Walsh | El chico gitano | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 250 Seiten

Reihe: ENSAYO

Walsh El chico gitano


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-120300-4-4
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 250 Seiten

Reihe: ENSAYO

ISBN: 978-84-120300-4-4
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Mikey ha nacido en una familia gitana romaní con larga tradición como campeones de boxeo sin guantes. Ha vivido siempre en una comunidad cerrada. Rara vez iba a la escuela y pocas veces se mezclaba con personas que no eran gitanas. La caravana y el campamento eran su mundo. Está orgulloso de su cultura pero el legado de su familia es agridulce, con una historia de pena y abuso donde se ve obligado a tomar una decisión agonizante: quedarse y guardar los secretos, o escapar y encontrar un lugar al que realmente pueda pertenecer. A través de su historia conseguimos saber más y disipar muchos mitos creados alrededor de la cultura gitana romaní. Pero también nos acerca a un relato duro, traumático, de un chico que tiene que alejarse de lo único que conoce para poder ser él mismo.

Mikey Walsh es el seudónimo de este escritor, columnista y activista LGBT británico, mejor conocido por su serie de libros autobiográficos. Fue uno de los primeros gitanos romaníes en escribir un libro. Creció viviendo en una caravana por todo el Reino Unido y casi no tenía estudios. Aprendió a leer y escribir por su cuenta y su primer libro, 'El niño gitano', se convirtió en un bestseller alcanzando el número uno en ventas. Actualmente se está trabajando en una adaptación cinematográfica. Walsh ha aparecido en la Lista Arco Iris de The Independent de personas LGBT británicas mas influyentes.
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01


El nacimiento

del niño lechón

Mi abuelita Ivy rompió aguas en la parte trasera de una furgoneta cuando atravesaban Berkshire junto al resto del convoy. En aquellos días de posguerra, casi todas las mujeres gitanas daban a luz en sus hogares ayudadas por otras mujeres, pero como Ivy medía menos de un metro y veinte centímetros, tenía muchas papeletas de que la confundieran con un pigmeo en chaqueta de punto (a pesar de que tenía el temperamento de un ogro) y no estaba en condiciones de tener un parto en casa sin la ayuda de una auténtica enfermera y de un par de médicos.

El hospital más cercano era el Royal Berkshire, de modo que Ivy no tuvo más remedio que dirigirse allí para que naciera su hijo. Consiguió parir a un crío robusto al que llamaron Tory, pero al cabo de un par de años acudía por segunda vez, en esta ocasión para tener gemelos: mi padre, Frank, y su hermana, Prissy. Joseph, el más pequeño y el favorito de Ivy, llegó dos años después.

Ivy y mi abuelo, el viejo Noah, pertenecían a la realeza gitana y la dedicación que los Royal Berks habían dispensado a uno de los patriarcas gitanos más célebres nunca fue olvidada. Cuando nació Joseph, casi todos los bebés de la comunidad gitana ya nacían allí.

Reading es una ciudad en expansión situada en las afueras de Londres, sin lugares emblemáticos ni atractivos destacables, pero su condición de sede de los Royal Berks la convirtió en el destino gitano más popular de todo el país. Dondequiera que estuviesen, cuando se acercaba la hora de dar a luz, las familias itinerantes acudían en masa a alguno de los numerosos campamentos que rodeaban la ciudad.

Cuando me tocó a mí, mi llegada al mundo fue presenciada por mi madre, el abuelo Noah, la abuelita Ivy, Bettie (mi otra abuela), la tía Minnie, que era la hermana de mi madre, y su marido, el tío Jaybus. En el mundo gitano, los nacimientos, igual que las bodas y los funerales, son un acontecimiento compartido y este todavía con más razón no solo porque mi madre tuviera un soplo en el corazón y se temiera por su salud, sino porque la familia estaba ferozmente decidida a que les diera un hijo.

Mis padres ya tenían una niña, mi hermana Frankie, y por tanto el nuevo bebé simplemente tenía que ser el primer hijo que tanto deseaba mi padre.

Cuando me pusieron en brazos de mi madre, la abuelita Ivy, con su pelo ahuecado teñido de negro, la boca llena de dientes de oro y el físico de una cría, exclamó: «¡Es el niño más gordo que he visto en mi vida, Bettie! Un pequeño lechón».

Las cabezas que rodeaban la cama prorrumpieron en sonoras carcajadas asintiendo con la cabeza y acariciándose la barbilla en unánime acuerdo.

No tengo ni idea de cuál fue mi peso al nacer —ni qué aspecto tenía—, pero, desde aquel momento, la noche que Bettie Walsh dio a luz a un lechón pasó a formar parte del folclore familiar.

Durante años mi madre se jactó de que había estado a punto de matarla. Pasé toda mi infancia escuchando los gritos y cacareos de las demás mujeres gitanas sobre el día en que Bettie trajo a casa a su lechón gigante. Si hubiera existido un premio para el bebé más gordo, feo y grande, sin duda me habrían concedido ese galardón. Y, teniendo en cuenta la cantidad de veces que tuve que sentarme a escuchar amablemente la historia de lo horrorizados que se habían quedado todos al verme, lo cierto es que sentía que merecía un premio.

Nada más nacer, lo primero que hizo mi padre fue colgarme al cuello una cadena de oro con un diminuto par de guantes de boxeo. Lo habían encargado antes incluso de conocer mi sexo: un símbolo de mi futura gloria y de las esperanzas colosales que mi padre depositaba en mí.

En cada país un hombre porta la corona del deporte más preciado para la comunidad gitana: las peleas a puño descubierto. Entre los hombres gitanos, esta corona es algo así como el Santo Grial, pero, tanto si aspiran a llevarla como si no, pelear forma parte del día a día de todos los hombres gitanos. Para cualquier gitano sería imposible, por mucho que desee llevar una vida tranquila, estar con otros gitanos sin que se le pida que levante los puños. Y, cuando se le pide, eso es lo que debe hacer. Da lo mismo que las posibilidades de salir vencedor sean mínimas: debe defender su honor, aunque la pelea no sume más que una nueva muesca ensangrentada en el cinturón de algún aspirante a luchador o, con más frecuencia, de algún matón de tres al cuarto.

Cualquier hombre que aspire a la corona tiene que pelear —y vencer— a muchos otros para conseguirla. Y la vida de un auténtico campeón gitano no es fácil. El título tiene un precio: deberá pasar toda la vida luchando para conservarlo, puesto que siempre habrá un contrincante más joven, más ambicioso y más principiante que deseará ocupar su lugar.

Por eso, a nuestra familia se la consideraba especial. La corona de las peleas a puño descubierto había permanecido con nosotros desde que mi bisabuelo, Mikey, la ganara por primera vez.

Había llegado a Gran Bretaña desde Europa del Este durante los bombardeos, sin recursos de ningún tipo y sin un hogar, acompañado de su mujer e hijos: tres niños y dos niñas. La guerra casi había borrado del mapa a los gitanos, que fueron odiados y perseguidos por los nazis. En Europa hubo mucha gente convencida de que habían sido aniquilados y de que su supervivencia se limitaría a una simple nota a pie de página junto a las demás culturas que fueron víctimas del Holocausto. Pero algunos desafiaron los pronósticos y, en los años posteriores a la guerra, se reagruparon y una vez más volvieron a poner en pie sus comunidades.

Cuando mis bisabuelos se trasladaron a Gran Bretaña, Mikey y su mujer, Ada, hicieron todo lo posible por salir adelante. Ella vendía amuletos y echaba la suerte mientras que él peleaba a cambio de dinero, alzando los puños ante cualquiera que le ofreciera unas cuantas libras por hacerlo. Ambos prosperaron y la reputación de Mikey como campeón de lucha creció.

Ganaron lo suficiente para comprar un pedazo de tierra y convirtieron aquel terreno en un hogar, en un campamento para gitanos, para sacarlos de las cunetas, los campos agrícolas y las áreas de descanso. Les ofrecían alquileres asequibles, buena compañía, un lugar para criar animales y un sitio donde protegerse de los prejuicios del mundo exterior. Los gitanos acudieron en tropel para establecerse allí.

La necesidad de pelear por dinero había desaparecido, pero el ansia de sangre y la emoción de la victoria, no. Y de ese modo luchar se convirtió en el destino de Mikey. Todos los gitanos jóvenes, audaces y sedientos de gloria venían a probar suerte contra el campeón. Y los venció a todos hasta que, tras años de auge invicto, finalmente fue demasiado viejo para competir contra hombres más fuertes y jóvenes, y cayó derrotado. Su hijo, Noah, que en aquel momento no era más que un crío, demasiado joven para pelear, juró recuperar su legado. Y con dieciséis años eso es exactamente lo que hizo, machacando al hombre que había vencido a su padre.

Como estaba determinado a que la corona permaneciera en manos de su familia, Noah crio a sus hijos para convertirlos en gladiadores entre los gitanos. Desde bien pequeños los obligó a pelear contra hombres adultos e incluso entre ellos, hasta que aprendieron a ser feroces y a no tener miedo.

—Golpeadlos para que nunca vuelvan a levantarse. Un buen golpe. Apagadlos como a una vela —repetía una y otra vez. Aquello se convirtió en el mantra de sus hijos.

Cuando mi padre hubo alcanzado la adolescencia, había derrotado a casi todos los hombres dignos de luchar de todo el país. Además del título, anhelaba el respeto y las alabanzas paternas que traería aparejados. Sin embargo, la corona que mi padre ansiaba con tanta desesperación ya la había ganado Tory, su hermano mayor; no solo era el mejor luchador entre los gitanos, sino que además era más rico y atractivo que mi padre, y sin duda el favorito de mi abuelo. Fue tal el éxito que alcanzó que llegó a convertirse en un campeón de boxeo también fuera del mundo gitano.

Mi padre no tenía nada que hacer al lado de su hermano y depositó todas sus frustradas esperanzas en su hijo. Estaba decidido a que yo fuera el luchador que derrotara a todos los demás, incluidos los dos robustos muchachos de Tory, el joven Tory y el joven Noah, quienes, aunque no eran más que unos niños, ya habían empezado a convertirse en unos especímenes de primera.

Mi tamaño y fealdad tan impresionantes al nacer solo sirvieron para avivar el entusiasmo de mi padre. Y en cuanto me puso la cadena con los guantes de oro alrededor del cuello, quiso que tuviese un nombre apropiado para el futuro que me esperaba.

A mi madre no le gustaban los nombres gitanos más habituales, como Levoy, John, Jimmy o Tyrone. Enganchada como estaba al glamour ochentero de Dinastía, su programa de televisión preferido, se empeñó en llamarme Blake. Pero mi padre y su familia no estaban dispuestos a que ese fuera mi nombre, sobre todo el viejo Noah.

—Este puto cabrón es más feo que...



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