Wallace | La puerta de las siete cerraduras | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 300 Seiten

Reihe: Literatura universal

Wallace La puerta de las siete cerraduras


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-7254-741-4
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

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Reihe: Literatura universal

ISBN: 978-84-7254-741-4
Verlag: Century Carroggio
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Thriller de intriga. Narra el hallazgo en la estación londinense de Waterloo de un hombre muerto sin causa aparente, y un desconocido intenta sin éxito apoderarse de la llave que el fallecido lleva en el cuello. Con él son ya dos los cadáveres en los que se ha encontrado una llave similar, lo que lleva al inspector Dick Martin a sospechar de un nexo común. Sus investigaciones le llevan al despacho del abogado Haveloc, administrador de la familia Selford, quien le cuenta que el anciano Lord Selford, antes de morir, repartió 7 llaves entre amigos de confianza, con el encargo en que el día en que su hijo y heredero llegue a la mayoría de edad, deben reunirse y abrir con las 7 llaves una puerta tras la cual se encuentra su fortuna. Más tarde el inspector escucha un extraño relato de labios de un hombre aterrorizado: se trata de un experto ladrón de cajas fuertes, que le informa que le han secuestrado y llevado a un lugar desconocido, con el propósito de que abriera una puerta con 7 cerraduras.

Richard Horatio Edgar Wallace (Greenwich, Inglaterra, Reino Unido, 1875 - Beverly Hills, Estados Unidos, 1932) fue novelista, dramaturgo y periodista británico, padre del moderno estilo thriller y aclamado mundialmente como maestro de la narración de misterio. Además es el autor del guion original de la película King-Kong.

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INTRODUCCIÓN
Richard Horatio Edgar Wallace nació en el barrio londinense de Greenwich el 1 de abril del año 1875. Y nació mal, pues no se le ocurrió mejor manera de comparecer en la vida que presentarse en la Inglaterra victoriana como el fruto ilegítimo de los escarceos amorosos de dos actores de segunda fila, que bastante trabajo tenían ya con intentar sobrevivir ejerciendo su oficio en el seno de una sociedad puritana para la que los cómicos eran ya, por el simple hecho de serlo, gentes de una reputación más que dudosa. Fue, pues, una fortuna para el recién nacido -al menos según los criterios entonces imperantes- que sus padres determinaran desentenderse de él y que fuera adoptado por un tal George Freeman, pescadero ambulante que tenía su centro de operaciones en el mercado de Billingsgate, el más antiguo de Londres, que por aquellas mismas fechas acababa de ver renovadas sus instalaciones. De la infancia del joven Edgar se saben pocas cosas. Su padre adoptivo le dio un hogar, unos hermanos y, sin duda, una educación. Porque el muchacho fue a la escuela hasta la edad de doce años y, según cuentan, mostró ya en ella sus inclinaciones por la literatura. E inició en este noble campo de las letras sus primeros pasos, incluso un año antes de abandonar los estudios, voceando periódicos en una de las plazas más céntricas de Londres, Ludlgate Circus, junto a Fleet Street -la calle editorial por excelencia- y cerca del Old Bailey, el tribunal central para las causas criminales. Con las dotes disuasorias y de elocuencia desarrolladas entre los puestos de pescado de Billingsgate, cuyo lenguaje vivo y directo es proverbial en el idioma inglés en el mismo sentido con que decimos por aquí «habla como una verdulera», cabe pensar que Edgar destacó en el oficio de vendedor de prensa. Por lo menos Londres, su ciudad natal, ha querido recordarlo en una placa colocada precisamente en la plaza donde aquella voz infantil pregonó los sucesos más resonantes del momento. El siguiente trabajo de Edgar, nada más abandonar la escuela, fue el de aprendiz de tipógrafo: todavía una relación más estrecha con el mundo de las letras, ahora en su aspecto más material y concreto, de lo que encontraremos un curioso y significativo recuerdo en una de sus novelas: la famosísima El Día de la Concordia. Pero aquel empleo no le duró. Como tampoco le duraría ninguno de los numerosos oficios que exploró a continuación: ayudante de zapatero, obrero en una fábrica, pinche de cocina en un pesquero, albañil, repartidor, etc. Hasta que a la edad de dieciocho años se alistó en el ejército, en el regimiento real de West Kent. Meses más tarde era enviado a África del Sur, formando parte de un nutrido contingente de tropas británicas. El envío de aquellas tropas era, más que nada, un acto de fuerza por parte del gobierno de Londres en apoyo de los colonos británicos que se habían establecido en El Cabo y que, progresivamente, iban desplazando a los antiguos colonos de origen holandés: los bóers. Tiempo atrás Inglaterra había llegado a un acuerdo con los bóers por el que se garantizaba la integridad del Transvaal y del Estado Libre de Orange; pero el descubrimiento de importantes yacimientos de oro en la primera de aquellas regiones había hecho que numerosos buscadores de ascendencia británica se instalaran sobre todo en el Transvaal bóer. Mirados por los bóers como extranjeros (uitlanders), el gobierno inglés presionaba al del Transvaal para que les reconociera derechos políticos, amenazando con la guerra: una guerra que, dada la enorme disparidad de fuerzas, tenía de antemano ganada. El conflicto estalló, en efecto, en 1899, y no fue ni muchísimo menos el paseo militar que los británicos habían previsto. Por el contrario, en los primeros compases de la lucha los bóers tuvieron la iniciativa. Suplieron estos su inferioridad con audaces golpes de mano y luego con una guerra de guerrillas que causó numerosísimas bajas a los ingleses. Las acciones militares se prolongaron durante dos años y medio y concluyeron en 1902 con la paz de Vereeniging, netamente favorable a los intereses británicos. Edgar Wallace intervino en diversas acciones de la guerra y fue repetidamente condecorado por su valor. En una de ellas cayó prisionero de los bóers, pero logró evadirse, siendo licenciado a continuación. Pero desde su llegada a África del Sur su vocación literaria había empezado a cristalizar de modo decisivo, bien orientada por los consejos de cierto clérigo que conoció en El Cabo y que le ayudó a completar su deficiente formación. Acaso aquella influencia no hubiera sido tan profunda de no ser porque el mencionado clérigo tenía una sobrina casadera a la que el muchacho empezó a cortejar y que se convertiría poco después en su esposa. Edgar Wallace había publicado ya en 1895 un pequeño librito titulado Canciones. Su primera novela, Mission that failed, vio la luz en 1898, y a ella siguieron algunos relatos también de tema militar, agrupados en Writin Barracks (1900) y Unofficial dispatches (1902). Pero, una vez libre de sus compromisos con el ejército, la puerta por donde se introdujo en las letras fue, más que nada, el periodismo. Sus primeros trabajos se publicaron en el Cape Times y, más ocasionalmente, en la South African Review, y pronto en algunos de los más importantes periódicos de Londres, que lo contrataron como corresponsal de guerra: la agencia Reuter, el Daily News, el Daily Mail, etc. Eran las suyas unas crónicas directas, palpitantes, donde la narración de los hechos primaba sobre su valoración política, al contrario de lo que por entonces solía ser habitual. La guerra era una aventura, y como tal se presentaba en sus vicisitudes. Empezaba a desarrollarse de esta forma una visión del periodismo hasta entonces poco frecuente en la prensa británica y que, sin embargo, tenía precedentes ilustres en la historia de la literatura inglesa. Y aventura era asimismo para el periodista la obtención de la noticia, anticipándose en la medida de lo posible a los demás órganos informativos, sin importar demasiado los medios ni los riesgos. Así Wallace pudo anunciar, por ejemplo, la paz de Vereeniging, que puso fin a la guerra, cuarenta y ocho horas antes de que esta se firmara, arriesgándose a severas sanciones por los medios empleados para conseguir la primicia y por haber ignorado la censura militar impuesta. A consecuencia de aquel incidente, fue incluso desposeído de las condecoraciones que habla obtenido en campaña. Estos años pasados en África del Sur fueron decisivos para la formación literaria de Edgard Wallace. Tuvo la oportunidad de conocer por entonces a quien a la sazón era una de las jóvenes glorias de la literatura británica: Rudyard Kipling. Diez años mayor que Wallace, Kipling se había introducido en el mundo de las letras por la puerta del periodismo, y acaso vio en Wallace una imagen de lo que él mismo había sido: alguien en quien él mismo podía reconocerse sin esfuerzo, a pesar de la diferente educación recibida. Se hallaba, además, en un momento crucial de su carrera, en el que iba a dejar de lado la poesía- aquellos grandilocuentes poemas que le habían convertido en la pasada década en el cantor por excelencia del imperialismo británico- para abordar de lleno la creación novelística, ya en obras como Kim o en sus relatos cortos. En la euforia de los meses que siguieron a la guerra, Wallace intentó crear un periódico propio en Johannesburgo, el Rand Daily Mail, que no obtuvo el éxito esperado. Era el momento de regresar a Inglaterra, a la que volvió en cuanto pudo poner orden en los asuntos de su fracasada empresa editorial. De regreso en Londres, no le costó apenas esfuerzo encontrar colocación en la redacción de alguno de los periódicos para los que ya había servido de corresponsal en Sudáfrica: primero en el Daily News y luego en el Daily Mall. Pronto se especializaría en temas de hípica y de carreras de caballos -de lo que de nuevo encontraremos un eco en el carácter de uno de los protagonistas de sus obras, concretamente en el Benjamín Awkwright de El hombre del hotel Carlton-, firmando una columna extraordinariamente popular, la mantendría durante muchos años, como, en general, siempre seguiría vinculado al periodismo, aun cuando su actividad como novelista y dramaturgo le proporcionara recursos más que sobrados para poder vivir exclusivamente de ella. Su primera novela de éxito fue la titulada The four just men, publicada en 1905, que sin embargo le proporcionó más fama que beneficios económicos. Y a partir de este momento emprendió una carrera literaria espectacular que, en el transcurso de las tres décadas que duraría, le daría tiempo para escribir unos 175 libros, 15 obras de teatro, innumerables relatos cortos, artículos periodísticos, reportajes, guiones cinematográficos, etc. En 1927, por ejemplo, publicó 26 novelas y vendió cerca de 5 millones de ejemplares; obtuvo unos ingresos anuales por la enorme cifra de 50.000 libras esterlinas (A título de comparación, para valorar lo que suponían esos ingresos, recordemos que el doctor Marford -protagonista de una de las novelas que incluimos en este volumen, El hombre del antifaz blanco- estaba convencido de poder vivir, por la misma época, durante cinco años con su pequeño capital de 1.500 libras; sin darse muchos lujos, por supuesto, pero aun sin conseguir ni un solo paciente). Como dato adicional señalemos que hubo largos periodos de tiempo en los que, de cada cuatro libros vendidos en Londres, uno...



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