E-Book, Spanisch, 304 Seiten
Reihe: Ensayo
Undset Santa Catalina de Siena
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9920-682-0
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 304 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-9920-682-0
Verlag: Ediciones Encuentro
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'De tiempo en tiempo se ha discutido (...) qué ha hecho el Cristianismo por la mujer. Qué sitio ha ocupado la mujer en el seno de la familia y en la sociedad dentro de los pueblos que profesaron la religión de Cristo. Cómo era considerada la mujer a la luz de la doctrina de la Iglesia. (...) Jesucristo ignoró el muro invisible cuando interpeló al alma humana, al hombre creado a su imagen, creado como hombre y mujer. Cada palabra que sale de su boca va dirigida a nuestra común naturaleza humana. (...)
El santo más arraigado en la conciencia de los pueblos es María, la Madre de Cristo, la Reina de la misericordia (...). Pero también las mujeres que en su época confesaron a Cristo con su vida de santidad y de amor al prójimo, fueron consideradas como columnas de la sociedad y dirigentes y maestras de sus pueblos. (...) En una época llena de violencia y de sangre, una viuda nacida en un extremo de Europa, santa Brígida de Suecia, o una joven del pueblo, santa Catalina, hija de un tintorero de Siena, supieron dar buenos consejos a los poderosos de este mundo.
Y el mundo las escuchaba con respeto aun cuando no seguía sus consejos. Llegaron a desempeñar un papel en la política mundial. Y reprendieron, aconsejaron y guiaron y, a veces, mandaron y dieron órdenes al vicario de Cristo en la tierra'.
Sigrid Undset, novelista noruega, nació en Oslo en 1882. Hija de un afamado catedrático de arqueología, de quien tomó el amor por la historia, sus obras destacaron pronto por la exactitud en la reconstrucción de la Noruega medieval. Sus primeras novelas, La señora Marta Oulie y La edad dichosa (1907), manifestaron ya su otra gran virtud: el perfecto conocimiento del mundo de la mujer. Ambas fuentes de inspiración confluyeron en su obra maestra, Cristina, hija de Lavrans, publicada en tres volúmenes entre 1920 y 1922, que le supuso el premio Nobel de Literatura en 1928. Poco después de la publicación de Cristina, Sigrid Undset se convertirá al catolicismo atraída sobre todo, como dice Gabetti, por su tono general de humanidad. Fue acogida oficialmente en la Iglesia católica en 1925, en Motecassino, a la que perteneció hasta su muerte, el 10 de junio de 1949.
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I
Cuenta Gregorio de Tours en su Crónica de los francos que en el sínodo de Macón, celebrado en el año 585, hubo un obispo que afirmó que la mujer ni siquiera podía llamarse «homo» —ser humano—. Los demás obispos inmediatamente se pusieron a sacarle de su error. Al principio del Antiguo Testamento está escrito cómo Dios creó al hombre: Et creavit Deus hominem ad imaginem suam; ad imaginem Dei creavit illum: masculum et feminam creavit eos. Y para mayor abundamiento: «Nuestro Señor Jesucristo es llamado el Hijo del Hombre porque es hijo de la Virgen, es decir, de una mujer». Como Gregorio cuenta también otras historias sobre personajes curiosos que a veces llegaron a ser obispos durante la época merovingia, es posible que este obispo, que planteó el problema del homo, tuviese un conocimiento muy ligero del latín, por cuyo motivo tampoco estaría muy versado en Sagrada Escritura y en historia eclesiástica. Porque aunque el latín, al igual que muchas otras lenguas, emplea la misma palabra para significar «varón» y ser humano indistintamente, la Iglesia, desde un principio, ha tratado a la mujer como ser igual al hombre desde el punto de vista espiritual. Con lo cual siguió el ejemplo que Nuestro Señor había dado. De tiempo en tiempo se ha discutido, y a veces con violencia apasionada, qué ha hecho el Cristianismo por la mujer. Qué sitio ha ocupado la mujer en el seno de la familia y en la sociedad dentro de los pueblos que profesaron la religión de Cristo. Cómo era considerada la mujer a la luz de la doctrina de la Iglesia, y a la luz de las doctrinas predicadas por todos los creadores de iglesias con sus distintos credos, y qué lugar le señalaron en la sociedad humana. Las opiniones han sido muy dispares: desde la de los apologistas, que con bastante ingenuidad afirmaron que sólo en el Cristianismo encontró la mujer el respeto, el amor y una consideración igual a la del hombre, aunque su misión y sus problemas legales eran distintos de los de los hombres, pasando por todos los grados de optimismo y pesimismo, hasta la de los detractores que acusaron al Cristianismo de haber esclavizado, rebajado y difamado a todo el sexo femenino, cargando sobre él no solamente la culpa del pecado original, sino todos los pecados y miserias que se han abatido sobre la Humanidad. Incluso los defensores de los diferentes credos no llegaron a ponerse de acuerdo: mientras una serie de teólogos protestantes afirmaban, con la Biblia en la mano, que la mujer había nacido para una vida de obediencia, humildad y recogimiento a la sombra del hombre, la Iglesia católica ha defendido siempre el derecho de aquélla a vivir su propia vida, sin impedimentos del padre, del marido o de los hijos, en las órdenes religiosas. Ahora bien: es un hecho que en algunas partes las mujeres tuvieron derechos, en sentido moderno, en mayor extensión dentro de las culturas paganas que en la sociedad construida oficialmente sobre la doctrina del Cristianismo. En muchos pueblos primitivos podían influir muchísimo las mujeres cuando había que tomar decisiones que afectaban a la vida de todo el clan. La influencia de la mujer era tanto mayor cuanto más importante era su labor para el bienestar de toda aquella minúscula sociedad. (Entre los pueblos primitivos se observaba rigurosamente la división del trabajo entre los sexos). En los pueblos semíticos ni siquiera puede decirse que las mujeres sean seres rebajados, ya que incluso en el Islam se protegió siempre el derecho de la mujer a la propiedad, por lo menos mientras los árabes semitas fueron el pueblo musulmán dirigente. En la sociedad rural la importancia vital del trabajo de la mujer condujo a que en las familias acomodadas tuviese la esposa mucha libertad y autoridad; entre los pobres era tan dura la vida, que ni el hombre ni la mujer tenían tiempo para pensar en otra cosa que en el trabajo de cada día. Pero en las civilizaciones urbanas se manifestó frecuentemente la tendencia a la libertad de la mujer de las clases elevadas, al paso que la mujer del artesano, del comerciante y del trabajador llegó poco a poco a adquirir una libertad plena. Tampoco fue exclusivo del Cristianismo el que la mujer, doncella o viuda, abandonase la vida familiar para buscar experiencias espirituales. Monjas budistas y santonas mahometanas dedicaron su vida a la contemplación mística de la divinidad; no eran empero tan numerosas como las santas mujeres de la Iglesia católica, y acerca de ellas, incluso dentro de sus propios pueblos, se sabe menos de lo que nosotros sabemos sobre nuestras religiosas. Una de las razones es que, por muchos y diversos motivos, que en parte tenían muy poco que ver con la religión, los conventos de monjas de las grandes Órdenes religiosas se convirtieron en lugares de refugio para la superabundancia de mujeres cuyas familias muy fácilmente podían darles estado metiéndolas en ellos. Una segunda razón es que, fuera del Cristianismo, existe muy poca tradición acerca de la vida religiosa de la mujer individualmente considerada. Aun cuando ellas adoraban a los mismos dioses que los hombres, a pesar de que incluso eran sacerdotisas de un dios o de una diosa, muy poco es lo que sabemos acerca de las formas exteriores del culto que rendían, y menos aún sobre la vida interior —la religión viva— de los creyentes. En las religiones paganas existe generalmente una inclinación a rodear la esencia de la religión con el velo de la mística y de los misterios, velo que solamente se descorría un poco para los que tenían una iniciación especial. Esta inclinación era muy acusada cuando se trataba del culto tributado solamente por las mujeres: el culto a las divinidades que presidían el ciclo vital de la mujer: pubertad, embarazo, parto y paso a la vejez. En la saga de san Olav se habla del bardo Sigvat, quien una tarde, a última hora, atraviesa a caballo una comarca pagana sueca sin poder encontrar posada para la noche. En todas las casas las mujeres les niegan la entrada y el albergue a Sigvat y a sus compañeros: es que estas mujeres están celebrando el sacrificio. Sobre las disen (1) y la clase de sacrificio que hacían las mujeres sabemos, en realidad, muy poco. Pero lo que sí sabemos es que un bosque de creencias e ideas tabú, con raíces muy hondas en la lejanía de los tiempos, y el temor de los hombres primitivos a todo lo que no comprendían o les parecía raro, incluían también de una manera especial a las mujeres, físicamente tan distintas de los hombres y, sin embargo, tan imprescindibles para ellos. Probablemente, la mujer primitiva tenía del hombre, el extraño, un concepto común, y creó sus propios tabúes y ritos para ponerse a su altura. Pero ese conocimiento secreto de las mujeres se lo guardaron ellas para sí mismas. Solamente en nuestros días se ha dado el caso de que algún que otro misionero o investigador haya llegado a descubrir de cuando en cuando, y casi siempre por casualidad, que entre los actuales primitivos también las mujeres tienen sus tabúes y supersticiones, ayudando así a construir el muro invisible que a lo largo de las edades y en todos los pueblos se ha levantado para distinguir entre el alma del hombre y la de la mujer. Y he aquí entonces lo que el Cristianismo hizo por las mujeres, y por los hombres también: Jesucristo ignoró el muro invisible cuando interpeló al alma humana, al hombre creado a su imagen, creado como hombre y mujer. Cada palabra que sale de su boca va dirigida a nuestra común naturaleza humana, aunque cada vida humana es una muestra de pecado, gracias a especiales y diferentes caminos de fe y salvación. Nuestra naturaleza es tal que jamás dos individuos son exactamente iguales, y, por otra parte, las distintas muestras de nuestra vida están condicionadas, entre otras cosas, por el sexo del individuo, aparte de los distintos fines, anhelos, deberes y exigencias impuestos por las formas sociales y por la posición del hombre y de la mujer en la sociedad, en todos los tiempos de la historia de la Iglesia. Los apóstoles y discípulos de Cristo llevaron su Evangelio más allá del mundo mediterráneo, donde las mujeres se habían emancipado de muchos viejos convencionalismos y costumbres que habían mantenido a las mujeres griegas apartadas de la vida pública de los ciudadanos y convertido a las mujeres romanas en menores de edad bajo la tutela de sus familiares masculinos. San Pablo no tuvo intención de animar a las mujeres a salirse de las normas de una conducta conveniente que los hombres de su tiempo y con su medio ambiente consideraban como garantía necesaria, si la moral y las buenas costumbres habían de mantenerse en vigor; al contrario, parece haber seguido fiel a su tiempo. Y si el apóstol toma constantemente como colaboradoras a las mujeres, les encomienda tareas importantes en la vida interna de la Iglesia, le recuerda a Timoteo la fe de la madre y abuela de éste, y si de una manera delicada da a entender que las dos nobles mujeres Evodia y Sintica de Corinto (las primeras mujeres de la historia de la Iglesia) podían hacer mayor bien aún si pudiesen llegar a un entendimiento un poco mejor, podemos estar seguros de que en el medio ambiente en que trabajó el Apóstol de los Gentiles estaba la gente acostumbrada a ver a la mujer participando activamente en toda clase de asuntos que interesaban al bienestar de los que las rodeaban. Lidia, la comerciante de púrpura, de Tiatira, que fue la primera discípula de san Pablo en Tesalónica, era una de tantas mujeres trabajadoras que se ganaban su vida y la de sus familias en todas las ciudades del Imperio romano. Las mujeres que se labraron un nombre en la historia de...