Woodhouse / Ross | La esmeralda de los Médici | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 836, 302 Seiten

Reihe: Colección Popular

Woodhouse / Ross La esmeralda de los Médici


1. Auflage 2022
ISBN: 978-607-16-7469-2
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 836, 302 Seiten

Reihe: Colección Popular

ISBN: 978-607-16-7469-2
Verlag: Fondo de Cultura Económica
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Después de que sus cañones definieron la superioridad de la República de Florencia sobre Roma, el joven intrépido y genio casi consagrado Leonardo da Vinci se embarca a una nueva travesía hacia la isla de Malta tras recibir un críptico mensaje. Con sus antiguos enemigos pisándole los talones y las tensiones crecientes entre Florencia y Venecia, el artista deberá encontrar la llave hacia un artefacto y un conocimiento que podrán cambiar el rumbo de esta velada disputa política y establecer un dominio absoluto sobre los océanos italianos. Ésta es la segunda parte de la trilogía sobre Leonardo da Vinci.

Martin Woodhouse (1932-2011) fue un escritor y guionista británico, con formación en medicina, aviación e ingeniería. Es conocido por sus novelas relacionadas con temas científicos y por haber sido guionista de varias series televisivas, como Los Vengadores.
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I


 
 
DEL DIARIO personal del cardenal Domenico della Palla, canciller apostólico de la Iglesia de Roma, agosto de 1478:

 
Nuestro Padre Todopoderoso que está en el cielo sabe cuántos años han pasado desde que renuncié a la creencia de que mi cargo, el más poderoso del mundo, podría, haciendo uso de tal poder, traer paz al mundo cristiano o, incluso, a Italia. Y Él también sabe qué tan necesaria es la paz para nuestras ciudades-Estado, aunque fuere únicamente con el propósito de estar preparadas para enfrentar a los turcos; sin embargo, no veremos esa paz en toda mi vida.

¿Por qué, por ejemplo, Roma misma insiste en su disputa con la República de Florencia? Es, con toda certeza, algo completamente fútil. Nuestro santo papa Sixto, junto con su sobrino Girolamo Riario, conde de Imola y capitán general del ejército de Roma, puede pensar que Florencia es un peligro para nosotros. Yo no. Lorenzo de Médici gobierna Florencia y lo hace lo suficientemente bien. Fuimos nosotros quienes provocamos a Lorenzo, y ¿con qué propósito? Con el de la dominación terrenal y para cumplir las ambiciones territoriales de Roma, me atrevería a decir. En cuanto canciller apostólico, no me siento obligado a considerar tales insignificancias. ¿Acaso no todos los hombres son uno en Cristo?, y ¿no es eso suficiente?

En cuanto al joven artista e ingeniero de Florencia, Leonardo da Vinci, la historia lo consignará mejor de lo que yo pudiere hacerlo, si acaso vive lo suficiente para ingresar en las páginas de la historia. Parece improbable que lo haga. Es una molestia y, posiblemente, un hereje. Ha venido a verme dos veces este verano. Lo registro aquí, como también registro el hecho de que lamenté verlo partir. Si sigue inmiscuyéndose en las enredadas guerras entre nuestras ciudades-Estado, entonces él y los artilleros florentinos que ha hecho sus amigos necesitarán una mayor protección que la mía.

 
***

 
Rigo Leone, capitán de artilleros de los Médici, maldijo acremente mientras el filo de la espada penetraba profundamente en el músculo de su hombro derecho; sin embargo, ya había obtenido la ventaja por la que se había esforzado y, dando un paso que hizo penetrar más el acero de su asaltante, ondeó el puño de piedra que sostenía su propia arma y echó al asesino por tierra. Mientras el hombre yacía allí, jadeando entre el lodo, Rigo no perdió tiempo. Dio un salto por los aires y cayó de rodillas con todo su peso sobre la columna de su adversario, que se quebró con un crujido sordo. Los artilleros eran, por naturaleza y adiestramiento, peleadores callejeros.

Rigo se levantó con gran dificultad y se volvió. Tres de quienes los habían emboscado yacían muertos en el empapado camino, despatarrados en posturas que atestiguaban su violenta muerte. Quedaban dos; habían redoblado el ataque, haciendo retroceder a Leonardo da Vinci paso a paso hasta el tronco de un árbol al lado del camino. Ahí los mantenía a raya, fríamente, con un estilete que blandía con delicadeza como la lengua de una serpiente en la mano derecha, mientras que, con su estoque en la izquierda, atacaba y eludía.

Rigo cubrió el terreno entre ellos con un paso tambaleante y torpe y derribó al atacante más cercano a Leonardo con una cruenta estocada de revés. Al mismo tiempo, Leonardo se enfrentó al último y desesperado embate del otro hombre, desvió la hoja con su espada y levantó el estilete levemente, centrándolo. Incapaz de detener su propio impulso, el que habría sido el asesino del artista miró con breve terror los veinte centímetros de acero forjado que se deslizaban suavemente en su pecho. Cayó de rodillas, con la mirada fija en la sobresaliente empuñadura.

Leonardo contempló la escena con una mirada fugaz: cuatro enemigos muertos y uno agonizante; Rigo Leone, con una mano sujetándose el hombro, mientras la sangre se derramaba lentamente bajo la palma. Dejó caer el arma que le quedaba para arrodillarse ante su agónico enemigo; levantó el peso del moribundo con el arco de su brazo y lo depositó cuidadosamente en la tierra empapada.

—Tu petaca de vino, Rigo —dijo quedamente. El moribundo bebió, tosiendo y asintiendo en señal de gratitud; con el aliento borboteando por el esfuerzo, levantó una mano hacia el pecho para tocar el pomo del acero de Leonardo.

—Lo siento —repuso Leonardo—. Si la saco, tus pulmones se llenarán más rápidamente de sangre.

—Entonces, soy hombre muerto.

Leonardo asintió sobriamente.

—¿Por qué? —preguntó—. Somos unos viajeros inofensivos, y no somos lo suficientemente ricos para que nos roben. ¿Por qué nos emboscaron tú y tus compañeros?

El asesino tosió de nuevo, dolorosamente.

—Muerto, vales mil florines de oro para cada uno de nosotros, Da Vinci. Roma… el conde Girolamo Riario…

—¿Qué hay con él?

—Nos dio los primeros cien… y nos había prometido novecientos más a nuestro regreso —contestó el hombre. Una sonrisa amarga y pasajera se dibujó en sus labios—. Debería habernos dicho… que peleabas igual con cualquier mano… Debería… —el aire raspó su garganta, y una gota de sangre se escurrió por la comisura de la boca, humedeciendo su barbilla. Al instante murió, mirando empecinadamente la empuñadura del estoque al lado de su esternón.

—Perro —dijo Rigo indiferente. Viendo hacia donde Leonardo dirigía la mirada, añadió—: Él no, pobre idiota; me refiero al conde Girolamo Riario.

Leonardo se puso de pie y se hizo cargo de las cosas. Había cinco cuerpos que debía arrojar al lado del camino, y tenía que improvisar un cabestrillo para sostener el brazo de Rigo; debía limpiar las armas y recuperar a sus caballos, que pastaban tranquilamente en un claro a cierta distancia. Al fin montados, comenzaron a alejarse por el bosquecillo y atravesaron la franja de densa maleza donde sus atacantes se habían ocultado. La niebla dio paso a la lluvia, enfriando el aire de principios de verano. Leonardo detuvo su caballo después de veinte pasos y se volvió en su silla para contemplar la escena una vez más. Su mirada recorrió lentamente los cadáveres a un costado del camino y los rastros de sangre que endurecían el fango pisado; se introdujo en los grises pendones de niebla que ondeaban con la brisa y ascendió hasta las colinas que, a la distancia, se amortajaban con ella. En la libreta forrada con piel que, como siempre, pendía de su cintura merced a su pequeña cadena, dibujó rápidamente, con la mano derecha serpenteando sobre la hoja.

—¡Maese artista! —gritó Rigo Leone con una voz de tono agudo debido a la irritación—. Estoy empapado, señor. También estoy sangrando, aunque esto no sea de mayor cuidado; lo que sí es importante, lo confieso, es mi sed, y, gracias a tu peculiar altruismo, no queda nada de vino en mi petaca. A una hora a caballo hay una aldea y, en ella, una taberna. ¿Podrías hacer tus dibujitos ahí, si fueras tan amable?

Leonardo sonrió y cerró su libreta.

—En la taberna, amigo Rigo, sólo puedo hacer dibujos de una taberna. Necesito recordar esto, y algún día tú podrás hacerlo también —chasqueó la lengua para hacer avanzar a su caballo y Rigo lo siguió, haciendo una mueca de dolor al jalar las riendas.

—No necesito ningún dibujo para ayudar a mi memoria —señaló Rigo—, dado que deberé cargar con la cicatriz de Riario. Es algo más que debo al capitán general de Roma. Por Dios, Leonardo, no pensaba que fuese tan persistente: cinco mil florines. Bueno, es un precio justo, sin duda, para el mejor artillero de Italia y un artista e ingeniero que puede pelear con cualquier mano… o con las dos al mismo tiempo. Me encantaría dominar ese truco tuyo, lo confieso. Si lo supiera, quizá no estaría herido ahora.

—Puede aprenderse —dijo Leonardo.

—¿En verdad? Entonces te enseñaron una valiosa lección.

—No me la enseñaron —replicó Leonardo—. Nací con esa habilidad, para mi buena fortuna; no obstante… podría enseñarse. Si tu deseo es sincero, entonces amárrate el brazo derecho a tu costado, o ponlo en un cabestrillo, como ahora, quizás, y usa únicamente el izquierdo. Tus músculos aprenderán entonces a hacer aquello que tu brazo derecho hace por hábito, dado que los músculos, creo, tienen su propio tipo de memoria.

Cabalgaron en silencio mientras Rigo reflexionaba en ello.

—Lo haré —respondió finalmente—. Aunque no entiendo todo eso de los músculos y su memoria, lo que a mi parecer pertenece a la mente. Pero no importa. La próxima vez que nos ataquen, podría ser que tengamos que luchar con dos espadas cada cual.

Leonardo alzó una ceja.

—¿Cuándo? —preguntó—. ¿ seamos atacados? ¿Estás tan seguro de ello, Rigo?

El artillero escupió.

—Roma y su capitán general han puesto cinco mil florines a tu cabeza —respondió—, con o sin la mía como bonificación. Dado que Girolamo Riario sólo ha gastado hasta ahora quinientos florines, siendo un hombre prudente, todavía tiene suficiente en su bolsa como para pagar otro atentado. La pregunta sólo sigue siendo cuándo.

—Un análisis sensato.

—Y, si llegamos a eso, —añadió Rigo—. ¿Pueden tus malhadados dibujos decirte eso?

—No —repuso Leonardo con serenidad—; pero, si un hombre supiera dónde va a...



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