PRÓLOGO
Este libro no propone una contribución más o menos original o ecléctica al progreso de la filosofía moral, sino una revisión de varios de los supuestos esenciales de dicha disciplina y de algunas de las creencias más arraigadas entre sus cultivadores. No se ubica, de hecho, en ninguna corriente o escuela particular ni es fruto de la preocupación por tomar partido en lo que suele llamarse la discusión contemporánea. En realidad trata sobre asuntos muy viejos y nada actuales, que no interesarán mucho a quien se apasione por estar al día y presuma de ser un hombre o una mujer de su tiempo. La relación de la filosofía con el presente es demasiado tormentosa e incierta para que quepa confiar demasiado en el trillado tópico de que el pensamiento tiene como fin iluminar la autoconciencia de la propia época. En caso de que la filosofía sirva para entender lo que nos ocurre o para aclararlo, semejante hallazgo habrá de ser el efecto no intencionado de haber buscado otro fin, porque la comprensión adecuada del presente no es un logro que quepa obtener a base de proponérselo. Entender medianamente cualquier cosa implica sobre todo verla como algo que no tiene nada que ver con lo que se suponía que la cosa era cuando no se la entendía, y de esa condición no está claro que haya de librarse el presente. Quien quiera comprender el propio tiempo hará bien, por tanto, en intentar otro propósito.Aquí no nos ocuparemos del estado presente de las cuestiones habitualmente tenidas por morales, sino más bien de algunas de las creencias tácitas gracias a las cuales esas cuestiones son objeto de discusión seria y hasta de disputa apasionada. Para entender el tiempo en que uno vive, el primer paso es extrañarse de él y acostumbrarse a no reconocerlo como propio, ni en materia de moral ni en ninguna otra.
Aquello a lo que llamamos moral tiene doble faz, y está engañado quien se olvide de alguna de sus caras. Hay un rostro oficial de la moral o si se quiere una máscara y otro secreto y apenas reconocido. En su versión oficial la moral es un conjunto sistemático de mandatos universales que responsabiliza a todos de su cumplimiento, obligando a tomar la propia persona como intercambiable por la de cualquiera y la de cualquiera por la propia, y esto sin constricción exterior: como una obligación libremente surgida de uno en su fuero interno, en una interioridad que, aun siendo propia, es imparcial e impersonal.Tan prestigiosa institución puede resultar, según gustos y doctrinas, sublime, antipática, imprescindible, ominosa o estúpida, pero lo cierto es que, con aprobación o sin ella, por moral se entiende algo muy parecido a lo anterior. El conjunto de obligaciones llamado moral adopta la forma de un orden sistemático e inexorable, de una naturaleza duplicada, una segunda naturaleza que puede concebirse como opuesta a la ordinaria (al mundo constituido por aquello a lo que se llama hechos) o como la propia naturaleza ordinaria llevada a su plenitud. La forma oficial de la moral es la de distinto del dado y en el que el mundo dado está obligado a transformarse o, si se prefiere, la forma íntima y genuina del mundo, la que este muestra cuando se lo depura de sus vicios y se lo completa debidamente. La moral oficial manda concebir un mundo bien ordenado, un todo en el que cada parte esté en su sitio y cada momento en su tiempo, un mundo bien hecho, digno de ser aceptado y de ser reconocido como propio. La historia oficial de lo que llamamos moral es la sucesión de diversas maneras de concebir o imaginar ese mundo bien hecho o esa naturaleza mejorada y reconciliada consigo misma, maneras ambiciosas y arrogantes, moderadas y cautas o humildes y temblorosas.
Pero esa no es toda la historia, porque la moral tiene otro rostro. Por entre el mundo bien hecho y la naturaleza moralizada de filósofos, sacerdotes, mandarines, revolucionarios y reformadores, surgen a veces rarezas y anomalías, excepciones que carecen de sitio en el orden normal de las cosas, irrupciones inopinadas que trastornan el curso del tiempo, portentos que asombran, monstruos que repelen, maravillas que fascinan, episodios o seres que parecen cargados de un valor inconmensurable, desproporcionadamente superior al de cualquier otro bien, o tan saturados de maldad que se llevan por delante cualquier estimación pasada de los bienes y los males. Los bienes anómalos no forman parte del mundo bien hecho de la moral oficial y los males descomunales tampoco tienen un lugar en el mundo todavía imperfecto que esa moral se esfuerza por enderezar. En realidad no son de ningún mundo y se distinguen precisamente por salirse de cualquier orden y estructura: al experimentarlos como bienes o como males, las condiciones normales de la experiencia quedan en suspenso. A estas anomalías de la moral (lo anómalo es lo que no es , lo que no es llano y recto, lo que es oblicuo o torcido o presenta relieve) no se las puede hacer encajar con el sistema de los males o de los bienes. Propiamente no pertenecen a ningún sistema y lo que hacen es más bien romper los sistemas habidos o declararlos desprovistos de valor. No encajan con el resto porque no dejan ningún resto: después de ellas ya como estaba. Los bienes y los males anómalos son rarezas en la estructura normal de la moral, pero no por ello son infrecuentes; el mundo está lleno de anomalías, aunque esas anomalías vayan a contrapelo del mundo y se salgan de su plan.
Si se habla de anomalías la moral conviene detenerse en la preposición y en sus dos valores superpuestos, uno de ablativo y el otro de genitivo. Que las anomalías lo sean de la moral quiere decir, conforme al primer sentido, que lo son con respecto a ella y por oposición a ella, y entonces la moral se distinguirá por rehuir todas las excepciones aherrojándolas fuera de sí, sin ocuparse de si van al cielo de los milagros o al infierno de los monstruos. Si la moral tiene vigencia, la tendrá de manera sistemática y sujeta a control racional, y precisamente por haberse librado de todo tipo de anomalías. Pero en un segundo sentido las anomalías lo son la moral porque, al suscitarse y al subvertir el orden normal de los bienes y de los males, no dejan inalterado lo que antes de ellas era la moral, sino que esta tiene que volver a definirse en función de ellas, tratando infructuosamente de adueñárselas y teniendo que definirse como lo que ellas no son.Al igual que uno habla con toda propiedad de enemigos unos enemigos que ciertamente son , la moral no sería lo que es sin anomalías, y estas no serían lo que son si no fueran anomalías .
Suele decirse que el mal descomunal, desmesurado y casi absoluto, tal como se experimentó en algunos hechos de mediados del siglo XX que se designan con la sinécdoque «Auschwitz», debe su desmesura a carecer de precedentes. No es necesario entrar en tan procelosa discusión para afirmar que esa experiencia del mal trivializa la tabla de males conocida hasta entonces; introduce la desmesura y el exceso insoportable como ingredientes del mal y convierte al mal en algo inclasificable, que no es miembro de ningún género y que no puede comprenderse como la mera infracción o quebrantamiento de una norma o de un sistema de normas. Esto, que es casi un lugar común de la cultura contemporánea, estuvo quizá igual de claro desde que se inventó el mal, aunque faltasen conceptos con que expresarlo. Raro es que alguien no haya tropezado por lo menos una vez con males descomunales que exceden toda medida. Quien es ajeno a esa experiencia y conoce sólo los males sabe muy poco de la naturaleza del mal; sabrá, si acaso, de los males que tienen una naturaleza o que apuntan a un lugar defectuoso o vacío del orden natural, pero el mal descomunal se distingue por su enormidad y por carecer de género en el que incluirlo y de naturaleza a la que corresponder. Esto pertenece a la sabiduría humana ancestral, y solo el optimismo de la teodicea ilustrada hizo creer lo contrario en ciertos ambientes durante cierto número de décadas. Algo semejante debe decirse del bien cuando se presenta fuera de medida, de serie y de expectativa; tomarlo como un caso o muestra de cierta especie de bienes, explicarlo distinguiendo sus predicados y mostrando a qué otros bienes puede reducirse, dar razón de por qué ha de apreciarse y de cuánto se perdería si se lo desatendiese son operaciones desvalorizadoras cercanas a lo blasfemo; solo el incapaz de apreciar algo lo normalizará de ese modo, y seguramente lo hará para privar a otros de su disfrute. Lo que es bueno de verdad sobresale por todas partes y no se ciñe al molde en el que está metido, sino que lo revienta y lo hace pedazos.A aquellos bienes que lo dejan todo igual que estaba se los llama bienes solo por cortesía; son como los amores en los que no hay locura, algo a lo que se llama amores más que nada por educación. Una moral de la que estuvieran excluidos el espanto del mal descomunal y el hechizo del bien extraordinario sería una moral considerablemente disminuida, apta tan solo para circunstancias normales y ordenadas, que son las que menos necesitan de moral alguna. Pero esa es precisamente la moral que la historia de la filosofía ha producido, y con tanto éxito que el producto pasa por ser casi natural: al igual que nos hemos acostumbrado a alternar el sueño y la vigilia conforme a un orden regular, así también aquellas partes de nuestra conducta que se refieren a la limitación del propio interés han acabado acostumbradas a cierta forma de derecho que usa...