de falsificación, sino que también era un maestro de la psicología humana que utilizaba la hipnosis y el control mental para manipular a los demás e incluso a sí mismo. Farsante posmoderno, deconstruyó el lenguaje y la mitología de la Iglesia mormona para crear documentos que socavasen algunos de los principios fundamentales de su teología. Tenía éxito porque comprendía lo frágil que es la frontera entre realidad y fantasía y lo dispuestos que estamos los hombres, en nuestro deseo de creer en algo, a acogernos a una ilusión. Cuando la red de mentiras y engaños comenzó a desenredarse, Hofmann se convirtió en un asesino. Nos atrae aquello que no somos. Viajar al mundo de Mark Hofmann fue como descender por un pozo oscuro en el que se esconde lo más taimado y aterrador de la naturaleza humana. En el decurso de aquel viaje escucharía muchas cosas raras. Oiría hablar de planchas de oro con jeroglíficos egipcios, de lagartijas capaces de hablar, de ángeles y de Uzis;[2] vería la corrupción que se esconde tras la reluciente superficie de las casas de subastas, escucharía mentiras que se hacían pasar por verdades y también verdades desestimadas como mentiras; me encontraría con detectives y con mormones disidentes, con peritos gráficos y psicólogos del conocimiento, con estafadores y farsantes. Tras pasar tres años intentando solucionar el acertijo planteado por una de las mejores...