Wassmo | La casa del mirador ciego | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 250 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

Wassmo La casa del mirador ciego


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16112-27-2
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 250 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

ISBN: 978-84-16112-27-2
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



La casa del mirador ciego, publicada en 1981, es la primera novela de Herbjørg Wassmo, reconocida como una de las mejores narradoras de los países nórdicos. El libro recibió el Premio de la Crítica y es el comienzo de la trilogía de Tora, que ha recibido, además, el Premio de Literatura del Consejo Nórdico. Esta novela narra, con la sencillez característica de la mejor literatura nórdica, la vida de Tora, una niña nacida de la relación de una noruega y un soldado alemán durante la ocupación. Su infancia transcurre en un pequeño pueblo de Noruega, en la casa que da título al libro, donde sufrirá, por una parte, la ausencia de una madre con demasiadas ocupaciones y, por otra, los abusos de su padrastro. A pesar de toda esta hostilidad, Tora tiene las ilusiones propias de una niña de su edad, y gracias al cariño y la fuerza de su tía Rakel irá creciendo. Más allá de narrar la infancia y la adolescencia de Tora, Wassmo nos plantea, desde la mirada de una mujer, una cuestión universal: el miedo, la vergüenza y el sentimiento de culpa que siente la víctima de una situación de abuso. Es una historia que irremediablemente nos llega al corazón, hace que nos sintamos cómplices de esta niña y quedemos expectantes de saber cómo será su vida.

Escritora noruega. Trabajó como profesora en el norte del país. Es una de las narradoras más importantes de los países nórdicos y el éxito le llegó con su primera novela, La casa del mirador ciego, primera parte de la Trilogía de Tora, que ahora publicamos y a la que seguirán las otras dos entregas. Este libro fue nominado al Premio de Literatura del Consejo Nórdico y obtuvo el Premio de la Crítica. Con la segunda parte ganó el Premio de los Libreros y, finalmente, en 1987 consiguió el premio del Consejo Nórdico con el último libro de la trilogía. Wassmo, además, recibió en 1998 el Premio Jean Monnet. Entre sus obras destaca también la Trilogía de Dina, que fue llevada al cine en 2002.

Wassmo La casa del mirador ciego jetzt bestellen!

Autoren/Hrsg.


Weitere Infos & Material


2 Tora recordaba con claridad haberse encaramado una vez sobre una banqueta y haber tocado un pomo negro junto al marco de la puerta. Una voz impaciente le había dicho: —No. Tienes que girar. Gira. ¡Así! La voz era grave y dura, y tornaba extrañamente árido todo lo que la rodeaba. El mundo entero lo dejaba muerto. La gran mano apretó el dorso de la suya y le hizo daño en los dedos al empezar a girar hasta obligar al interruptor y su mano a obedecer. Acto seguido, una luz potente se extendió por la habitación inundando cada rincón y lastimándole los ojos, le dolieron tanto que sintió un zumbido dentro de la cabeza. Le recordó a cuando se colocaba una caracola de las grandes al oído para escuchar el sonido del mar de la fábula, como le había enseñado la abuela antes de morir. Ahí dentro solo sonaba una especie de pitido, un sonido quejumbroso y lastimero que se negaba a dejarla alcanzar lo que estaba buscando. La fábula quedaba muy alejada tras aquel sonido y el oleaje del mar. Así era la luz que dominaban el interruptor y la manaza. Nunca llegaba a ser cálida y cercana, como la del quinqué colocado sobre la lata en la mesa. Después de aquel episodio con el interruptor, Tora no sabía si había llegado a trabar amistad con la luz de la bombilla del techo, o si simplemente la aceptaba por ser necesaria para muchas cosas. La madre había guardado el quinqué. ¡La luz! La sentía contra los párpados en primavera, cuando la nieve todavía no se había retirado. Crepitaba y chisporroteaba. Y la niña tenía la sensación de seguir subida a la banqueta, con su endeble mano sobre el interruptor, sin saber que, cuando se quería conseguir luz a pesar de ser pequeña, había que emplear toda la fuerza de la que se dispusiera. En caso contrario, aparecía la gran mano y se lo arrebataba todo, lo tornaba todo extraño y doloroso como el brillo del sol en abril, cuando de pronto había que estar lo bastante sana como para salir a la calle, después de pasar una semana entera en cama con fiebre. Cuando los viejos serbales frente a la ventana de la cocina se ponían rojos, y se podía alargar la mano y coger un racimo de frutos, era la época de los caldos de carne. Desde que tenía memoria, siempre había habido un barreño de zinc guardado bocabajo en el armario del pasillo. La madre lo usaba para recoger las patatas y las verduras. Bajaba todos los escalones con unas botas de goma con los tobillos recortados, salía por la puerta del portal hacia la parte trasera de la casa y cogía el sendero que conducía a los secaderos de pescado y la huerta colectiva. Algunas veces dejaba que Tora la acompañara. La niña veía la azada sobresalir entre las pantorrillas de su madre y, de alguna manera extraña, la herramienta pasaba a formar parte de ella. El mango le removía los bajos de la falda y, por delante, la azada hundía sus narices de hierro en la tierra. Alguna vez pillaba de improviso una patata y la dividía en dos. Entonces un suspiro recorría el tubérculo y la azada se detenía por un momento, como si se arrepintiera. Y la madre decía: —¡Vaya por Dios! —y seguía excavando. Tora tenía la impresión de que el sabor de las zanahorias, una vez que las había molido con los dientes y quedaban hechas un puré grumoso y dulzón en la cavidad de su boca, era una propiedad exclusiva suya. También roía las patatas, con piel y tierra. Sin duda debía de ser muy pequeña y boba cuando hacía eso, pero lo recordaba nítidamente. La olla de caldo en la mesa. La grasa que flotaba formando anillos y burbujas. Los preciosos colores. Lo mejor de las verduras cocidas era mirarlas, porque saber, sabían mal. De todos modos la voz grave la obligaba a comer un número determinado de trozos de zanahoria y al menos una hoja de col hervida. Las patatas no estaban mal, estaba acostumbrada a ellas. Y tampoco la carne estaba mal, pero una vez cocida se ponía feucha, y resultaba dura en la boca. Era como si se pusiera del revés ante sus ojos y lo fastidiara todo. Pero antes de caer a la olla era de un marrón rojizo, con membranas de todos los colores. Tora nunca había visto un rojo más bonito que el de la carne cruda sobre la tabla de madera. Algunas veces tenía sangre. La madre la iba cortando despacio y en pedazos del tamaño adecuado, y los colores iban cambiando con las sombras y los movimientos que hacía la mano. El cuchillo siempre relumbraba de un modo hermoso y amenazante cuando cortaba con él. Luego se terminaba, y la madre se llevaba la tabla entera al fogón y empujaba los pedazos de carne hacia la olla con movimientos acostumbrados y ágiles. Ese era el final. Tora sabía que los pedazos de carne se iban a poner grises y vueltos del revés, y que ya no serían gran cosa a la vista. En cambio las zanahorias, la col y el colinabo, refulgirían en el fondo del jugo de la carne y se conservarían mutuamente los colores resultando una hermosa combinación. Mientras esperaba a que el caldo estuviera lo bastante frío, le estaba permitido quedarse un ratito sentada, limitándose a mirar y olfatear. Después la voz le ordenaría que se comiera la comida, y ella dejaría que la odiada hoja de col pasara a la deriva ante una cucharada tras otra antes de que finalmente se la comiera. Tora sabía que el almacén de Tobias siempre había estado ahí. Era viejo y frío, tenía los agujeros de las ventanas cubiertos con trapos de sacos y una puerta que, cuando se entraba o salía, emitía un sonido terriblemente lastimero. No se usaba más que para almacenar cajas y trastos, o para reunirse en torno a una partida de cartas en caso de que hiciera el calor suficiente y se fuera hombre. El almacén era una estancia de techo bajo y no tenía las empinadas escaleras de entrada que solía haber en los locales de la manufactura de pescado. Resultaba sencillo entrar y no era difícil salir dando tumbos. En una ocasión hacía mucho tiempo, Henrik se la había llevado al almacén de Tobias porque la madre tenía que limpiarle la casa a alguien a cambio de un dinero. Pasó mucho tiempo hasta que Tora pudo cuidar de sí misma y la madre empezó a trabajar en la factoría de congelados. Henrik se había aposentado en una silla con un vaso en la mano y había empezado a contar historias. Tenía algo de sudor en la frente, como siempre que se entregaba a los vasos y las historias. El hombre había viajado por el mundo, por donde ocurrían las cosas. Cuando hablaba de aquel tiempo era como si se olvidara del hombro aplastado y retorcido que normalmente intentaba ocultar bajo la camisa. Los demás hombres se sentaban con las piernas separadas y el pecho descollando sobre la mesa. Henrik siempre se encorvaba sobre el tablero y su hombro destrozado colgaba hacia abajo, como si fuera un cormorán alcanzado en el ala. Pero sabía contar historias. Algunas veces parecía coger las fuerzas suficientes de los rostros expectantes que lo rodeaban como para conseguir alzar el hombro y, por un momento, apoyarlo sobre el codo sin fuerza. Pero lo más extraño y amenazador del tronco de Henrik no era el hombro destrozado. ¡Era el sano! Se abombaba enormemente bajo la ropa. La mano y el brazo eran un solo bulto de tercos músculos en desapacible movimiento. Pero en el lazo izquierdo, la mano y el brazo colgaban subdesarrollados y pasivos, y constituían una burla a toda la esencia de su persona. En aquella ocasión en el almacén de Tobias, el humo de las pipas y el tabaco de liar se condensaba en torno a la lámpara de petróleo que crepitaba entre las vigas como un animal irritado y somnoliento. La redecilla de la lámpara relumbraba malignamente dentro del cristal formando relámpagos en el brillante gancho de metal. Tora notó que tenía que ir al servicio y tiró de Henrik para decírselo, pero la cabeza del hombre estaba muy lejos, allá en lo alto, y ella era pequeña y estaba muy abajo en el suelo. Henrik alzaba el vaso con la manaza sana y relataba sus historias. Era Sansón y no la veía. En ese momento había empezado a chorrearle a través de la ropa. Al principio estaba caliente y resultaba soportable, aunque horrorosamente incorrecto. Uno de los hombres se dio cuenta de lo que pasaba y se lo dijo a Henrik. Los otros se echaron a reír. Señalaban a Tora y se golpeaban las rodillas, decían que Henrik no tenía madera de padrastro. La risa fue ascendiendo hasta que acabó saturando la cabeza de la chiquilla y dejó de ser de este mundo. Tora se acurrucó en el interior de su vergüenza y se quedó absolutamente sola contra todos. Pero eso no fue lo peor. Acabó haciéndose también de vientre. Se le escurrió sin más. No fue capaz de retenerlo. Sintió el apretón y luego se le salió. Los hombres se rieron aún más, olisqueaban y fruncían la nariz, y se burlaban de Henrik por tener tan poco control sobre la cría de Ingrid. Tora temblaba en algún lugar de su interior. Pero por fuera estaba completamente rígida. Había corrido por sus medias de lana blanca, hasta alcanzar el suelo. Caca muy, muy suelta. Había perdido la honra en el almacén de Tobias, por eso evitaba ir a toda costa. En algunas ocasiones no le quedaba más remedio que ir, porque alguien la mandaba allí con un recado. Al entrar todavía sentía que algo se le desgarraba por dentro, como si hubiera algo en su interior que nunca acaba de romperse. Aún podía percibir su propio olor y ver las medias marrones y manchadas. Y el recuerdo de la burda risa y las enormes fauces abiertas sobre la mesa la...



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.