E-Book, Spanisch, 448 Seiten
Whitaker Anatomía de una epidemia
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-946737-7-1
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 448 Seiten
ISBN: 978-84-946737-7-1
Verlag: Capitán Swing Libros
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Robert Witaker.- Periodista y escritor estadounidense, Whitaker escribe principalmente sobre medicina, ciencia e historia. Whitaker fue escritor médico en el Albany Times Union de 1989 a 1994. En 1992 trabajó como periodista científico en el MIT, y después como director de publicaciones en la Escuela de Medicina de Harvard. En 1994 fue cofundador de una empresa editorial, CenterWatch, que cubría la industria de los ensayos clínicos farmacéuticos. CenterWatch fue posteriormente adquirida por Medical Economics, una división de The Thomson Corporation, en 1998. Ha recibido numerosos premios, como el Polk George por redacción médica o el premio de la Asociación Nacional de Ciencia al mejor artículo. En 1998 co-escribió una serie de artículos de investigación sobre psiquiatría para el Boston Globe que le hicieron ser finalista del premio Pulitzer de Servicio Público. Anatomía de una epidemia ganó el premio al mejor libro de 2011 de la Asociación de Reporteros y Editores de Investigación. Whitaker se ha ganado la fama de ser unos de los mayores y más incisivos críticos contra la sabiduría convencional de los tratamientos sobre la enfermedad mental con drogas farmacéuticas.
Autoren/Hrsg.
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01
Una plaga moderna
«Esto es lo esencial de la ciencia: formula una
pregunta impertinente y estarás en camino
de la respuesta pertinente.»
Jacob Bronowski, 19731
Ésta es la historia de un enigma médico. Un enigma de lo más extraño y, sin embargo, uno que nosotros como sociedad necesitamos resolver con urgencia, pues describe una epidemia no declarada que está mermando la vida de millones de estadounidenses, incluido un número creciente de niños. La magnitud y el alcance de la epidemia han aumentado en los últimos cinco decenios y discapacita ya a 850 adultos y 250 niños al día. Y estas cifras tan alarmantes sólo nos permiten entrever las verdaderas dimensiones de esta plaga moderna, pues sólo son el cómputo de los que están tan enfermos que sus familias o cuidadores son ya nuevos candidatos a recibir del gobierno federal una prestación por discapacidad.
Y el enigma es éste.
Hemos llegado a pensar, como sociedad, que la psiquiatría ha conseguido hacer en los últimos cincuenta años grandes progresos en el tratamiento de la enfermedad mental, que los científicos están descubriendo las causas biológicas de los trastornos mentales y que las empresas farmacéuticas han desarrollado una serie de medicamentos eficaces para tratarlos. Ésa es la historia que han contado periódicos, revistas y libros y nuestros hábitos de consumo confirman nuestra creencia social en ella. En 2007, gastamos 25.000 millones de dólares en antidepresivos y antipsicóticos y, si queremos considerar esa cifra en perspectiva, pensemos que superó el producto nacional bruto de Camerún, una nación de dieciocho millones de habitantes.2
David Satcher, director general de salud pública de Estados Unidos, resumió a la perfección en 1999 esta historia de progreso científico en un informe de 458 páginas, titulado Salud mental. Podía decirse, explicaba en él, que la era moderna de la psiquiatría había empezado en 1954. Hasta entonces, la psiquiatría no disponía de tratamientos «que impidieran que los pacientes se convirtieran en enfermos crónicos». Pero entonces se introdujo el Thorazine. Ese fármaco fue el primer antídoto específico para un trastorno mental —era un medicamento antipsicótico— y desencadenó una revolución psicofarmacológica. No tardaron en descubrirse agentes antidepresivos y ansiolíticos, y, como resultado, contamos hoy con «diversos tratamientos de eficacia bien documentada para la serie de trastornos mentales y de conducta claramente definidos que se manifiestan a lo largo de la vida», aseguraba Satcher. Y la comercialización de Prozac y otros fármacos psiquiátricos de «segunda generación», añadía, se vio «respaldada por los avances de las neurociencias y la biología molecular», y significó otro salto adelante en el tratamiento de los trastornos mentales.3
Los estudiantes de medicina que se preparan para ser psiquiatras leen sobre esta historia en sus libros de texto, y el público lee sobre ella en los escritos divulgativos sobre el campo. Edward Shorter, profesor de la Universidad de Toronto, decía en su libro Historia de la psiquiatría (1997) que el fármaco Thorazine «puso en marcha una revolución en la psiquiatría, comparable a la de la introducción de la penicilina en la medicina general».4 Era el comienzo de «la era de la psicofarmacología» y podíamos ya estar seguros, decía, de que la ciencia había demostrado que los medicamentos del botiquín de psiquiatría eran beneficiosos. Y Richard Friedman, director de la clínica de psicofarmacología del Weill Cornell Medical College, informaba a los lectores del New York Times el 19 de junio de 2007: «Disponemos de tratamientos muy eficaces e inocuos para una amplia variedad de trastornos psiquiátricos».5 Tres días después, el Boston Globe se hacía eco de la misma opinión en un editorial titulado «Cuando los niños necesitan medicamentos»: «El desarrollo de fármacos potentes ha revolucionado el tratamiento de la enfermedad mental».6
Psiquiatras que trabajan en países de todo el mundo piensan también que eso es verdad. Casi la mitad de los veinte mil psiquiatras que asistieron a la 161 asamblea anual de la Asociación Psiquiátrica Americana (APA), que se celebró en mayo de 2008 en Washington, D. C., eran extranjeros. Se hablaba allí por todas partes de esquizofrenia, bipolaridad, depresión, trastorno de pánico, trastorno de déficit de atención con hiperactividad y toda una serie de afecciones descritas en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación, y en el transcurso de cinco días, en casi todas las ponencias, talleres y simposios, se habló de avances en el campo de la psiquiatría. «Hemos recorrido un largo camino en la comprensión de los trastornos mentales, y nuestro conocimiento de ellos sigue aumentando —dijo a los asistentes Carolyn Robinowitz, presidenta de la Asociación, en el discurso de apertura—. Nuestro trabajo salva y mejora muchas vidas».7
Pero aquí está el enigma. Teniendo en cuenta este gran avance, cabría esperar que el número de enfermos mentales discapacitados per cápita en Estados Unidos hubiese disminuido en los últimos cincuenta años. Cabría esperar también que el número de enfermos mentales per cápita hubiera disminuido a partir de 1988 con la llegada de Prozac y los otros fármacos psiquiátricos de segunda generación. Deberíamos ver un descenso en dos etapas en los índices de discapacidad. Sin embargo, durante ese periodo de revolución psicofarmacológica el número de enfermos mentales discapacitados en Estados Unidos se ha disparado. Además, ese aumento se ha acelerado desde la aparición de Prozac y los otros fármacos psiquiátricos de segunda generación. Y lo más preocupante de todo: esa plaga moderna se ha propagado ahora a los niños.
El aumento del número de discapacitados plantea además una cuestión mucho más amplia. ¿Por qué tantos estadounidenses hoy, aunque no estén discapacitados por enfermedades mentales, se ven asediados por problemas mentales crónicos: depresión recurrente, síntomas bipolares y ansiedad discapacitadora? Si disponemos de tratamientos eficaces para estos trastornos, ¿por qué se han convertido las enfermedades mentales en un problema cada vez más grave en el país?
La epidemia
Prometo, sin embargo, que éste no va a ser un libro de estadísticas. Lo que se pretende es desentrañar un misterio, y eso nos llevará a una exploración de la ciencia y la historia y, por último, a todo un relato con muchos giros sorprendentes. Pero como ese misterio surge del minucioso análisis de las estadísticas oficiales, el primer paso ha de ser revisar las cifras de discapacitados de los últimos cincuenta años para constatar que la epidemia es real.
En 1955, se atendía a los enfermos mentales discapacitados mayoritariamente en los hospitales psiquiátricos de los estados o de los condados. Ahora normalmente cobran o un ingreso mensual del programa de Ingreso Suplementario de Seguridad (SSI, según las siglas en inglés) o del Ingreso por Discapacidad de la Seguridad Social (SSDI, según las siglas en inglés), y muchos viven en residencias o en otros centros subvencionados. Ambas estadísticas aportan un cuenteo aproximado del número de personas que reciben ayuda pública por hallarse incapacitadas debido a enfermedades mentales.
En 1955, había 566.000 personas ingresadas en los psiquiátricos estatales y de los condados. Sin embargo, sólo 355.000 lo estaban por un diagnóstico psiquiátrico, y el resto por alcoholismo, demencia relacionada con la sífilis, Alzheimer y deficiencia mental; una población que hoy no figuraría en un cómputo de enfermos mentales discapacitados.8 Así que en 1955, uno de cada 468 estadounidenses estaba hospitalizado debido a una enfermedad mental. En 1987, había 1.250.000 personas que recibían una prestación de la SSI o del SSDI porque estaban incapacitadas por una enfermedad mental, es decir, 1 de cada 184 estadounidenses.
Podría alegarse, claro, que esto es sumar peras y manzanas. Los tabúes sociales sobre las enfermedades mentales quizá impidieran a la gente en 1955 buscar tratamiento y de ahí los bajos índices de hospitalización. También es posible que una persona tuviera que estar más enferma para ingresar en un psiquiátrico en 1955 que para cobrar el SSI o el SSDI en 1987, y ésa sea la razón de que la tasa de discapacidad de 1987 sea mucho más alta. Aunque también podría argumentarse lo contrario. Las cifras del SSI y el SSDI sólo incluyen a los enfermos mentales discapacitados menores de sesenta y cinco años, mientras que los psiquiátricos eran el hogar de muchos esquizofrénicos ancianos. Y había muchos más enfermos mentales sin hogar o en la cárcel en 1987 que en 1955, y esa población no figura en las cifras de discapacitados. La suma es imperfecta, pero es lo mejor de que disponemos para determinar las tasas de discapacidad de 1955 y de 1987.
Por suerte, a partir de 1987 podemos comparar manzanas y manzanas, pues sólo figuran ya las cifras del SSI y el SSDI. La Food and Drug Administration (Agencia de Alimentos y Medicamentos, FDA según sus siglas en inglés) autorizó el Prozac en 1987, y en los veinte años siguientes el número de personas discapacitadas por trastornos mentales que figuraban en las listas del SSI y el SSDI aumentó a 3,97 millones.9 En 2007, la tasa de incapacidad era de uno por cada...