E-Book, Spanisch, Band 851, 286 Seiten
Reihe: Colección Popular
Woodhouse / Ross Los halcones de los Médici
1. Auflage 2022
ISBN: 978-607-16-7530-9
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 851, 286 Seiten
Reihe: Colección Popular
ISBN: 978-607-16-7530-9
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Martin Woodhouse (1932-2011) fue un escritor y guionista británico, con formación en medicina, aviación e ingeniería. Es conocido por sus novelas relacionadas con temas científicos y por haber sido guionista de varias series televisivas, como Los Vengadores.
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I
EL 11 DE AGOSTO del año de 1480, la flota invasora del sultán Mohammed II capturó la ciudad costera de Otranto, y con ello obtuvo una cabeza de playa en la Italia continental.
Cuarenta y seis galeras del poderoso Imperio otomano, impelidas por el abrasador viento de levante, llegaron a la costa justo antes del amanecer. En la primera hora de la tarde, la ciudad ya estaba en manos del joven comandante del sultán: Shan Khara.
Él no esperaba otro resultado. Su fuerza consistía en tres mil jenízaros —la élite imperial—, junto al mismo número de tropas de apoyo y doce pesados cañones. Éstos disparaban rocas de ciento cincuenta kilogramos, y Shan Khara disparó sólo un tiro de cada uno. Era el mejor artillero de toda Turquía y no le gustaba desperdiciar municiones.
Sus oponentes, los defensores de Otranto, eran menores en número y traían baja la moral. La guarnición contaba con apenas mil hombres armados, divididos en partes iguales por exiliados venecianos y napolitanos y por mercenarios fracasados. Otranto era una ciudad bastante agradable, aunque algo remota y desolada, con una población de más de veinte mil personas, pero para el soldado común ser apostado en ella era considerado como una sentencia a prisión que debía ser cumplida en la cloaca de Italia.
Esa sentencia la tenía bien merecida su comandante, el envejecido condotiero Segismundo Malatesta, por quien incluso el criminal más curtido de la tropa sentía una callada admiración, mezclada con desdén.
En sus días mozos, Segismundo Pandolfo de Malatesta había sido llamado el hombre más salvaje del mundo civilizado.
Había envenenado a su primera esposa y estrangulado a la segunda; había cometido incesto con su propia hija, y había violado a las hijas de muchos otros —habría que añadir que, ecléctico en sus preferencias sexuales, también había violado a los hijos—. En una célebre ocasión había violado el cadáver fresco de una joven noble alemana, asesinada accidentalmente por sus secuaces cuando intentaban secuestrarla. Excomulgado por esos crímenes, junto con los de falsificación, blasfemia y herejía, había sido quemado en efigie en Roma por el papa Pío II.
La simple excomunión, naturalmente, no habría sido ningún obstáculo en la carrera de un condotiero. Un líder de mercenarios es juzgado por una única norma: su efectividad en la batalla. En esto, para su desventura, Segismundo Malatesta cometió un pecado mucho más grave que aquellos por los que la Iglesia había renegado de él: era un fracaso militar.
Por ello, durante su madurez, sus patrones lo abandonaron y sus recursos disminuyeron. A la edad de cuarenta y siete años, fue obligado a aceptar una cruzada en Esparta por la penosa cantidad de trescientos florines al mes. A su regreso, en un ataque de resentimiento, cometió el error final de intentar asesinar personalmente al sucesor de Pío II, el papa Pablo II. Ahora, amargado, con sesenta y tres años, feo, corpulento y devastado por los demonios gemelos de la sífilis y la gota, defendía un depósito menor de provisiones venecianas en el talón meridional de Italia. En Rímini, su ciudad natal, lo creían muerto desde hacía doce años.
Un rápido conteo de naves invasoras le indicó a Malatesta, al amanecer, que ni él ni Otranto tenían esperanza alguna.
Una hora después, su apuesto, joven y despiadado oponente, Shan Khara, cimbró una sección de la torre de la catedral con su primer disparo de cañón a manera de demostración, y abrió un boquete en la muralla de la ciudad que daba al mar con los siguientes once tiros. La primera oleada de rugientes jenízaros, con túnicas blancas y blandiendo cimitarras, se encontró con una resistencia sólo simbólica de los aterrados defensores; la segunda, con ninguna en absoluto.
Shan Khara entró plácidamente a Otranto. Primero ordenó que arrasaran con aquellas zonas de la ciudad que no le eran necesarias para sus fines; luego, antes de decidir qué hacer con la población, civil y militar, trepó por las escaleras hasta el cuartel de Malatesta con cuatro de sus tenientes y, en un italiano impecable, le solicitó al mercenario vencido la rendición formal.
—¿Cuáles son sus términos? —preguntó Malatesta. Su espada yacía en una mesa frente a él.
Shan Khara parecía desconcertado.
—¿Términos? —preguntó—. Ninguno. Ha caído su ciudad y está ahora en las manos del todopoderoso y misericordioso Alá.
—Soy consciente de ello —contestó Malatesta—. Le pregunto cuál es el rescate que pide por mí y cuál es el precio que pone para el salvoconducto de mis tropas. Sus armas y armaduras son de usted. Necesito provisiones para una marcha de tres días a Tarento.
—No le entiendo —repuso Shan Khara—. Ni usted ni ellos irán a ninguna parte.
—¿Entonces? —preguntó el condotiero—. Seguramente no pretende masacrarnos.
—¿Por qué no?
—Porque —respondió Malatesta— hacerlo sería tan inútil como incivilizado. Además, ciertamente haría que Roma, Venecia y Nápoles cayeran sobre usted como un enjambre de avispas. Si nos trata con justicia, entonces las ciudades-Estado lo verán como un hombre con quien vale la pena negociar. ¿No es ése su propósito último? Y también —añadió astutamente— le dará varias semanas de ventaja que puede usar para volver a fortificar Otranto.
Una sonrisa de disgusto cruzó por el semblante del turco.
—Le prometo, si así lo desea, que no mataré de inmediato a sus hombres —dijo—. Tengo mucho trabajo y, por lo mismo, necesidad de esclavos, que construirán las fortificaciones que requiero, y usted trabajará al lado de sus hombres hasta que muera, como le corresponde a un infiel y a un cobarde.
Al oír eso, Malatesta estrechó un brazo sobre la mesa y empuñó su espada. La giró un par de veces, mientras examinaba la hoja.
—¿Qué hace? —preguntó Shan Khara.
—Parece ser que hemos estado hablando de cosas distintas —contestó Malatesta—. Soy un mercenario, y me bato a sueldo. Si me derrotan, trato de negociar justamente con mi adversario. Creí que podía entender eso —Malatesta se enderezó y miró al joven comandante turco—. Estoy demasiado viejo para cavar zanjas, y no tomo a bien que un perro pagano me llame cobarde. Defiéndete.
Shan Khara, indiferente, se encogió de hombros.
—Aprésenlo —ordenó.
Malatesta mató a dos de sus tenientes antes de que sus cimitarras estuvieran fuera de las vainas. Mientras rodeaban la mesa, blandió brutalmente su acero de izquierda a derecha y el filo de su espada se enquistó profundamente en sus gargantas. Pero, en su caída, las túnicas de lino que vestían enredaron a Malatesta, quien sólo pudo herir a un tercero antes de ser doblegado. Momentos después, yacía sobre su espalda con el pie de Shan Khara sobre la garganta.
—Me retracto —afirmó el turco brevemente—. Al menos, no eres un cobarde —dejó caer su pesada medialuna de acero y la cabeza de Malatesta rodó lejos de su cuerpo, que se estremeció una vez para después yacer inerte.
La pérdida de dos de sus oficiales dejó a Shan Khara con un humor de velada irritación toda la tarde. Cuando vio el dosel de dorado satín del galeón particular del sultán Mohammed llegar entre la flota que estaba en la boca del puerto, subió a bordo y se postró.
—Señor —le informó sencillamente a su soberano—, nos tratarán como comerciantes si no les enseñamos lo contrario.
El sultán Mohammed II se detuvo un momento a considerarlo. Estaba reclinado sobre la espalda de un diván de ébano y un manto de piel de gacelas persas envolvía sus enormes hombros. A pesar de tener cerca de sesenta años y una fiebre recurrente, su mirada todavía era penetrante y gobernaba su imperio como lo había hecho desde su ascenso en su juventud, administrando justicia personal expedita a sus súbditos y una implacable e inhumana crueldad a sus enemigos. Tenía dos vástagos, a quienes consideraba inútiles, por lo que miraba a su joven comandante como alguna vez había esperado mirarlos a ellos.
—¿Qué harías? —preguntó el sultán.
—Señor, les daré una lección —repuso Shan Khara— y, al hacerlo, a toda Italia.
—Entonces, da el ejemplo con ellos —dijo el sultán—, pero recuerda que el Corán nos conmina a ofrecerles la salvación, si la aceptan.
Shan Khara desembarcó una vez más al atardecer y descargó su ira con una pronta y terrible eficacia. El arzobispo de Otranto, quien durante la breve batalla había permanecido en su altar implorando la ayuda de Dios, fue cortado en dos ante las puertas de la catedral. El gobernador civil sufrió el mismo destino, después de que su esposa y sus dos hijos fueran destripados frente a sus ojos. Al resto de los habitantes de la ciudad, Shan Khara les ofreció una elección sencilla: la conversión al islam o la muerte. Aquellos que renunciaron a su fe fueron esclavizados como trabajadores manuales o como galeotes en las embarcaciones turcas. Las mujeres más jóvenes y mejor parecidas fueron reunidas para esperar su embarque a Constantinopla; las de mayor edad o con achaques fueron abandonadas en el árido campo circundante, donde la mayoría murió de hambre.
Aquellos que se rehusaron a la conversión fueron llevados a la cima de una pequeña colina que dominaba el pueblo; eran...




