Vargas | Sobre la losa | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 526, 200 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Vargas Sobre la losa

Serie del comisario Adamsberg
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19942-02-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Serie del comisario Adamsberg

E-Book, Spanisch, Band 526, 200 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-19942-02-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



VUELVE LA REINA DE LA NOVELA NEGRA EUROPEA Uno de los libros del año para El Correo, El Cultural, La Vanguardia y Total Noir. Elegida Mejor Novela Negra Extranjera de 2023 por los libreros de la Comunitat Valenciana. Poco después de que el comisario Adamsberg haya regresado a París tras cerrar un caso en Bretaña, la policía de Rennes le pide ayuda para resolver un crimen que parece guardar relación con una oscura leyenda local: el fantasma de un conde apodado «el Cojo», cuya pata de palo sigue resonando por los corredores del castillo de Combourg. Adamsberg se desplaza con su equipo a la zona, donde se ha hallado el cadáver de un vecino después de que el siniestro caminar del cojo se oyera de noche por las calles de Louviec. En el transcurso de la investigación, el comisario no dejará de percibir, sin lograr conectarlas ni darles forma concreta, sus habituales «burbujas mentales», que preceden siempre a la inspiración necesaria para resolver cualquier misterio. Buscando la quietud que permita que estas afloren, comienza a visitar un famoso dolmen situado en las inmediaciones del pueblo. Allí, tendido sobre la losa superior, entre cielo y tierra, en una construcción de piedra de más de 3000 años de antigüedad, Adamsberg buscará la solución al enigma... Una magnética e inteligente trama con la que Fred Vargas demuestra, una vez más, por qué es considerada unánimemente como la mejor autora de novela policiaca del panorama internacional. «¿Soñador? ¿Perezoso? ¿O más bien un genio? Adamsberg es historia viva de la novela negra. Fred Vargas lo borda».Juan Carlos Galindo, El País «Tengo a Fred Vargas como una de las mejores novelistas francesas del momento en cualquier categoría y género».Fernando Savater «La autora más interesante del género policiaco en el presente».José María Guelbenzu «A veces parece que la prodigiosa Fred Vargas no es de este mundo. Y es que, como dice el comisario Adamsberg, quien se vuelve humano pierde sus cualidades divinas». Lilian Neuman, Culturas, La Vanguardia «Fred Vargas no es únicamente una de las mejores autoras policiacas del momento: es una de las mejores autoras. Sin más». Marina Sanmartín, ABC Cultural «Las novelas de Fred Vargas no se parecen a nada que se haya leído antes o que se vaya a leer en el futuro». Guillermo Altares, El País

Fred Vargas (seudónimo de Frédérique Audoin-Rouzeau, París, 1957), arqueóloga de formación, es mundialmente conocida como autora de novelas policiacas. Además del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2018, ha ganado los más importantes galardones, incluido el prestigioso International Dagger, que le ha sido concedido en tres ocasiones consecutivas. También ha recibido, entre otros, el Prix mystère de la critique (1996 y 2000), el Gran Premio de novela negra del Festival de Cognac (1999), el Trofeo 813, el Giallo Grinzane (2006) o el Premio Landernau Polar (2015). Sus novelas han sido traducidas a múltiples idiomas con un gran éxito de ventas, alguna de ellas incluso se ha llevado al cine. Siruela publica toda su obra en castellano.
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I

Gardon, el vigilante de la comisaría del distrito 13 de París, rayano en lo maníaco de tan meticuloso, estaba en su puesto a las siete y media en punto, con la cabeza inclinada hacia el ventilador del despacho para secarse el pelo, según su costumbre. Eso le permitió divisar a lo lejos al comisario Adamsberg, que iba aproximándose a paso muy lento, portando un objeto no identificado en los antebrazos, con las palmas de las manos hacia arriba y tanta precaución como si sostuviera un jarrón de cristal. Gardon —un apellido tan apropiado para su cargo de guarda que le valió muchas bromas de sus compañeros hasta que acabaron aburriéndose— no tenía fama de ser muy avispado, pero cumplía su misión con un celo casi excesivo. Misión que consistía en detectar cualquier cosa rara que se acercara, por mínima que fuera, y proteger la comisaría. Y en esa tarea era sobresaliente, tanto por su ojo de lince, entrenado por años de servicio, como por su inesperada rapidez de reflejos. No entraba cualquiera en el sanctasanctórum que era la Brigada Criminal, y uno tenía que enseñar una patita más blanca que la nieve para que ese cancerbero —que era de todo menos impresionante— accediera a levantar la reja protectora que cerraba la entrada. Pero nadie habría criticado la suspicaz obsesión de Gardon, que más de una vez había detectado bultos apenas visibles de armas disimuladas bajo la ropa o dudado de apariencias demasiado zalameras para parecerle naturales, desbaratando así las intenciones de los agresores. La mayoría de las veces habían sido intentos de liberar a un preso preventivo, pero también en alguna ocasión, de tentativas de liquidar a Adamsberg, ni más ni menos, y estas últimas eran cada vez más numerosas. Dos en veinticinco meses. Con el paso de los años y de los éxitos del comisario en investigaciones más tortuosas, su reputación había crecido a la par de las amenazas contra su vida.


Ese peligro no preocupaba en absoluto a Adamsberg, que persistía en ir a pie desde su casa hasta la brigada; tan habitado estaba por su despreocupación innata, que a menudo parecía rozar la negligencia, incluso la indiferencia, peculiaridad de su naturaleza que, por curados de espanto que estuvieran los miembros de su equipo, los desorientaba o a veces los exasperaba, al tiempo que dejaba inexplicados muchos de sus éxitos. Éxitos que se conseguían a menudo con métodos opacos, si es que se puede hablar de método en el caso de Adamsberg, y por vericuetos por los que pocos lograban seguirlo. A lo largo de las ramificaciones ininteligibles de sus investigaciones, que en ocasiones parecían dar la espalda al objetivo, se veían forzados a acompañarlo sin por ello comprender lo que hacían. Cuando sus ayudantes —sobre todo el primero de ellos, el comandante Danglard— le reprochaban la niebla en la que los dejaba debatirse, él abría los brazos en un gesto de impotencia, pues no era raro que fuera incapaz de explicarse a sí mismo sus propios planteamientos. Adamsberg seguía su viento particular.

Gardon abrió la ventana cuando el jefe estuvo a pocos metros de la escalera del viejo edificio y lo vio volverse para dirigir un breve saludo a dos mujeres que caminaban a veinte pasos de allí, aparentemente dos ejecutivas apresuradas, en realidad dos tiradoras de élite encargadas de proteger la ruta del comisario. Adamsberg sonrió. Sabía que debía esta reciente medida a los atentos cuidados del comandante, al igual que la del coche que montaba guardia por la noche frente al jardín que enmarcaba su casa.

—Gardon —dijo sin entrar, aún con los brazos extendidos—, voy a retrasarme un poco, tengo trabajo. Avisa a los que pregunten por mí, aunque me asombraría, no se puede decir que se masque el crimen últimamente; no salimos de los robos de aficionados.

—Eso es por el tiempo que hace, comisario, por este calor anormal en pleno mes de abril. No solo se carga el planeta, sino que a los asesinos les reseca el cerebro.

—Si usted lo dice, Gardon…

—¿Qué lleva ahí? —preguntó el guardia, clavando la mirada en la especie de bola roja que sostenía Adamsberg en brazos.

—Una víctima, Gardon, y mi deber es atenderla.

—Pero ¿piensa ir lejos así? Permítame señalar que va usted con el torso al aire, comisario.

—Soy consciente de ello, cabo. Solo son diez minutos de camino, como mucho. No se preocupe.

«Como siempre —pensó Gardon mientras cerraba la ventana—. La gente se va a reír de él, y a él le importa un comino», concluyó con toda la indulgencia que sentía por su jefe. Nunca se habría atrevido a hacer algo así, pero hay que decir que Gardon era blanco y gordo, mientras que el comisario, pese a ser muy delgado, tenía el torso macizo, dotado de músculos fibrosos a los que más valía no provocar.


Es cierto que, aunque la época de las canículas aún quedaba lejos, desde hacía una semana el termómetro batía récords que no auguraban nada bueno. Todos los oficiales que iban llegando poco a poco a la brigada estaban en mangas de camisa; preocupados, pero disfrutando a pesar de todo de ese tiempo inusualmente cálido.

A la vuelta de su misión, el comisario había atravesado con el torso desnudo la sala de trabajo común, saludando a unos y otros, dejándolos bastante estupefactos, y había echado mano, en el armario de su despacho, a una de sus eternas camisetas negras, como si no tuviera otra cosa que ponerse. Su atuendo nunca variaba, le parecía lo más sencillo. Todo lo contrario del comandante Danglard, a quien apasionaba la elegancia inglesa, sin duda para que las miradas se dirigieran a su ropa y no a su rostro desprovisto de encanto.

Adamsberg, sentado sobre el escritorio frente a un periódico abierto, ni siquiera volvió la cabeza cuando su segundo entró en su despacho, absorto como estaba en frotarse las manos y los brazos con un líquido de olor acre.

—¿Una nueva agua de Colonia?

—No, un remedio preventivo contra la sarna y la tiña. Tenía, suele pasar. Como yo lo sabía, tomé la precaución de recogerlo con mi camiseta, pero la veterinaria me ha prescrito esta desinfección.

—Pero ¿recoger a quién? —preguntó Danglard, a pesar de estar tan acostumbrado a las rarezas del comisario que no tendría ni que haberse inmutado.

—Pues ¿a quién va a ser? Él, el erizo. Un cabrón lo atropelló en coche, lo vi de lejos, y ¿cree usted que se habría detenido? No, por supuesto. Si hubiera menos idiotas en la tierra, no estarían las cosas como están. Y apresuré el paso hasta la escena del crimen…

—¿Del crimen?

—Sí, señor. El erizo es una especie protegida, no me diga que no lo sabe. ¿Acaso no le importa?

—Por supuesto que sí —dijo el comandante, extremadamente atento a las noticias ambientales, que no hacían sino aumentar su natural ansiedad—. ¿Y entonces?

—Y entonces recogí el animalillo, muy maltrecho; tenía las púas gachas, incapaz de ponerse a la defensiva.

—Puede que comprendiera que había encontrado un amigo —dijo el comandante esbozando su leve sonrisa.

—¿Por qué no, Danglard? Ahora que lo menciona, estoy seguro de que lo sintió. Su corazón seguía latiendo, pero su costado estaba muy dañado y sangraba. Así que lo llevé con cuidado a la veterinaria de la avenida. Un espécimen adorable.

—¿El erizo?

—No, la veterinaria. Lo examinó desde todos los ángulos y dijo que esperaba sacarlo de esta. Por suerte es un macho, así que no tiene crías esperando para alimentarse. En cuanto se recupere, tendré que ir a devolverlo a su hábitat, en esa arboleda que resiste con coraje a nuestros ataques. Si estoy ausente, Danglard, ¿lo hará usted por mí?

—¿Ausente?

Adamsberg dio unas palmadas en el periódico extendido ante sus ojos.

—Mire esto —dijo.

—No he visto nada especial en la prensa.

—Pues lo hay —dijo Adamsberg, siguiendo un titular con el dedo—. Mire —añadió, empujando el periódico hacia el comandante.

Llamó a la teniente Froissy mientras Danglard leía sin entender.

—¿Está libre, Froissy? —preguntó Adamsberg.

—Eso nunca, pero ¿de qué se trata?

—¿Podría conseguirme un ejemplar de France de l’Ouest? Creo que lo tienen en el quiosco.

—Ahora vuelvo. Compraré un cruasán por el camino, estoy segura de que no ha desayunado nada.

En realidad, compraría cuatro, sabía Adamsberg al colgar. Alimentar a los demás era una de las satisfacciones obsesivas de Froissy, que temía siempre la escasez, ya fuera para ella misma o para el resto. Efectivamente, volvió al cabo de quince minutos con una bolsa copiosamente llena, preparó el café y sirvió un desayuno completo a sus dos colegas.

—No veo qué tiene esto que ver con nosotros —dijo Danglard, que había doblado el periódico y desprendía con cuidado un trozo de cruasán.

—Porque no tiene nada que ver con nosotros, comandante. Ah, está más detallado en France de l’Ouest. Gracias,...



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