Valdecantos | Noticias de Iconópolis | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 240 Seiten

Reihe: Pensamiento Herder

Valdecantos Noticias de Iconópolis


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-254-4737-2
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

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Reihe: Pensamiento Herder

ISBN: 978-84-254-4737-2
Verlag: Herder Editorial
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Acaso no vivamos en la sociedad del espectáculo ni en la cultura del simulacro. Tampoco, sin más, en la era, descrita por Walter Benjamin, en que la obra de arte genera toda una masa de reproducciones. Lo propio de nuestra época es el número de imágenes diversas que cualquiera es capaz de tomar y almacenar, sin necesidad de talento, de atención ni apenas de gasto. Con frecuencia, en las ciudades que habitamos, las fachadas en restauración están cubiertas por una lona que reproduce lo que tiene detrás. En lugar de suplantar el original o simular uno inexistente, la copia duplica un modelo que, aun no debiendo mostrarse, tiene que estar en contacto casi físico con ella. En esta clase de imágenes se comprende el verdadero signo de los tiempos. En la lona de Iconópolis, la realidad previa y cercana no puede faltar para que haya imagen. De manera incesante, debe fabricar por sí mismo imágenes en las que, a menudo, aparecerá como objeto principal. También habrá producido, pocos segundos antes, acontecimientos tenidos por únicos y, en el sentido más enfático posible, por «originales». A esa actividad frenética llama el súbdito «vida», una vida que sería imposible sin el culto más fervoroso de la autenticidad y sin la fidelidad más devota y realista a lo que se llama «los hechos».

Antonio Valdecantos (Madrid, 1964) es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense desde 2021. Es autor de numerosas obras de pensamiento y ensayo. En ellas, ha elaborado en los últimos años una teoría de la historia, del poder y del discurso que ha dado lugar a libros como La modernidad póstuma, El hecho y el desecho, Signos de contrabando, Sin imagen del tiempo o Manifiesto antivitalista. En Herder Editorial ha publicado La moral como anomalía (2007), El saldo del espíritu (2014) y Teoría del súbdito (2016).
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I. La ciudad no es nunca un cuerpo


§ 1. La ciudad como vestimenta


Una ciudad es un manto que se echa encima de la tierra desnuda, pero que, con violencia maliciosa, somete al cuerpo que tiene debajo a toda clase de lesiones, heridas y cirugías. Rara vez, en efecto, el manto urbano se ciñe al cuerpo que cubre. Una ciudad adaptada o ajustada al suelo natural sería quizá justa para con este, pero seguramente no haría justicia a sus habitantes, los cuales no se limitan a llenar el recipiente urbano, sino que presumirán de ser los verdaderos constituyentes de la ciudad, la cual surge cuando se han evitado, por lo menos en medida aceptable o con disimulo suficiente, las monstruosidades de un caserío deshabitado y de una grey sin domicilio. Lo que importa, entonces, es el ajuste entre los habitantes y sus habitaciones, y no el que pudiera aplicársele al suelo, objeto pasivo de ocupación, de dominio, de aprovechamiento y de continuo reacomodo. Si se toma la ciudad como una vestidura de la tierra, la metáfora se vuelve enseguida inmanejable, lo cual no proporciona, desde luego, un argumento contra su uso (quizá ocurra al revés): no solo los urbanitas desempeñaríamos el poco glorioso papel de vivientes que se mueven en las interioridades del tejido y que deberían aprestarse a dar cobijo en sus doctrinas políticas a la idea del ciudadano como insecto o como ácaro, sino que la noción del cuerpo político pasará a corresponder a un dominio inerte que puede ser objeto —y tendrá que serlo— de violencia y de tortura.

Si la ciudad es la vestimenta del suelo, entonces no podrá estar nunca desnuda. Podrá estarlo, ciertamente, la tierra, lo cual sugiere la conveniencia de tapar semejante impudicia. El habitante de la gran ciudad se avergonzaría si se le mostrase la tierra en que su urbe se asienta cuando aún no había sido edificada. No la vería como naturaleza, sino como una insoportable desaparición de la ciudad y como un lugar inhóspito en donde no se puede vivir, y de ahí la necesidad de tapar esas vergüenzas. Cuando los primeros capítulos del Génesis se leen como preparativos de la fundación de la primera ciudad (siendo esta, y no la Caída, el episodio decisivo), podrá sospecharse que el Paraíso ha pasado a ser cosa tan pudenda como lo fue la desnudez del cuerpo, y entonces la misión de la ciudad es completar el cubrimiento de aquello que debe ocultarse. Los mortales se avergüenzan, pues, del suelo en que nacieron, que ha quedado mancillado por la Caída, no como antes, cuando la tierra ofrecía todo lo necesario y era como una ciudad perfecta que no había necesitado ser edificada: un vestido tan maravilloso como el traje invisible del rey y sujeto a todas las fantasías con que cada cual quisiera adornarlo. Si viviésemos desnudos y si nuestra desnudez no nos avergonzase, sería, en efecto, como si estuviésemos constantemente vestidos, pero de manera perfecta y con galas y primores que ya no podemos imaginar.

Conforme a esta manera sonámbula de leer el Génesis, la ciudad no es nunca cuerpo. La ciudad es pura vestimenta y cobertura, aunque a menudo obligue a castigar el cuerpo (que está fuera de ella) para poder ser usada. No es que disimule los defectos que tiene ni que los corrija, sino que necesita que el cuerpo se le adapte, y, una vez que lo ha logrado, debe dar la impresión de que la adaptación ha ocurrido precisamente de manera inversa. Semejante vestimenta castiga al cuerpo hasta el extremo de no poder confesar que lo ha castigado. Tan solo en algunos momentos extremos manifiesta el cuerpo su desnudez, principalmente en los terremotos, en los que el sostén de la ciudad se alza y se rebela. Ni siquiera cuando se produce la demolición de un edificio o cuando se perfora la tierra con algún túnel se pondrá de manifiesto ninguna clase de desnudez, porque entonces es como si la vestimenta quemase la piel o la destruyese, si bien, en realidad, la ciudad carece de epidermis y solo la tuvo antes de vestirse por primera vez, es decir, antes de ser ciudad. En rigor, la edificación de la ciudad es una cirugía cruel consistente en arrancarle la piel a un cuerpo para sustituirla por una vestidura que nunca podrá quitarse del todo. La edificación de la ciudad es una suerte de descarnadura, y semejante crueldad solo podrá mitigarse en muy pocas ocasiones.

Con frecuencia algunas ciudades querrán imitar la indumentaria de otras, pero semejante imitación nunca es posible del todo. Les cabrá emular algunos elementos de la ropa exterior ajena, y también las gafas, los relojes, las joyas o los sombreros (quizá también los zapatos), pero la vestimenta completa de una ciudad nunca podrá ser trasladada a otra. Esta es precisamente la venganza de la carne. Donde debería haber desnudez, se encontrará un sangriento espectáculo de llagas, y el conocimiento de que la ciudad es la vestimenta de alguien que no puede estar desnudo llevará a la superstición de creer que en las lejanías sí que puede encontrarse un cuerpo que lo esté. Eso es precisamente lo que los habitantes de ciudades tienden a llamar naturaleza: el estado de desnudez inmune a las mentiras de la vestimenta y, sobre todo, a sus destrucciones. Todos sabemos, sin embargo, que semejante estado no existe, porque la naturaleza es un conjunto de tatuajes y de pinturas derramadas encima del cuerpo de la tierra. La agricultura es a veces más destructiva que la ciudad misma, pero, en cualquier caso, lo pretendidamente natural es algo que debe ceñirse al terreno. Y, desde luego, la ingeniería civil puede llegar a ser mucho más cruel que las ciudades, pues las obras de canalización o de embalse no implican ninguna clase de vestimenta, sino tan solo una cirugía violentamente invasiva.

Como antes se apuntaba, alguien podría encontrar en el ajustarse a la superficie una forma de justicia y, naturalmente, una injusticia en la violencia contra el relieve. En ese caso, la ciudad sería la suprema injuria, y lo más que podría hacerse con ella es mitigarla o disimularla. Si la ciudad aspirase a ser justa, tendría que hacerlo a base de olvidar su propio pecado original, engañándose con la mayor vileza. En el relato del Génesis la vestimenta se inventó para rehuir la vergüenza, mientras que la primera ciudad, por su parte, fue construida después como un lugar donde poder refugiarse de las consecuencias del fratricidio originario. Pero quizá la ciudad erigida por Caín fue también un asilo contra la vergüenza: para los instalados en ella no estaría ya visible ninguna huella del crimen. Las vestimentas de los pecadores hacen olvidar el estado en el que todavía no eran pecadores, algo de lo que ciertamente sería absurdo avergonzarse, pero que obliga demasiado cruelmente a recordar el momento del pecado y de la perdición. Las vestiduras de Adán y Eva y la ciudad de Caín son, por tanto, refugios. Sin embargo, los urbanícolas aman el salir al campo tanto como los hombres vestidos el desnudarse. Al igual que no habría desnudez sin concepto de la vestimenta, tampoco existiría la naturaleza sin la ciudad. La naturaleza es, entonces, aquello que está en los alrededores de la ciudad o en sus afueras.

La muy temprana invención de alcantarillas y catacumbas, y ejercicios posteriores de violenta soberbia como los ferrocarriles subterráneos, pusieron de manifiesto la compulsión humana de horadar la tierra, una tendencia surgida seguramente del temor al contacto directo con aquello que está debajo de la ciudad. Que lo que esté allí sea también ciudad: ese es el máximo deseo de todo constructor de ciudades y seguramente de todo habitante de ellas. Llegar a colonizar las entrañas de la tierra es un propósito fácil de comprender: debajo del suelo —y es notable que se suponga que la tierra está debajo de ella misma— habitan fuerzas incontrolables, teniendo allí su propio lugar, y a veces su propia ciudad, los muertos y el mal. La mejor manera de doblegar al infierno es usurpar su lugar físico y obligarlo a instalarse en otro, tarea que sus habitantes seguramente son incapaces de ejecutar.

Pero, además, a ninguna ciudad puede faltarle un jardín, porque sin alguna clase de jardines no habría propiamente ciudad.1 La ciudad debe contener dentro de sí cierta imitación de su exterior que, aun poniendo de relieve que es solo imitación, alimente la ilusión de que no lo es y la lleve a veces hasta el límite de la verosimilitud. El jardín rebuscadamente artificioso parece concebido, desde luego, para evitar toda posibilidad de confusión con la naturaleza genuina, en un juego perverso con el que se pretende forzar a esta y construir una especie de naturaleza paralela. Sin duda, siempre han abundado los jardines que disimulan su condición de jardín, intentando persuadir (completamente en vano) de que en el espacio acotado en cuestión la naturaleza presentaba ese aspecto antes de erigirse la ciudad. El amante de los jardines se entrega a sus placeres de paseante con una sofisticada perversidad, cuya explicitación no podría de ningún modo permitirse: es un benévolo peatón en el que a menudo parecen resplandecer las virtudes y sensibilidad más exquisitas y está orgulloso de pertenecer a una estirpe que no solo ha logrado edificar ciudades violentando a la naturaleza, sino que además ha superado a esta en refinamiento y prestancia. Ciertos jardines son, a menudo, más hermosos que la naturaleza desde el punto de vista de lo que se toma por belleza natural.

Levantar ciudades no tiene ningún mérito porque es una empresa característicamente humana, pero crear jardines —y el verbo «crear» es imprescindible aquí— constituye una tarea que en cualquier reparto razonable del trabajo debería corresponder a los...



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