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Undset | Cristina, hija de Lavrans Vol. I | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 39, 320 Seiten

Reihe: Literaria

Undset Cristina, hija de Lavrans Vol. I

La corona
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-1339-564-7
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

La corona

E-Book, Spanisch, Band 39, 320 Seiten

Reihe: Literaria

ISBN: 978-84-1339-564-7
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Cristina Lavransdatter, al cumplir quince años de edad, es prometida en casamiento a Simón Andresseon, hombre de rica herencia. Lavrans Bjoergulfsoen, padre de Cristina, es un hombre honorable, justo, y apreciado por todos aquellos que lo conocen. Desea lo mejor para su hija y su descendencia. Pero estos anhelos se verán puestos en cuestión por Cristina, una joven tan apasionada como rebelde, que desafiará los deseos paternos. Internada en un convento, su vida cambiará para siempre cuando en una escapada conoce al tenaz y encantador Erlend. Sumérgete en el corazón de la Edad Media con la obra maestra de Sigrid Undset, considerada una de las mejores novelas históricas del siglo XX. Cristina, hija de Lavrans cuenta la vida desde la niñez hasta la muerte de uno de los personajes más complejos y vigorosos de la literatura universal. Niña sagaz, joven apasionada, esposa ardorosa, madre impetuosa y creyente devota, su periplo atraviesa todo el siglo XIV, un tiempo en el que la fe, el pecado, la culpa, el honor, las promesas, los odios, las pasiones, las traiciones, las lealtades y el amor conjugaban un mundo cuyas tragedias y alegrías se vivían con la plenitud de quienes se sabían hijos de Dios. «[Mi heroína favorita de ficción] es la tenaz, sensual, devastadora y, en definitiva, sólida Cristina Lavransdatter, de Sigrid Undset. La trilogía de Cristina merece muchas relecturas. De inmediato, uno se identifica de alguna manera con esta hija de la Noruega medieval; pronto uno la compadece en sus sufrimientos. (...) Su fe y lealtad la hacen muy hermosa para mí». William T. Vollman The New York Times

Sigrid Undset, novelista noruega, nació en Oslo en 1882. Hija de un afamado catedrático de arqueología, de quien tomó el amor por la historia, sus obras destacaron pronto por la exactitud en la reconstrucción de la Noruega medieval. Sus primeras novelas, La señora Marta Oulie y La edad dichosa (1907), manifestaron ya su otra gran virtud: el perfecto conocimiento del mundo de la mujer. Ambas fuentes de inspiración confluyeron en su obra maestra, Cristina, hija de Lavrans, publicada en tres volúmenes entre 1920 y 1922. Le fue otorgado el premio Nobel de Literatura en 1928. Poco después de la publicación de Cristina, Sigrid Undset se convirtió al catolicismo atraída sobre todo, como dice Gabetti, por su tono general de humanidad. Fue acogida oficialmente en la Iglesia católica en 1925, en Motecassino, a la que perteneció hasta su muerte, el 10 de junio de 1949.
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2

Todos los veranos, Lavrans Bjoergulfsoen tenía la costumbre de hacer un viaje a caballo hacia el sur, con el fin de visitar su granja de Follo. Estos viajes de su padre eran acontecimientos importantes del año para Cristina... las interminables semanas en que estaba ausente; una gran alegría cuando regresaba cargado de regalos, tejidos extranjeros para su arca de matrimonio, higos, pasas y pan de miel de Oslo e infinidad de cosas que contar.

Pero aquel año Cristina se daba cuenta de que en el viaje de su padre había algo fuera de lo corriente. Se discutió y se volvió a discutir. Por supuesto, los viejos de Loptsgaard llegaron a caballo y se sentaron alrededor de la mesa con el padre y la madre de Cristina. Hablaron de sucesión, de herencia, de derecho de reparto, de la dificultad de dirigir bien la granja desde tan lejos; y también del obispado y del castillo real de Oslo, que encontraban jornaleros abundantes entre los agricultores vecinos. No les quedaba, por decirlo así, ni un momento libre para jugar con Cristina y la mandaban a la panadería con las sirvientas. Su tío, Trond Ivarsoen, de Sundbu, fue a visitarlos con más frecuencia que de costumbre..., pero, en general, no jugaba con Cristina ni la acariciaba.

Poco a poco comprendió de qué se trataba. Desde el momento en que llegó a Sil, su padre luchó por aumentar y redondear sus tierras en la aldea y ahora el caballero André Gudmundsoen proponía a Lavrans cambiar Formo, herencia de la propia madre de Micer André, por Skog, mejor situada para él desde que formaba parte de la guardia del rey y venía raras veces al valle. Lavrans no parecía muy dispuesto a separarse de Skog, su herencia, perteneciente a la familia por donación real; sin embargo, el cambio hubiera sido ventajoso para él en muchos aspectos. Pero Lavrans tenía un hermano, Aasmund Bjoergulfsoen, que deseaba que se le cediera Skog...; ahora vivía en Hadeland, donde había contraído matrimonio y regentaba una granja. Tampoco era seguro, pues, que Aasmund quisiera ceder sus derechos hereditarios.

Un día Lavrans dijo a Ragnfrid que aquel año quería llevarse a Cristina a Skog. Era preciso que conociera la granja donde había nacido y que era la casa de sus mayores, si tenía que dejar de pertenecerles.

Ragnfrid encontró natural aquel deseo, aunque le asustara un poco que una niña tan pequeña emprendiera un viaje tan largo en el que ella no tomaba parte.

Los primeros tiempos después de que Cristina hubiera visto a la reina de los elfos, se mostraba tan asustadiza que prefería quedarse en casa al lado de su madre; sentía miedo sólo con ver a cualquiera que la hubiera acompañado aquel día en la montaña y conociera lo ocurrido. Estaba contenta de que su padre hubiera prohibido que se aludiera a la aparición.

Pero, después de que hubo transcurrido cierto tiempo, le pareció que le gustaría hablar de ello. En su interior se lo contaba a alguien, no sabía a quién, y, cosa rara, cuanto más tiempo pasaba creía acordarse mejor, y el recuerdo de la bella dama se hacía más claro...

Pero lo más sorprendente era que, cada vez que pensaba en la reina de los elfos, suspiraba por hacer el viaje a Skog y temía que su padre no quisiera llevarla.

Por fin, una mañana despertó en el granero de provisiones y vio a la vieja Gunhild y a su madre sentadas en el suelo, examinando las pieles de ardilla de Lavrans. Gunhild era una viuda que iba por las granjas preparando las pieles para los abrigos y haciendo otros trabajos por el estilo. Al oírlas, Cristina adivinó que era ella quien necesitaba un abrigo nuevo forrado de ardilla y bordeado de martas. Entonces comprendió que acompañaría a su padre y saltó de la cama con gritos de alegría.

Su madre se le acercó y le acarició la mejilla:

—¿Tan contenta estás, hija mía, de separarte de mí?

Ragnfrid repitió las mismas palabras la mañana en que debían abandonar la granja. A las ocho de la mañana ya estaban levantados. Era aún de noche y cuando Cristina se asomó a la puerta para ver qué tiempo hacía, una niebla espesa envolvía las casas. Una especie de humo gris flotaba alrededor de las linternas y ante las puertas abiertas de las viviendas. La gente se afanaba entre establos y cabañas, y las mujeres salían de la panadería con humeantes marmitas de gachas, y grandes platos de carne y tocino cocidos. Necesitaban alimentos fuertes y abundantes antes de salir a caballo en pleno frío de la mañana.

En la casa, los sacos de cuero del equipaje se abrieron y cerraron y se guardaron en ellos los objetos olvidados. Ragnfrid recordó a su marido todo lo que quería que hiciera por ella, y habló de amigos y conocidos que verían en el trayecto. Había que saludar a este y no olvidar preguntar por algo a aquel otro.

Cristina entraba y salía corriendo, decía varias veces adiós a la gente de la casa, y no paraba un minuto en ninguna parte.

—¿Tan contenta estás, Cristina, de marcharte lejos de mí y por tanto tiempo? —preguntó la madre. Cristina se quedó disgustada y triste; habría deseado que su madre no hubiera dicho aquello. Pero contestó lo mejor que supo:

—No, querida madre, estoy contenta porque acompañaré a mi padre...

—Sin duda es eso —suspiró Ragnfrid. Luego abrazó a la niña y arregló su vestido.

Por fin montaron todos a caballo, ellos y su séquito. Cristina montaba a Morvin, que antes había sido el caballo de su padre; era viejo, prudente y seguro. Ragnfrid alargó a su marido el vaso de plata para el trago de despedida, apoyó la mano en la rodilla de su hija y le rogó que recordara todo lo que su madre le había encargado.

Abandonaron la granja cuando empezaba a clarear. Una bruma blanca como la leche envolvía la aldea. Pero, poco después, empezó a hacerse más ligera hasta que el sol la atravesó. Y bajo las gotas de rocío se veía brillar, en medio de la blanca niebla, el verde de los prados, los pálidos rastrojos y los serbales de brillantes bayas rojas. Los flancos de las montañas parecían azules y se perdían a lo lejos en medio de la bruma y la calina. Luego, la niebla se desgarró y se repartió en jirones sobre las laderas y, con Cristina a la cabeza, al lado de su padre, la pequeña comitiva descendió hacia el valle bajo un sol magnífico.

Llegaron a Hamar una noche oscura y lluviosa; Cristina iba sentada delante, en la silla de su padre, porque estaba tan cansada que todo flotaba ante sus ojos: el lago que centelleaba débilmente a su derecha, los árboles oscuros que goteaban encima de ellos al cabalgar en el bosque y los grupos de casas pintadas de negro, en tierras húmedas y grises, a lo largo del camino.

Ya no contaba los días. Le parecía estar de viaje desde hacía una eternidad. Al bajar al valle visitaron a parientes y amigos; había conocido niños en las enormes granjas, había jugado en salas, graneros y patios desconocidos, y se había vestido varias veces con el traje rojo con mangas de seda. Cuando hacía buen tiempo se detenían al borde del camino; Arne había cogido nueces para ella y después de las comidas había dormido sobre las sacas de cuero que contenían sus ropas. En una granja, les pusieron almohadas bordadas de seda en la cama, pero una noche durmieron en una posada y todas las veces que Cristina se despertaba oía llorar y quejarse a una mujer en otra de las camas. Sin embargo todas las noches había dormido tranquila y resguardada por la espalda grande y caliente de su padre.

Aquel día Cristina se despertó sobresaltada. Ignoraba dónde se encontraba, pero el extraño ruido, sonoro y retumbante que había oído en sueños, continuaba. Estaba acostada, sola, en una cama, y en el cuarto donde se hallaba, ardía un gran fuego en el hogar.

Llamó a su padre. Este se levantó del hogar donde estaba sentado y se le acercó acompañado de una mujer gruesa.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

Lavrans sonrió y contestó:

—Ya estamos en Hamar y esta es Margret, la esposa de Fartein el zapatero. Dale los buenos días, porque cuando hemos llegado estabas dormida. Ahora Margret te ayudará a vestirte.

—¿Ya es por la mañana? —preguntó Cristina—. Yo creía que ibas a acostarte. Ayúdame tú —suplicó, pero Lavrans le advirtió, en un tono algo severo, que era preferible que diera las gracias a Margret, que estaba dispuesta a ayudarla, añadiendo:

—Y mira lo que te trae para regalarte.

Era un par de zapatos rojos con cordones de seda. La mujer sonrió al ver la expresión alegre de Cristina y le puso la camisa y las medias en la cama para que no tuviera que andar descalza sobre el suelo de tierra apisonada.

—¿Qué es lo que suena así? —preguntó Cristina—. Parece una campana de iglesia; bueno, muchas campanas.

—Pues claro, son nuestras campanas —contestó Margret riendo—. ¿Acaso no has oído hablar nunca del gran convento de nuestra ciudad? Allí vas a ir ahora. La que toca es la campana grande, y también se oyen las del claustro y las de la iglesia de la Cruz.

Margret untó de mantequilla la rebanada de pan de Cristina y le puso miel en la leche para que le alimentara más. Tenía el tiempo justo de comer.

Afuera era aún de noche y empezaba a helar. La niebla era fría y cortante. Los rastros del paso de la gente y de los animales y las huellas que dejaban los zuecos estaban endurecidas y parecían moldeadas en hierro, tanto que con sus zapatos finos Cristina se lastimaba; una vez, incluso, su pie atravesó la capa de hielo del reguero que pasaba por el centro de la calleja y se le mojaron las piernas. Entonces Lavrans se la cargó a la espalda y la...



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