Vázquez Minguela | Helena Bianco (epub) | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 360 Seiten

Reihe: eMilenio

Vázquez Minguela Helena Bianco (epub)

Entre el suelo y el cielo
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19884-01-5
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Entre el suelo y el cielo

E-Book, Spanisch, 360 Seiten

Reihe: eMilenio

ISBN: 978-84-19884-01-5
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



¿Quién es Helena Bianco? La respuesta parece sencilla: la cantante de Los Mismos, uno de los tríos más exitosos y vendedores de la historia del pop español. Sin embargo, ¿no es acaso, también, aquella Elena Vázquez Minguela quien siendo todavía una cría era capaz de sorprender a los radioyentes de su Valladolid natal en cada concurso para nuevos talentos en el que participaba? Pero no hay dos sin tres, pues Helena Bianco ha sido y sigue siendo una artista de plena actualidad, aunque en evolución constante. Fue, también, la voz tras la modernidad de Jara o el talento frente al micrófono de unos Bianco ya subidos a la Nueva Ola madrileña. Interpretó en el teatro a la inolvidable Eliza Doolittle de My Fair Lady y se desempeñó como entertainer de la sala de fiestas Casablanca. Ha hecho volar sobre un pentagrama los poemas de su admirado Rafael Alberti o volver a sus raíces probándose frente al público de nuevo, sin rasgarse las vestiduras por partir otra vez desde cero. Así alcanzó el triunfo absoluto en La Voz Senior el año 2019.

Elena Vázquez Minguela (Valladolid, 1948) comienza su trayectoria profesional a los diecisiete años integrada en el trío pop Los Jolly's, denominados más tarde Los Mismos, con Benjamín Santos y Antonio Pérez. Juntos lograrán inmensa popularidad. En su voz han sonado temas tan conocidos como 'El Puente', 'Voy a pintar las paredes con tu nombre' o 'Ata una cinta alrededor del viejo roble', entre muchos más, configurando una discografía amplia e imborrable para el público. En 1980 el grupo decide disolverse. Hacia 1992 Helena lanza su carrera en solitario con proyectos propios como Bianco o Jara, registrando diversos álbumes y sencillos. En 2003, participa en el programa 'Vivo cantando', de gran repercusión y enorme impulso a su trayectoria. En 2007, participó en el concurso 'Misión Eurovisión' de TVE formando el dúo Los Amantes junto a su marido Guillermo Antón. Desde finales de 2009, colaboró para Telecinco junto a María Teresa Campos en '¡Qué tiempo tan feliz!'. Volvió a proyectarse mediáticamente en mayo de 2019, durante la primera edición del concurso musical, 'La Voz Senior' de Antena 3 en el que se alzó triunfadora absoluta. En la actualidad es presidenta de la asociación Pioneros Madrileños del Pop (PMP) manteniéndose en estupenda forma y plenamente activa.
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1. Cantina El Cuco

Recuerdo el lugar donde se hallaba la cantina como una calle solitaria, muy mal iluminada, apenas un par de farolas que solamente valían para mostrar levemente el camino. En la acera de enfrente de la cantina, había un edificio histórico, un lugar que servía para albergar vidas comprimidas, vocacionales, para generar lealtades a Dios, donde se oían liturgias y plegarias acomodadas a un calendario y a la fe concreta, particular, de cada una de las religiosas. Se trataba de la institución popularmente conocida como La Beneficencia; realmente, el Colegio de la Milagros, uno de la mano de la otra, o, como cuenta el dicho popular: “tanto monta, monta tanto”.

En el interior del edificio, se encontraban unos críos moderadamente felices a pesar de las múltiples segregaciones, ya fueran por sexo o por estatus social, siempre amparados en esa envidiable ingenuidad de su edad. Niños y niñas corrían y hacían travesuras durante todo el día, ya que, en el Colegio de la Milagros, se pasaba la jornada completa: desayuno, comida, merienda y cena, pero nunca juntos. Todas las dependencias estaban separadas: niños por un lado y niñas por el otro. Lo necesario que allí se nos daba, tanto a nosotros como a las monjas, era proporcionado por entidades “misericordiosas”, que, a través de este “noble gesto de la limosna”, lograban así evitar esa plaga generalizada de hambre y de desnutrición que todo el país padecía tras la guerra civil y que por largo tiempo se extendió en la posguerra, hasta los primeros años de la década de los cincuenta —los llamados años del hambre—.

Los parroquianos de la cantina de mi padre narraban cientos de veces, como si de una escena costumbrista se tratara, los acontecimientos del día: un sinfín de noticias que se iban sucediendo sin cesar. La posguerra daba mucho de sí. Entre las paredes de la Cantina El Cuco se acogía y se ayudaba a todo aquel que lo necesitaba. La cárcel estaba muy cerca y mi madre, en ocasiones, abastecía de alimentos a los más solos y necesitados; las veinticuatro horas del día eran bien aprovechadas, no había apenas tiempo para el descanso. El cementerio estaba en esa misma calle, pero a unos dos kilómetros de distancia, ya fuera de la ciudad. La iglesia de San Pedro Apóstol, a una manzana de nuestra cantina, era la parada oficial de todos los carros funerarios. Carros, algunos, de lujo, de madera negra brillante y que iban tirados por caballos, no siempre el mismo número. Si del carro tiraban dos caballos, el difunto era pobre; si lo hacían cuatro, estábamos ya ante una persona acomodada; y si era tirado por seis, el difunto o la difunta era de alta alcurnia. También el atuendo de los caballos era diferente en función de la clase social. En la cantina siempre hacían un alto en el camino los que seguían al féretro, para tomar algo antes de que comenzase la misa, y los conductores de los carruajes, para echar una charla agradable y tomarse un tentempié. Fueron los años de más auge de la Cantina El Cuco.

Ese 5 de enero se notaba la ausencia entre el bullicio de la gente de mi madre, “La Cuca”. En esta narración, debo mencionar el dolor y los gritos ahogados de mi madre mientras sufría las contracciones producidas por mi anunciada llegada a este mundo. Este hecho ya no sorprendía a nadie; en mi caso, fueron casi veinticuatro horas, pero con todos y cada uno de mis hermanos, la situación fue muy similar: partos prolongados en el tiempo y dolorosos por problemas de dilatación. Sí, yo fui testigo, como es natural, de mi propio nacimiento, aún impregnada por el líquido amniótico que durante mi gestación me protegió y unida a mi madre por el cordón umbilical, a la vez que salvaguardada por una legión de ángeles, hasta depositarme dulcemente sobre la tierra. Allí fue donde nací, en la misma Cantina El Cuco, asistida por mi tita Goyitay, la comadrona, y algún otro miembro de la familia o de los amigos; bueno, limitemos el género, amigas, ya que estas cosas, por aquel entonces, eran exclusivas de mujeres. Fue a la una y veinte de la madrugada del 6 de enero de 1948, como si de un regalo más de los Reyes Magos se tratara, cuando llegué a este mundo. “¡Una hermosa niña de casi cuatro kilos!”, gritó alguien.

Era negrita de pelo, de piel resbaladiza, muy morena, y lloraba con tal fuerza que, al oírme desde la tasca, todos se relajaron y celebraron mi nacimiento: “Buenos pulmones”, se escuchó que alguien comentaba. Mientras, abajo en la cantina, mi padre celebraba el nacimiento de su tercer hijo. Lo celebró de tal manera que tardó más de un día en despertarse del festejo. Dicen que se llenaban los vasos de vino a un ritmo imparable; mi padre, ante la felicidad provocada por el final venturoso del parto y por mi nacimiento en buen estado, no era consciente de la velocidad a la que se vaciaban los chatos y los campanillos, como llamábamos por entonces a los chascarrillos en cualquier cantina pucelana. Nos besuqueaba a mi madre y a mí de manera incesante, y entre esto y el tiempo que pasó inconsciente, cuando me fue a registrar habían pasado ya dos días.

A mí siempre me pareció algo peculiar narrar así mi llegada a este mundo, pero, según cuenta mamá, esta fue la tónica generalizada con todos y cada uno de mis hermanos. Sí, fueron tantas las vivencias compartidas en esa cantina, tantas las anécdotas, que para narrarlas todas habría que escribir otro libro; para esto y, sobre todo, para hablar de la familia de mis padres, como más adelante haré. Allí, el trabajo era muy duro y prolongado, muchas horas sin apenas descanso.

De amores vengo,

del vientre donde creció la simiente de sus cuerpos.

Estuve en la oscuridad de ese vientre, callado y quedo.

Volé durante algún tiempo, navegando en el silencio

de un mar cubierto de sombras.

Hasta que sentí en mi pecho, una presión que engullía

mi cuerpo frágil, pequeño, por un túnel muy estrecho.

¿Dónde aire, mar y barca?, ¿dónde paz, dónde silencio?

Siento mi piel encenderse, siento ahogo, siento miedo.

La puerta del mundo se abre ante mis ojos pequeños,

ciegos y desconcertados, cubiertos de velo negro.

En mis oídos golpean mil sonidos que no entiendo.

Cuánta risa, cuánto llanto, después de tanto silencio.

¡Qué añoranza de ese vientre donde se engendró mi cuerpo!

Torbellino de hojas y de vientos,

herida moribunda en las entrañas.

Avenida de lágrimas y de llanto.

Tormenta de guitarras.

Relámpago de ira y desalientos.

Todo, acunando mi alma.

Junto con mis padres, en la Cantina El Cuco vivían algunas tías y, a veces, alguno de mis tíos que, junto con los tres hijos del matrimonio, yo y mis dos hermanos Paco y Pilar, formábamos aquel hogar configurado alrededor del negocio familiar: la cantina. Obviamente, por temas de vecindad, mi madre mantenían buena relación con alguna de las monjas de La Beneficencia; así fue como, a veces, siendo yo muy niña, prácticamente un bebé, me dejaba con alguna de ellas para poder atender su trabajo más libremente. Según me cuenta, de este modo comencé a formar parte del colegio, cuando apenas contaba con tres añitos. En esto ya me habían precedido mis hermanos, Paco y Pili. Como es lógico, no tengo recuerdo alguno de mi estancia en el centro entre los tres y los seis años, pero con mis primeros recuerdos comienzan a aflorar extrañas sensaciones, a esa corta edad empecé a percibir algunas diferencias de trato y de dotaciones. Lo notaba muchísimo, era muy evidente, las compañeras de mi clase me lo recordaban continuamente con sus ironías y con su comportamiento conmigo. Sí, había algunas diferencias con otras compañeras de mi misma clase en el trato, en los actos escolares e, incluso, en los religiosos. Hasta el propio uniforme, paradojas de la vida, era diferente; hasta en la manera de hablarles eran favorecidas de una manera descarada, hecho que ponía de manifiesto la desigualdad en todos los aspectos entre los distintos alumnos. Aunque yo era una niña, esa sensación se me metió en la sangre e hizo que poco a poco me fuera convirtiendo en una niña tímida y retraída.

Los años iban pasando y esa situación, esas bases de la convivencia escolar, para nada cambiaron, por muy injustas y dañinas que fueran; es más, tanto a mi hermana como a mí, con cada día que pasaba, más nos marcaban. De esta época, hay cuatro cosas que me dejaron profundamente afectada.

La comida

Siempre era la misma, eso no me importaba, pero el día de la fiesta del colegio había una algarabía especial, soñábamos con que, por lo menos, ese día nos permitieran salir de la rutina, recibir algún capricho; pues no, ni siquiera en la Fiesta de la Milagrosa. Ni un plato apetitoso ni un dulce. A pesar de ver subir grandes bandejas de ellos a las dependencias de las monjas, nosotros para nada contábamos en ese capítulo del día.

La procesión del Domingo de Ramos

A las niñas nos ponían en dos filas, dos grupos diferenciados y manifiestamente discriminatorios. Dos filas para remarcar bien nuestras diferencias sociales: la fila de “las ricas”, como decíamos nosotras, con su uniforme diferente y, por supuesto, mucho mejor, y “la otra”. Las palmas de las niñas ricas eran altísimas, bellísimas; mientras que nosotras, las niñas pobres, con un sencillo ramito de laurel nos bastaba, ya que, lamentablemente, hecho que se preocupaban mucho por remarcarnos, no había dinero para comprar ni una sola palma en las familias. Me quedaba embelesada mirando a las niñas sujetando sus palmas con...



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