E-Book, Spanisch, 208 Seiten
Reihe: Éticas Aplicadas
Turró Ética del deporte
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-254-3785-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 208 Seiten
Reihe: Éticas Aplicadas
ISBN: 978-84-254-3785-4
Verlag: Herder Editorial
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Guillem Turró es doctor en Pedagogía con una tesis sobre el humanismo y el deporte. Ejerce como profesor de filosofía en la Institución Cultural del CIC y en la Universidad Ramón Llull. Entre sus publicaciones destacan Més enllà de l'espectacle mediàtic (con Conrad Vilanou) y El valor de superarse. Deporte y humanismo, que recibió (ex aequo) el XXII Premio Joan Profitós de Ensayo Pedagógico 2011.
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| CONSIDERACIONES PRELIMINARES |
Son muchos los que siguen viendo en el deporte una muestra de barbarie, algo que debería ser relegado a la marginalidad teórica. De hecho, abundan los intelectuales renuentes a tratarlo en serio. Fácilmente podemos asociar el deporte a masas enardecidas por pasiones burdas. Esta podría ser una de las razones por las cuales ha sido subestimado en ámbitos académicos. Entre sus más conspicuos detractores se encuentran eminentes hombres de letras: todos ellos lo han asociado con la ramplonería social o el embrutecimiento moral. Así, por ejemplo, Oswald Spengler lo vinculó con la decadencia nihilista de los tiempos modernos. Los guardianes de la alta cultura tienden a referirse al deporte en términos apocalípticos, no entienden que pueda producir un interés ético o educativo. Todo ello está vinculado con una tradición filosófica —muy marcada por un dualismo espiritualista— que ha postergado y silenciado nuestra dimensión corporal.
Son pocos los pensadores que han valorado el deporte en su justa medida. José Ortega y Gasset fue uno de ellos. De hecho, el divorcio entre la teoría y el deporte ha sido uno de los distintivos de nuestra civilización. Con muchísima frecuencia ocurre que los estudiosos pasan de largo ante el deporte, al mismo tiempo que sus protagonistas no reflexionan sobre su actividad. La verdad es que no es fácil encontrar intelectuales en el mundo del deporte y deportistas entre los intelectuales. Como dijo Pasolini: «Los deportistas están poco cultivados, y los hombres cultivados son poco deportistas. Yo soy una excepción». Sin embargo, a pesar de todas las invectivas que pueda haber recibido, algunos nos declaramos deportófilos. De hecho, uno de mis ideales consiste en cultivar la mente y el cuerpo. Addison escribió: «Leer es para el cerebro lo que el ejercicio es para el cuerpo».
El punto de partida de mi relación filosófica con el deporte fue la Ética a Nicómaco. Tras leerlo, me percaté de que el deporte es una formidable metáfora de la vida. Aristóteles nos dice que vivir humanamente exige plantearnos una meta final, un télos. De un modo muy parecido al del arquero que apunta a determinado blanco, debemos proponernos un fin para así dirigir nuestra conducta. Esto significa que nuestra vida supone un esfuerzo permanente, algo muy similar a una noble disciplina deportiva que puede resumirse en el siguiente imperativo: «¡Hombres, sed buenos arqueros!».
Según Lledó, la flecha es la vida cuya andadura dibuja el sentido de una trayectoria. Lo importante es el impulso que mueve nuestra existencia, la orientación que perfila el recorrido y la energía que la constituye. Télos no significa tanto «finalidad» como «cumplimiento», «plenitud», «consumación», «madurez».1 Aristóteles nos invita a trazar nuestro camino (homo viator) de acuerdo con un fin último o bien supremo (felicidad o eudaimonia). No en vano la vida humana es, en esencia, un proyecto dinámico (de dynamis, «fuerza», «poder» o «capacidad»).
Para disparar el arco debemos ser capaces de empuñarlo con una mano y tensarlo con la otra. Sin buen pulso y mucha fuerza nunca lo conseguiremos. Si no aplicamos potencia al disparo, malograremos nuestra misión. Claro está que debemos apuntar bien, fijando nuestra mirada en el blanco. Por supuesto, previamente tendremos que fijarnos un propósito para conseguir que nuestra existencia alcance su mejor versión. La única manera de realizarnos como personas es que nuestra vida tenga un sentido moral certero.
Es evidente que la sociedad en que vivimos no invita a la meditación filosófica. La inmensa mayoría están demasiado ocupados en sus quehaceres cotidianos como para detenerse y plantearse determinadas preguntas. Lamentablemente abundan las ideas equivocadas acerca del valor y el sentido de la filosofía. Con cierta frecuencia se asocia a tópicos desafortunados: improductiva, aburrida, etérea, rebuscada, desconcertante, intempestiva. Por otra parte, podemos asegurar que muchos de los que nos dedicamos al oficio filosófico alguna vez hemos sido inquiridos por la utilidad de nuestra profesión, y hemos compartido una sensación de incomodidad cuando alguien nos ha interpelado por la finalidad de nuestra ocupación. En muchos sentidos, no corren buenos tiempos para la filosofía.
Desde Sócrates sabemos que una de las grandes finalidades de la filosofía es sopesar con rigor nuestras creencias, clarificar los principios rectores de nuestro comportamiento. Muchos siglos después, Nagel escribía que la primera tarea de la filosofía es cuestionar y aclarar con detenimiento algunas ideas muy comunes que todos usamos sin razonar sobre ellas.2 Por ejemplo, algunas nociones morales sin las cuales la vida no sería digna de ser vivida. Nos referimos a la felicidad, la libertad, la responsabilidad, la justicia, la solidaridad o el bien. La filosofía nos enseña a tomar conciencia del carácter problemático de la sociedad, a repensar el mundo donde desarrollamos nuestra vida. También consiste en mirar la realidad con una perspectiva radical y sinóptica, en preguntarnos por las cosas más allá de lo que se supone que son. Cuanto más vulgar es un ser humano, menos enigmático le resulta todo.
Los antiguos nos enseñaron que toda existencia genuinamente humana es bidimensional, que abraza la vita contemplativa y la vita activa. Nuestra actuación será apropiada gracias a una conciencia lúcida. La mejor forma de no errar es adoptar un distanciamiento crítico, una dilucidación sustentada en principios antropológicos y éticos. Desde sus orígenes griegos, la filosofía ha intentado revelar la senda de la vida buena. También nos ayuda a comprender el mundo donde vivimos, a tomar decisiones rectas, responsables y libres, a involucrarnos a favor de una sociedad más justa, solidaria y humana. Necesitamos razonar para saber cómo debemos vivir y convivir. El pensamiento filosófico es una invitación a mejorar nuestra existencia. Se trata de ser inteligentes ateniéndonos a la etimología de esta palabra: saber escoger entre diferentes opciones (inter-legere). Como dijo Aristóteles, el anthropos es una inteligencia deseosa que aspira a la felicidad.
En contra de una opinión muy difundida, lo idóneo es distinguir entre ética y moral. La primera es aquella rama de la filosofía que aborda la condición moral desde una perspectiva racional. Kant afirmó que uno de los grandes interrogantes filosóficos es «¿qué debo hacer?». Ser humano es mantenerse en la tensión entre el ser y el deber ser. Podemos entender la ética como una reflexión para evaluar por qué debemos actuar correctamente. También es un saber que ilumina los fines últimos de la vida, que nos guía en el camino de la justicia y la felicidad. Gracias a la ética nuestras acciones podrán estar de acuerdo con unos principios y valores loables. Su misión es dotarnos de puntos de referencia con el fin de dirigir nuestro comportamiento. Mientras que la moral estipula las reglas que debemos aplicar en un espacio social particular, la ética es una disciplina que explora los principios e ideas que estructuran, sistematizan y fundamentan la moral. El deber de la ética es determinar, desde un plano teórico, la bondad de nuestras acciones. Están en lo cierto aquellos que identifican la ética con la filosofía moral. En esta misma línea Aranguren estableció la distinción entre moral vivida y moral pensada.
El origen de la palabra ética es el término griego ethos, cuyo primer significado remite al hábitat o lugar donde vivía una familia. De ahí derivó en carácter o costumbre, manera de ser o hábitos de una persona. El sitio habitual donde se desarrolla la vida se convierte en carácter; como personas, nuestro carácter está vinculado con el lugar donde hemos nacido y crecido. De hecho, aquello que es exterior nos forma interiormente, configurándonos y habituándonos en un sentido determinado.
El ser humano es un animal que deviene moral gracias también al ambiente en el cual se ha criado. Recordemos que morada sigue siendo el sitio donde se habita y que nuestro cometido moral consiste en la adquisición de una manera de ser. De hecho, la palabra moral proviene del latín mos/moris, que traducimos por «costumbre» y «carácter». Citemos a Cortina: «Labrarse un buen carácter, un buen ethos, es lo más inteligente que puede hacer una persona para aumentar sus posibilidades de llevar a cabo una vida buena, feliz».3
Nuestra condición estructural nos incita a devenir seres morales. Somos capaces de asumir como propias nuestras acciones. Depende del bien querer y del bien hacer que la vida humana se conduzca rectamente. El camino de la virtud pasa irremediablemente por la capacidad de preferir de modo correcto. Cuando lo conseguimos, provocamos los elogios de otros. Si fracasamos, merecemos su amonestación, vituperio o castigo. Aristóteles nos dijo que la misión de la ética es forjar el carácter o conjunto integrado de las virtudes. Como consecuencia de repetir actos en un mismo sentido adquiriremos hábitos buenos que sedimentarán en forma de personalidad moral. Está en nuestras manos apropiarnos de un carácter que nos permita obrar según la virtud. Recordemos la significación que el Estagirita otorgaba a esta noción: una tendencia a actuar de una...




