E-Book, Spanisch, 311 Seiten
Reihe: Gran Angular
Ventura Medina Como caracol...
1. Auflage 2019
ISBN: 978-607-24-3220-8
Verlag: Ediciones SM
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 311 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-607-24-3220-8
Verlag: Ediciones SM
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Julieta supone que hace mucho tiempo ocurrió algo entre su mamá y su abuela que terminó por separarlas. Un día, Julieta decide conocer mejor a su abuela, Mariana. Cada momento se convertirá en un regalo y de la mano se acompañarán a sobrellevar de manera digna la enfermedad de Mariana, el Alzheimer.
Alaíde Ventura Medina. Nació en 1985 en Xalapa, Veracruz, a donde volverá tarde o temprano. Actualmente vive en la Ciudad de México. Estudió Antropología en la Universidad Veracruzana y en la unam; su tema de investigación es el proceso de envejecimiento humano.
Ha trabajado como guionista y redactora en medios como Canal Once, Televisión Educativa y Time Out México, entre otros. Disfruta caminar por la ciudad y escuchar lo que la gente cuenta. Anda siempre buscando un lugar con pasto donde pegue duro el sol y jamás le dirá que no a la posibilidad de una historia.
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21
Llegué a la librería antes de que abriera. Tal vez pedaleé demasiado rápido, no lo sé, pero todas las librerías estaban cerradas y tuve que sentarme en la banqueta a esperar a que dieran las once. Empezaron a llegar los trabajadores de las tiendas poco a poco. Se agachaban para empujar hacia arriba las cortinas metálicas. Hun no aparecía. Por ahí de las once veinte, se prendió la luz de la librería, la única sin cortina metálica. Un espantaespíritus tintineó y Hun abrió desde adentro una puerta de madera. —¿Clientes tan temprano? Un milagro de Día del Libro —dijo, mientras giraba el letrero de “ABIERTO”. —¿Hoy es Día del Libro? —miré mi reloj como si la fecha pudiera decirme algo. —¡Claro que no! Gente comprando libros en el Día del Libro no sería milagro, ¿ves? No vi. Cambié de tema. —Vine a decirte que ya leí Los detectives. —Y ahora quieres ir a la Ciudad de México. —¿Cómo sabes? —Supuse. El libro hace eso. Entramos a la librería. Me senté en una silla medio raída y acomodé mi mochila donde pude. Hun me ofreció café. Me asomé a ver cómo lo preparaba. —Antes tenía cafetera, pero con prensa es más fácil. ¿Cómo lo tomas? Le expliqué que en realidad casi nunca tomaba café, pero que me gustaban los capuchinos con cajeta. Él se rio y me dijo que podía ofrecerme un lechero con azúcar. Se preparó un té, sentado en el borde de una mesa. —Ahorita va a pasar un señor vendiendo pan, por si quieres —puso en mi taza una cucharita con un mango muy elegante. La librería tenía dos ventanas grandes, típicas de las casas viejas de Xalapa. La luz entraba muy bonita, esquivando una persiana amarilla. Un señor en bicicleta se detuvo a media calle y gritó: —¿Lleva pan, joven? —Don Cosme vende marquesotes —dijo Hun, acercándose a mí. Creí que iba a tomarme de la mano, pero sólo me hizo señas para que lo acompañara. Salimos a ver qué traía en su canasta. El pan se veía muy rico: la mitad era el típico de harina y huevo, pero también tenía empanadas de guayaba y de manjar. Hun compró una bolsa de marquesotes, que son como galletotas, y la abrió con los dientes. Don Cosme se persignó con el billete de veinte pesos y siguió su camino. Nosotros volvimos a la librería. —Qué raro que pregunte si llevas pan, cuando el que lo lleva es él —dije y, como estaba nerviosa, mi voz salió en un tono sin intención, medio ñoño, pero Hun se rio. —Cuando dices chistes y no haces gestos es más chispa, es como humor inglés, ¿ves? O sea que, para Hun, “¿ves?” era una muletilla y no una pregunta real; como decir “¿cómo se llama?”, pero muy rápido: “¿cómosiama? ”o como decir: “esteee”. Hun no chopeaba su marquesote en el té. Lo había puesto en un platito, como la realeza británica. O como yo imaginaba que hacía la realeza británica. Yo sí chopeaba el mío. Cuando me acabé tres marquesotes tuve que tomarme el café a sorbos y me di cuenta de que sabía raro. —¿Le pusiste vainilla o algo? —Ha de ser por la leche de almendras. ¿No te gustó? Quise decirle que no, que estaba horrible, que sabía a soya y que ya no me lo quería terminar, pero no pude. Hun tenía una sonrisa increíble: en su cara se formaba una curva perfecta, como una hamaca o como un paréntesis que se fue de lado. Sólo mostraba los dientes cuando hablaba, unos dientes cuadrados, chiquitos y blancos, como los de un niño al que nunca se le cayeron los de leche. No quería que dejara de sonreírme. —Está muy rico. —Siento que me estás mintiendo. Hablamos sobre un montón de cosas que no me daban mucha información sobre él, pero que a la vez me decían todo: cuáles eran sus películas favoritas, qué libros le gustaban, qué palabras evitaba decir. Seguía sin revelar dónde estaban sus papás y por qué parecía que vivía en la librería. Era como estar frente a alguien que ya había conocido antes: como cuando te quedas de ver con una persona con quien sólo has platicado por Internet. Sabes todo sobre ella, pero nunca has oído su voz. Algo así sentía con Hun, como si yo ya supiera lo que le gustaba y lo que no. Tal vez porque éramos muy parecidos, o porque las cosas que amábamos y odiábamos eran, para mí, de simple sentido común. “Odio que me avienten el coche como si me fueran a atropellar”, “o que la gente use camionetotas de ocho asientos solamente para ir a la tienda”, “que se metan en la fila”, “que tiren las casas viejas del Centro para poner estacionamientos. ¿Sabes que el otro día vinieron a preguntarme cuánto vale la librería?”. Hablaba como si la librería fuera suya, pero él era menor de edad. ¿Los menores de edad pueden ser dueños de librerías? Pasaron más de tres horas. Lo sé porque el Abbey Road sonó completo cuatro veces. Cuando iba a empezar la quinta, Hun me preguntó si tenía hambre. El restaurante vegetariano que me había recomendado Mariana estaba a la vuelta, pero caminamos por un rumbo más largo, porque Hun quería comprar algo en una pastelería. —De postre —dijo, y tomó dos pastelitos medio raros, abiertos en la parte de en medio. —¿Que no dan postre en el restaurante? —Enseñanza número uno del vegetarianismo: el azúcar no es lo suyo. Te apuesto a que nos darán una rodajita de melón o dos pasas. En el restaurante nos sentamos en una mesa que daba a unas bugambilias enormes. Era muy agradable estar ahí. Nos pusieron pan integral y una mantequilla café. —Es unto —dijo Hun. —¿Lo unto? Se rio. Se reía hasta cuando no era mi intención ser graciosa. —Es como un aderezo; está hecho de ajonjolí. Yo odiaba el ajonjolí, pero el unto estaba rico. Le puse tanto que no vi cómo me lo acabé. Una mesera nos recitó el menú del día; no reconocí la mitad de las palabras que usó. Dijo dal, kale, gauranga y kebabs. Por ahí me pareció escuchar sopa de lentejas y eso pedí. Para todo lo demás, tuve que preguntarle y ella me fue explicando con la paciencia que se obtiene tras largos años de meditación zen. Todo estuvo delicioso. Resultó que dal era un potaje; kale, una lechuga, y kebabs, unas albóndigas. Gauranga, quién sabe. De postre, ya venía la mesera con dos guayabas. Hun sacó los pastelillos. —Estas guayabas no van con los chuzos, pero no importa. Así que esos pastelillos se llamaban chuzos. Estaba aprendiendo mucho sobre comida, aunque yo lo que quería averiguar era la historia de Hun. Habíamos estado deliberando sobre cuál era el mejor beatle. No podía creer que algo tan obvio pudiera ser motivo de debate; para mí no había mejor músico, poeta, persona, difunto que Lennon. —Lo que pasa es que se murió y no vimos en qué se convertía, ¿cachái? —insistió Hun, que abogaba por George. Ese cachái fue la gota que derramó el vaso vegetariano. Yo me estaba tomando un café bien cargado al que, además, le eché dos cucharadas de azúcar mascabado. Así que entre mis dos cafés y mi desesperación, junté el valor necesario para preguntarle las cosas a Hun… y exploté. —Hun, ¿por qué hablas raro? ¿La librería es tuya? ¿Vives en la librería? ¿Y tus papás? Pero, de veras, ¿por qué hablas raro? Se rio tanto que tuvo que taparse con la servilleta y toser para no ahogarse con el chuzo. Me vio fijamente, sonriendo; se acomodó en la silla. Sacudió las migas de comida para recargar mejor los brazos en la mesa. Se inclinó hacia mí y yo me hice para atrás. Miró al techo, tal vez preparando su confesión. —No sabes de dónde conozco a Mariana —dijo, en tono de pregunta-afirmación. Negué con la cabeza. —Es una historia un poco larga. ¿Vamos al pasto? No se trataba de una forma nueva de decir “vamos al grano”. Fuimos, literalmente, al pasto. Nos sentamos en el jardín, a la sombra de un haya que había tirado cientos de hojas. Apreté mis rodillas contra el pecho, Hun cruzó sus piernas en loto, perfectamente erguido, y habló. —Mis abuelos eran chilenos. Llegaron a México en los setenta, por la dictadura, cuando todavía no nacía mi mamá. Eran vecinos de tu abuela en la Ciudad de México y haz de cuenta que se volvieron familia; ella ayudó a criar a mi mamá, que me tuvo bien morrita. Luego iba a ayudar a criarme a mí, pero se vino a Xalapa cuando yo iba en la primaria y me la pelé. Hizo una pausa. Correspondía que yo hablara, pero él siguió, como si se imaginara mi parte del diálogo. —Mi jefa me trajo a visitar a Mariana una vez y te juro que pensé: “En cuanto pueda, quiero vivir aquí en Xalapa”. Yo tenía como seis años, veía a los morritos de mi edad corriendo, jugando fucho en la calle. En la Ciudad de México vivíamos en un departamentitititito y yo no podía salir. Mi mamá trabajaba y a mí me cuidaban mis abuelos ya todos ruquitos. El año pasado decidieron volver a Chile y mi mamá se fue con ellos. Yo no quise. La convencí de que me dejara venirme a Xalapa. Mariana me hizo el paro, le dijo que ella iba a echarme un ojo y que no sé qué. Por eso me deja vivir en la librería. —¿De quién es la librería? —De Mariana, aunque ella diga que nel. Yo me había ido moviendo mientras él hablaba. Primero estiré los pies, luego me recargué en un árbol, pero cuando dijo lo de la librería fue como si me hubieran picado en las...