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E-Book, Spanisch, Band 40, 452 Seiten
Reihe: Literaria
Undset Cristina, hija de Lavrans Vol. II
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-1339-565-4
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
La mujer
E-Book, Spanisch, Band 40, 452 Seiten
Reihe: Literaria
ISBN: 978-84-1339-565-4
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Sigrid Undset, novelista noruega, nació en Oslo en 1882. Hija de un afamado catedrático de arqueología, de quien tomó el amor por la historia, sus obras destacaron pronto por la exactitud en la reconstrucción de la Noruega medieval. Sus primeras novelas, La señora Marta Oulie y La edad dichosa (1907), manifestaron ya su otra gran virtud: el perfecto conocimiento del mundo de la mujer. Ambas fuentes de inspiración confluyeron en su obra maestra, Cristina, hija de Lavrans, publicada en tres volúmenes entre 1920 y 1922. Le fue otorgado el premio Nobel de Literatura en 1928. Poco después de la publicación de Cristina, Sigrid Undset se convirtió al catolicismo atraída sobre todo, como dice Gabetti, por su tono general de humanidad. Fue acogida oficialmente en la Iglesia católica en 1925, en Motecassino, a la que perteneció hasta su muerte, el 10 de junio de 1949.
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2
El día de Nochebuena la lluvia y el viento arreciaban. Era imprudente viajar en trineo y Cristina tuvo que quedarse en casa mientras Erlend y el servicio iban a caballo a misa de medianoche en Birgsi.
De pie en la entrada de la sala grande, los vio marcharse. Las antorchas de resina que llevaban proyectaban luces rojas sobre la vieja casa oscura y se reflejaban en los charcos helados y resbaladizos del patio. Una ráfaga de viento dobló las llamas. Cristina permaneció en el mismo sitio hasta que dejó de oír el paso de los caballos en la noche.
En la sala ardían aún las velas sobre la mesa iluminando los restos de la cena; restos de gachas en un cuenco, una torta empezada y espinas de pescado mezcladas con salpicaduras de cerveza. Las sirvientas, que habían tenido que quedarse, descansaban echadas sobre la paja del suelo. Cristina se hallaba sola en la granja con ellas y un viejo llamado Aan. Este servía en Husaby desde tiempos del abuelo de Erlend; ahora vivía en una cabaña junto al lago, abajo, pero le gustaba subir a la granja durante el día, yendo de un sitio para otro, convencido de que trabajaba de verdad. Aquella noche Aan se había quedado dormido en la mesa; Ulf y Erlend lo habían trasladado, sonriendo, a un rincón y tendido un abrigo sobre él.
En Joerungaard, el suelo se cubría siempre de una capa de juncos porque en las noches de las festividades todos los ruidos domésticos debían apagarse. Tenían la costumbre, antes de ir a la iglesia, de limpiar los restos de los platos de ayuno; la madre y las sirvientas preparaban entonces la mesa lo mejor que podían, con mantequilla y queso, montañas de panecillos dorados, jamón reluciente y grandes piernas de cordero saladas. Había jarras de plata y brillantes cuernos llenos de hidromiel. Y su propio padre era quien colocaba el tonel de cerveza sobre el banco.
Cristina puso su silla de cara al hogar; no tenía valor para quedarse mirando la horrible mesa. Una de las sirvientas roncaba fuerte y con un ruido espantoso.
Precisamente, otra de las cosas que no le gustaban de Erlend era que en casa comía mal, sin gracia y suciamente, revolviendo en las fuentes en busca de los mejores trozos, olvidando lavarse las manos antes de sentarse a la mesa. Además, dejaba que sus perros se le subieran sobre las rodillas y robaran comida mientras la gente comía. Así no era sorprendente que el servicio se portara incorrectamente en la mesa. Cristina había sido acostumbrada, en su casa, a comer con elegancia... y despacio. No está bien, decía su madre, que los señores tengan que esperar a que el servicio termine, y, no obstante, los que trabajan y se afanan deben disponer de tiempo para comer según sus necesidades.
—¡Gunna! —dijo a media voz Cristina llamando a la perra amarilla que estaba acostada con toda la camada alrededor, sobre las losas del hogar. Era extremadamente irritable y por esta razón Erlend le había puesto el nombre de la vieja de Raasvold.
—¡Pobre perra! —murmuró Cristina acariciando al animal que se acercó a ponerle la cabeza sobre las rodillas. Tenía el lomo afilado como una hoz y sus tetas se arrastraban por el suelo. Los cachorros devoraban literalmente a su madre.
Cristina recostó la cabeza sobre el respaldo de su silla y miró, hacia arriba, las traviesas negras de hollín. Estaba cansada.
¡Oh, no!, la vida no había sido fácil para ella durante los meses que había pasado en Husaby. El día en que fueron a Medalby ella y Erlend hablaron un poco por la noche. Entonces comprendió que él la creía enfadada porque le hacía responsable de lo que le sucedía.
—Recuerdo perfectamente —le dijo él en voz muy baja— aquel día de la primavera pasada, cuando nos fuimos al bosque al norte de la iglesia. Recuerdo que me pediste que te dejara en paz...
Cristina al oírle hablar así se había sentido feliz. A veces se sorprendía de la cantidad de cosas que Erlend parecía haber olvidado. Pero añadió luego:
—No obstante, jamás habría imaginado, Cristina, que pudieras sentir tal rencor hacia mí y mostrarte, exteriormente, tan dulce y alegre. Porque debías conocer tu estado desde hacía tiempo. Yo te creía sincera y llena de luz, como el sol que nos ilumina.
—¡Ah, Erlend! —le interrumpió ella tristemente—, tú sabes mejor que nadie en el mundo que he seguido los caminos escondidos y que he sido falsa con todos aquellos que habían puesto en mí la mayor confianza.
Pero ella deseaba tanto que la comprendiera que insistió:
—No sé si recuerdas que antes te portaste conmigo de un modo que nadie podría aprobar. Dios y la Virgen María saben que no te guardo el menor rencor y que no te amo menos por ello.
El rostro de Erlend se iluminó:
—Era lo que yo pensaba. Pero tú sabes muy bien que durante todos estos años me he esforzado por reparar el mal cometido. Me consolaba pensando que llegaría un día en que podría recompensarte de haber sido tan fiel y tan paciente.
Ella entonces le dijo:
—¿Has oído hablar del hermano de mi abuelo y de la joven Bengta que huyeron de Suecia contra la voluntad de los padres de ella? Dios los castigó no dándoles hijos. ¿No has temido ni una sola vez en todos estos años que nosotros fuéramos castigados del mismo modo?
Estremecida, hablándole con dulzura, añadió:
—Debes comprender, Erlend de mi alma, que no me volví loca de alegría, este verano, cuando me di verdaderamente cuenta de lo que me ocurría. Pero pensaba... pensaba que si la muerte te arrancaba de mí antes de que estuviéramos casados preferiría sobrevivirte con mi hijo que sola. Y pensaba también que si debía morir por ello, sería así mucho mejor que si no tuvieras un hijo legítimo que pudiera sentarse a tu lado en el puesto de honor cuando abandonaras este mundo...
Erlend dijo vivamente:
—Si este hijo debía costarte la vida lo consideraría adquirido a un precio demasiado alto. No digas esas cosas, Cristina... Tampoco tengo tanto apego por Husaby —añadió—. Sobre todo después del día en que comprendí que Orm no podría heredarlo a mi muerte.
— ¿Quieres más a su hijo que al mío? —preguntó entonces Cristina.
—¡Tu hijo! —sonrió Erlend—. Lo único que sé de él hasta ahora es que va a nacer casi un año antes de lo que debiera. A Orm le quiero desde hace doce años.
Un rato más tarde, Cristina preguntó:
—¿Echas en falta a tus hijos?
—Sí. Antes iba a verlos con frecuencia al Oesterdal donde viven.
—Podrías ir a verlos durante este Adviento —sugirió Cristina.
—¿Y no te molestaría? —preguntó Erlend ilusionado.
Cristina contestó que le parecía razonable que fuera. Entonces él le preguntó si le disgustaría que trajera los niños a la granja por Navidad.
—Un día u otro tendrás que verlos... —y de nuevo respondió ella que también esto le parecía razonable.
Durante la ausencia de Erlend, Cristina se esforzó por prepararlo todo para Navidad. Sufría por tener que vivir entre gentes extrañas, mozos de granja y sirvientas. Se veía obligada además a hacer un gran esfuerzo para vestirse y desnudarse en presencia de las dos camareras que, siguiendo las instrucciones de Erlend, dormían junto a ella en la sala, lo que le obligaba a no olvidar que jamás se habría atrevido a dormir sola en aquella gran casa donde otra había dormido antes que ella junto a Erlend.
Las sirvientas de la granja valían poco. Los aldeanos que velaban por sus hijas no las mandaban a servir a una casa cuyo dueño había confiado la dirección de la misma a una concubina con la que vivía abiertamente. Las sirvientas que no tenían costumbre de obedecer a un ama de casa eran perezosas. Pero pronto algunas de ellas se sintieron satisfechas al ver a Cristina poniendo orden en la casa y tomando personalmente parte en sus ocupaciones. Se volvieron locuaces y alegres al darse cuenta de que la joven las escuchaba y las contestaba tranquilamente. Y cada día Cristina se mostraba ante el servicio con un rostro sereno y confiado. No reñía a nadie, pero si alguna sirvienta refunfuñaba, fingía creer que la muchacha era una ignorante y le enseñaba con minuciosidad cómo quería que se hiciera el trabajo. Era así como Cristina había visto obrar a su padre con los mozos nuevos que protestaban y nadie en Joerundgaard se había permitido contradecir dos veces las órdenes de Lavrans.
Las cosas siguieron así durante el invierno. Luego buscó el medio de deshacerse de las mujeres que no le gustaban o las que no conseguía adiestrar.
Había un trabajo que no se atrevía a emprender a la vista de todos esos desconocidos. Pero por la mañana, cuando estaba sola en la sala, cosía las ropitas para el niño; pañales de suave estameña, mantillas de lana roja o verde, blancos lienzos bautismales. Mientras se ocupaba de esta labor su pensamiento se debatía entre la angustia y la confianza que había puesto en los santos a los que rezaba. En realidad el niño vivía y se movía en su interior de tal modo, que no conocía descanso ni de día ni de noche. Pero había oído hablar de niños que habían nacido con una superficie de piel lisa en lugar de cara, con la cabeza puesta al revés y los dedos de los pies donde debiera encontrarse el talón. Creía ver aún ante ella a Svein con medio rostro morado porque su madre había contemplado un incendio demasiado rato.
Entonces dejaba el trabajo e iba a postrarse a los pies de la Virgen María y rezaba siete Avemarías. Fray Edvin le había dicho que la madre de Dios sentía la misma alegría todas las veces que...