E-Book, Spanisch, Band 133, 312 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
Walton Todos necesitamos la belleza
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19207-93-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
En busca de la naturaleza curativa
E-Book, Spanisch, Band 133, 312 Seiten
Reihe: El Ojo del Tiempo
ISBN: 978-84-19207-93-7
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Un ensayo en el que Samantha Walton indaga sobre la forma en que pensamos la naturaleza, nuestra relación con ella, y sobre los orígenes y el futuro de la «naturaleza curativa». «Una prosa exquisita, un libro muy cercano e intelectualmente fascinante». NATHAN FILER, autor ganador del Costa Book Award a la Mejor Primera Novela Samantha Walton explora cómo la cura natural podría conducirnos hacia una forma de vida más justa: un verdadero medio de recuperación para las personas, la sociedad y la naturaleza. Desde hace décadas, la sociedad occidental busca las propiedades curativas de la naturaleza. Los hospitales y las escuelas se reinventan al incluir jardines o huertos y los bosques se transforman en centros de bienestar. Nacen los «paisajes terapéuticos», potentes benefactores para la salud mental y física. En Todos necesitamos la belleza Samantha Walton acude a la historia, la ciencia, la literatura y el arte para mostrarnos que la cura natural tiene raíces tan hondas como antiguas. Sin embargo, en estos momentos en los que afrontamos una crisis sin precedentes en el terreno de la salud mental y de la devastación medioambiental, buscar y propiciar espacios para esa cura es más urgente que nunca. A lo largo de esta obra, erudita y personal, Walton nos invita a reflexionar sobre nuestra relación con algunos de los elementos más primigenios y salvajes de la naturaleza, tales como el agua, los bosques y las montañas, pero también nos acerca a jardines, granjas, parques y naturalezas virtuales, espacios donde la mano del hombre está más presente. Así, ahonda en el innegable vínculo entre naturaleza y salud, al tiempo que analiza las nocivas modas de una industria del bienestar que solo pretende sacar provecho de nuestra relación con el mundo natural.
Samantha Walton es profesora adjunta de Literatura Moderna en la Universidad de Bath Spa, donde centra sus investigaciones en el vínculo entre naturaleza y salud mental. Fue escritora invitada en el prestigioso Centro Rachel Carson de Múnich. Es también poeta y ha aparecido en la BBC, así como en diversos festivales, entre ellos Green Man y Wilderness, para hablar de su trabajo.
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INTRODUCCIÓN
Un antiguo ritual Me pongo en marcha a las siete de la mañana. Ya ha pasado el solsticio de verano, así que el sol ha salido hace horas y brilla intensamente en el cielo, sobre mi cabeza, cuando enfilo la bicicleta hacia el camino. Por lo general me encanta el calor. Como le sucede a tanta gente que vive sometida al húmedo y cambiante clima de una isla, me apresuro a salir en cuanto percibo el primer atisbo de sol. Pero ahora mismo estamos en medio de una larga y persistente ola de calor, el verano más cálido del que se tiene constancia en todo el hemisferio norte. A lo largo de seis semanas las temperaturas rebasarán los 30 oC durante el día. Las flores de las jardineras se están secando. La ropa se pega a la piel. El césped de Castle Park, el lugar favorito de la gente de Bristol para reunirse a beber, está totalmente pelado. Mientras acelero por la red de carriles bici de la ciudad, que se despliegan como arterias de este a oeste, trato de hacer caso omiso a las plantas marchitas, al humo y al tráfico de la hora punta que abarrota las calles para acudir una jornada más al trabajo. Dejo atrás bloques de oficinas y centros comerciales, y luego pasos elevados y complejos industriales. Por fin llego a los límites de la ciudad. Pese a que el campo está desteñido por el sol —otra víctima de la ola de calor—, me siento agradecida. Abandono el cemento y el asfalto, y a mi espalda quedan el olor a gasolina y a alquitrán recalentado. Desde los límites de la ciudad, tardaré otra hora más en llegar a mi destino. Según el mapa que tengo en mi teléfono móvil la ruta me hará trasponer granjas, campos, a lo largo de la orilla de un río, antes de adentrarse en el norte de Somerset culebreando tras las vías de los trenes. Ya estoy empapada de sudor, pero ahora no puedo volverme atrás. Al escapar de la ciudad, estoy dando comienzo a un ritual que es a un tiempo asombrosamente antiguo y absolutamente moderno. Acudo a la naturaleza en busca de salud. No es porque me encuentre mal, de momento. Pero llevo un tiempo advirtiendo el interés que despierta en todas partes la naturaleza curativa. Los colegios están sacando sus clases a la calle. Los hospitales se están viendo engalanados, un poco a la antigua usanza, de jardines y espacios verdes ideados para esparcimiento y relax de los pacientes. Las instituciones benéficas en pro de la salud mental nos aconsejan tomar nuestra «dosis diaria de vitamina N», buscar una manera de desconectar en los bosques y las reservas naturales. Los consultores naturales ofrecen a las empresas excursiones a entornos silvestres bajo la promesa de que sus empleados serán más productivos, más creativos y flexibles. En el pequeño archipiélago escocés de Shetland, ya es posible acudir a la consulta médica con síntomas de depresión, ansiedad y estrés y salir de allí con una «receta natural», en la que no falta el consejo de reconectar con ese mundo repleto de vida que hay en las costas de Shetland, sempiternamente barridas por el viento. Por repentina que parezca esta moda, no hay nada nuevo en la noción de que la naturaleza pueda ser curativa. Durante mucho tiempo nos han rodeado las historias de gente que recupera la salud, que encuentra alivio y sentido, en los entornos naturales. Podemos atribuir a los poetas románticos la invención de una naturaleza curativa, benéfica: un lugar de inocencia que nos enseña a ser buenos, y donde podemos entrar en contacto con lo mejor de nosotros mismos. Pero si echamos la vista todavía más atrás, veremos que nuestros recuerdos culturales más profundos, los mitos y las leyendas más antiguos de las culturas occidentales, ya referían que la naturaleza podría curar la mente y el alma. Los antiguos griegos y romanos tenían la poesía bucólica, relatos de las granjas y los bosques que incitaban a los ciudadanos a que abandonasen los muros de la ciudad, con la promesa de que allí encontrarían un tipo de vida más puro, más sensual y emocionante. La alargada sombra de lo que para aquellos individuos era un paraíso rural, la Arcadia, planea sobre el arte y la literatura. Lo bucólico apunta a un enclave áureo donde personas, animales, plantas, y tierra, agua y aire (las fuerzas elementales de la medicina ancestral) coexisten en feliz armonía. Como a tantos otros, la naturaleza no ha dejado de tentarme durante buena parte de mi vida para que abandonara las ciudades, las oficinas y la comodidad de mi hogar. Nunca he llegado a considerar esos viajes como una búsqueda de salud, ni siquiera como un remedio médico. Mis primeras influencias fueron literarias, no científicas. Crecí leyendo libros que hablaban de la naturaleza: me entusiasmaba con Los animales del bosque, vivía aventuras con Los Cinco, después pasé a los parajes desolados de las Brontë y a los extáticos bosques y montañas de Wordsworth y Shelley. Sus historias me enseñaron a desear intensamente los lugares libres y salvajes. Aprendí a ver mis estados de ánimo proyectados en la naturaleza, y a responder a la sutil influencia emocional de las plantas, los animales y el clima. Los paisajes literarios se convirtieron en una parte de mi propio paisaje psicológico, y dieron forma y nombre a las enrevesadas y complejas emociones que el paso de los años traía consigo. Pero al crecer en los suburbios, a tiro de piedra de la autopista M25, los bosques y las montañas no eran parte de mi realidad cotidiana. Trataba de encontrar esos lugares «salvajes» entre el mosaico de los trabajados labrantíos que transformaban el cinturón verde de Londres en un laboratorio para las emociones sobre las que había leído en los libros. ¿Podía participar también yo de aquellos sublimes sentimientos? A veces, las esquirlas de naturaleza que me era dado alcanzar me hacían sentir mejor. A veces me otorgaban un lugar en el que sentirme irritada, perdida y confundida. El reciente auge del interés en la naturaleza curativa invita a pensar que la ciencia está contagiándose de las viejas historias... o que por fin ha encontrado las pruebas que demuestran lo que desde hace mucho tiempo se considera natural y de puro sentido común. Pero es mucho más complicado que eso. Para empezar, ¿qué significa «ir a la naturaleza»? ¿Dónde está, al final del jardín, más allá de los límites del asfalto urbano, al final del camino, en la cima de una montaña, o en las embarradas huellas que se pierden entre fincas, caminos y campos? Son preguntas que importan, porque la mayor parte de la gente (alrededor del 55 por ciento de la población mundial) vive en las ciudades, y esta cifra solo se espera que aumente. La vieja definición de la «naturaleza» como algo alejado de la humanidad puede no significar demasiado en un mundo de microplásticos, crecimiento urbano y cambio climático. ¿La naturaleza curativa puede sobrevivir a la pérdida de un mundo puro, verde y virgen? Quizá nos cueste mucho despegarnos de la idea de esa frondosidad luminosa, y por ello simulamos mantener con la naturaleza una intimidad mayor de la que nunca hemos mantenido con ella, por más que se encuentre sumida en una crisis. O tal vez el regreso de la naturaleza curativa sea un indicativo de que está surgiendo una forma nueva y emocionante de conciencia medioambiental. El movimiento por la conservación de la naturaleza ha sido acusado, a veces con justicia, de priorizar lo natural a las personas; de anteponer la vida salvaje a las redes de transporte, o de proteger especies carismáticas como elefantes y leones, pero no a las comunidades que viven en una peligrosa proximidad a ellas. Lo cierto es que no debería tratarse de elegir una cosa o la otra. El conflicto de lo «humano frente a la naturaleza» es una falsa dicotomía, y es tan necesario como urgente dejar eso atrás. ¿Y si la naturaleza curativa sirviera de ayuda? ¿Y si pudiera contribuir a que cuidásemos un poco más ese otro mundo de la vegetación y los océanos, la atmósfera y el hielo, la vida salvaje y los microorganismos al que estamos intrínsecamente unidos, con el que entreveramos salud y destino de un modo absolutamente interdependiente? Este vínculo nos aleja de ese lustroso sesgo de autoayuda propio del movimiento del bienestar, que no ha tardado en explotar el resurgir de la naturaleza curativa. Las compañías encargadas de vendernos productos de belleza, vacaciones y prendas de vestir saben lo vulnerables que somos a los encantos de una naturaleza sanadora, y cuánto la ansiamos. Las mismas revistas de papel satinado y las influencers de Instagram que nos aseguran que nuestra felicidad se encuentra en el consumo y la meditación nos venden ahora retiros campestres y excursiones a lugares salvajes: frases que nos traen a la mente una frondosidad prístina, un entorno rural áureo, y unos océanos ondulantes y balsámicos. Lo cierto es que nadie puede comprar la felicidad ni vender un vínculo con la naturaleza, y las promesas de la cultura del bienestar hacen más daño que otra cosa. En nuestro afán por medirnos contra la dudosa senda de la iluminación a la que nos invita algún desconocido, todo aquello a lo que damos valor y significado en nuestras vidas puede empezar a parecernos un mero relumbrón, y a veces ni tan siquiera algo bueno. Al poner a prueba nuestras ansiedades, el «bienestar» puede convertirse en otro palo más con el que flagelarnos, una manera de transformar un verdadero estar bien en un arma con la que apuntaremos a todos aquellos que no estén, a nuestro parecer, tan saludables o felices como deberían. Algo sucede, sin embargo, cuando «vamos al campo», algo que no se puede comprar ni vender. A lo mejor solo estamos atravesando el bosque u holgazaneando junto a un lago. A lo...