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Vesaas | Los Pájaros | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 310 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

Vesaas Los Pájaros


1. Auflage 2025
ISBN: 979-13-8756319-6
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 310 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

ISBN: 979-13-8756319-6
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Mattis no entiende mucho sobre el mundo. No entiende por qué otros lo llaman simple. O por qué su hermana Hege, que lo ha cuidado en su tranquila cabaña junto al lago desde que eran pequeños, se siente tan frustrada. Pero él sabe que la becada que empieza a volar sobre su casa todos los días es una señal de que algo está a punto de cambiar. Y cuando Hege se enamora, perturbando su existencia familiar y desequilibrando sus pensamientos, decide que debe enfrentar su destino.

Tarjei Vesaas (Vinje, Telemark, 1897-1970). Poeta y novelista noruego. Es considerado como uno de los escritores noruegos más importantes del siglo xx y quizás el más importante desde la Segunda Guerra Mundial. Su obra está dominada por los temas existenciales del mal, el absurdo, así como por la omnipresencia de la naturaleza, que es caracterizada por una fuerte dimensión simbólica y onírica. Vesaas recibió varios premios literarios, incluyendo el Gyldendal en 1943, el Premio de Literatura del Consejo Nórdico por su novela El palacio de hielo (1963) y el Premio de Venecia por Los vientos en 1953. Se le mencionó como candidato para el Premio Nobel de Literatura en tres ocasiones diferentes (1964, 1968 y 1969).
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10


Las copas de los álamos Mattis-y-Hege se alzaban espigadas bajo el sol matutino y el cielo azul profundo. Mattis pasó junto a ellas al encaminarse hacia la carretera. Caminaba con los labios apretados: ¿por qué ha venido la becada, si todo va a seguir como antes? ¿No debería uno quedarse simplemente esperando, para ver si algo sucede? No, dijo Hege.

Mattis ya no se sentía tan dispuesto como la noche anterior, tras haber recibido el saludo del pájaro.

Si Hege hubiese sido diferente a como era, nunca lo habría mandado a dar esta inútil vuelta, habría entendido que no tenía por qué hacerlo. Pero Hege nunca cambiaría. Tampoco es que necesitase hacerlo, vaya. De alguna forma.

Siguió avanzando con pasos pesados.

Tan pronto como emergió del bosquecillo, toda la aldea se desplegó frente a él. Prácticamente cada una de las granjas representaba el recuerdo de alguna fallida jornada de trabajo.

En la carretera ya había mucho ajetreo. Los automóviles empujaban a la gente hacia las cunetas, como siempre. El arcén se había tornado grisáceo a causa del polvo levantado.

De vez en cuando Mattis recorría este camino también cuando no iba a trabajar. En ocasiones Hege lo enviaba al tendero con algunas monedas para comprar comida, o para entregar una chaqueta de punto ya terminada. Era siempre una audacia que podía salir bien o terminar en vergüenza y un dolor punzante.

En ese momento, la gente acudía a las granjas para trabajar. Mattis los veía a su alrededor. Las labores de principios de verano. Eliminar malas hierbas de los campos de cultivo, sobre todo. La gente se mostraba fuerte y diestra, yendo al trabajo con la misma naturalidad con la que respiraba y vivía. Algunos llevaban una pipa matutina humeando entre los dientes, otros usaban la boca para silbar un poco, otros solo movían los brazos.

¿Debía acercarse a preguntar a la gente de inmediato? ¿Entrar en la primera granja que viera? Uy, no. Solo les haría sentirse incómodos porque tendrían que inventarse alguna excusa para explicar por qué justo hoy no era buen momento. Dejó atrás una granja tras otra. Se imaginó que la gente respiraba aliviada cuando pasaba de largo, cuando ya le veían de espaldas.

¡Pero seguro que vosotros no habéis tenido un sueño como el mío!, pensó. Esa idea lo reconfortaba.

Tenía muchos recuerdos que le causaban vergüenza, aunque eran muy diferentes entre sí. En ocasiones anteriores, había intentado trabajar con algunos de los muchachos con los que se cruzaba ahora, y esos recuerdos le hacían fijar la vista en la carretera. Los demás también se apresuraban a pasar de largo, como si tuviesen un fracaso en común que ocultar.

Hoy, con toda seguridad, habrá otro más. Hege lo sabe bien, y yo también lo sé.

Me gustaría darme la vuelta, pensó, no quiero subir a esas granjas en las que todos ya me conocen.

Sin embargo, algo extraño:

Tan pronto lo hubo pensado, hizo justo lo contrario. Abandonó la carretera principal y se acercó a una de las granjas. ¿Qué le estaba sucediendo? Un recuerdo destelló en su mente. Justo de esa granja podía recordar un pequeño acontecimiento que no había terminado en vergüenza.

Tal vez encontrase algo allí que le levantase la moral hoy también.

Mattis se topó con el granjero justo frente a la esquina de la casa. El hombre estaba ahí parado, junto a un muchacho y una muchacha, cada uno con una azadilla ligera entre las manos, preparados para acudir al campo de nabos. Mattis no los vio antes de acercarse del todo, cuando de repente su cara apareció justo frente a ellos como de la nada.

—Buenos días, ¿tiene faena para mí? —preguntó precipitadamente, y escrutó al hombre con ojos asustados. Aquí era cosa de no pensárselo dos veces. Se giró ante los dos jóvenes, para darles la espalda.

El hombre contestó con la misma presteza, tampoco se detuvo a pensarlo.

—Pues sí, si sabes escardar nabos.

Mattis se quedó boquiabierto un instante, y después sonrió ampliamente.

—Pues sabía —dijo—. Dado que ahora las cosas no son como antes, es así como deben ser.

¿Qué quieres decir?

—Ah, solo es que hay algo… —dijo Mattis—. Algo es muy diferente para mí hoy. Pero es algo de lo que usted no entiende.

La muchacha y el muchacho se habían acercado y colocado frente a Mattis. Comenzaron a intercambiarse miradas, de una manera que Mattis conocía bien, y que no presagiaba nada bueno.

—Tiene que ver con el vuelo de cortejo de la becada —se apresuró a añadir Mattis, algo nervioso.

¿El vuelo de cortejo de la becada?

—Sí, ¿no sabe lo que es? —preguntó Mattis animado.

Ahora el granjero se habría percatado de qué clase de hombre tenía enfrente, pero ya era tarde, no querría incumplir su palabra.

—De las becadas he oído hablar —dijo—. Pero querías trabajar en el campo de nabos, ¿no? Entonces tenemos que buscarte una azadilla a ti también…, así podemos ver quién escarda con más rapidez.

El hombre pensó que debía decir esto último, le habría resultado imposible no soltarlo.

Mattis era sensible, y se percató de inmediato.

—Sí, quizá también podamos echar una carrera —dijo, soltando una breve risita. Una risita que, en realidad, sonó casi como una carcajada.

El hombre se quedó un tanto pasmado, pero se recompuso y rio con él.

—Sí, a ver quién llega primero a los nabos, a eso te refieres, ¿no?

Se reían los dos, turnándose para ver quién era el más machote.

¿Pero quizá quieras un bocado antes de comenzar? —preguntó el hombre, poniendo fin a la diversión.

Mattis negó con la cabeza.

—Tenemos comida en casa.

Sintió que era agradable poder decir eso.

Después era cosa de ponerse a trabajar. Mattis recibió una azadilla y acompañó a los demás al campo de nabos. A Mattis le pareció que la parcela era terriblemente extensa; uno no podía vislumbrar el final, se extendía sobre una colina y desaparecía al otro lado.

Mattis se giró hacia el granjero y dijo con tono de animadversión:

¿Y qué vas a hacer con tanto nabo?

Se quedó ahí plantado, desganado y perdido.

¿Ya estamos con esas? ¿Incluso antes de haber comen-zado? —dijo el granjero. Lo hizo sin pretensión, pero para Mattis el Simplón eso era hablar claro, y agachó la cabeza.

¿Puedo ponerme con estos de aquí? —preguntó rápidamente para esquivar el tema. Se refería a los surcos de nabos justo a sus pies.

El hombre asintió.

—Supongo que has hecho este tipo de trabajo antes, Mattis. Así que ¿sabes cuánto espacio debe haber entre las plantas que conservamos?

El hombre se sintió en la obligación de decir esto, pues escardar era un trabajo importante que podía determinar la cosecha del año y, con ello, el beneficio.

¿Cómo podría haber llegado hasta casi los cuarenta años si no lo supiese? —dijo Mattis—. Solo me faltan tres —añadió. Aquí valía ponerse firme. Se sintió bastante orgulloso de su respuesta.

—Eso es cierto —contestó el hombre—, pero lo que te he preguntado es cuánta distancia debe haber entre las plantas, según lo que te han enseñado. ¿Quizá me lo quieras mostrar?

Mattis mostró la distancia con los dedos. Totalmente al azar.

—No —dijo el hombre—, entonces has aprendido de alguien que no sabía mucho. Así tiene que ser.

Mattis agachó la cabeza de nuevo.

Los jóvenes intercambiaban miradas. Se habían colocado de modo que pudieran trabajar el uno junto al otro. A Mattis le correspondían dos surcos de nabos entre la muchacha y el granjero. Y eso le gustó mucho.

¡Hala! —dijo el muchacho en voz alta—. ¡A por ello! A ver quién llega primero al otro lado del campo.

Miró de reojo a la muchacha y rio. Se ríen con gusto entre ellos, y se miran a los ojos estos dos. A Mattis le surgió una leve sospecha en cuanto lo percibió.

Pero, ¡hala!, ahora solo era cosa de ponerse en marcha. Mattis intentó imitar a los otros; ser tan rápido como ellos en sus movimientos. Las malas hierbas se apostaban en el entresurco de los nabos y entre las plantas, y en todas partes. Ahora debían arrancarse y ofrendarse al sol ardiente. Además, las plantas de los nabos estaban demasiado pegadas, así que había que arrancar una buena parte de ellas. Mattis debía lograr hacer todo esto con rapidez y seguridad, con la azadilla; y cuando esto resultaba difícil, con las manos.

Estaba nervioso. Simplemente no era capaz.

Pronto empezaría lo de siempre, con sus pensamientos enredándose mientras trabajaba, atravesándose e impidiéndole desempeñar su labor.

Apenas le dio tiempo a pensarlo antes de que sucediera: los tallos empezaron a liársele en los dedos, contra su voluntad, reduciendo la velocidad.

Alguien carraspeó a su izquierda. Era el granjero, inclinado sobre sus propios nabos, que recogía y atendía de forma adecuada.

Mattis se puso en guardia de inmediato. Aunque eso no tuviese por qué significar nada. A veces, la gente carraspea sin más.

Sin embargo, Mattis se iba poniendo cada vez más nervioso, introduciendo torpemente los dedos entre las plantas y arrancando las que no eran. No lograba blandir bien la azadilla,...



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