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Tsushima | Territorio de luz | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 212, 208 Seiten

Reihe: Impedimenta

Tsushima Territorio de luz


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17553-67-8
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 212, 208 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-17553-67-8
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Una bibliotecaria es testigo de cómo, junto con el invierno, también su matrimonio se acaba. Su marido le ha pedido que se separen, y ella se ve obligada a comenzar una nueva vida con su hija de dos años, que no entiende por qué las cosas no pueden seguir como antes. Perdida en una Tokio inabarcable, la mujer alquila un piso lleno de ventanas en el que se refugiará durante un año, tratando de escapar de la oscuridad que la acecha a pesar de estar rodeada de luz. Una luz que adopta distintas formas: la del sol que entra por las ventanas, la que ilumina el parque, la de los lejanos fuegos artificiales, la de las deslumbrantes aguas de las inundaciones, las farolas y unas misteriosas explosiones. Una luz que la acompañará mientras se enfrenta a la maternidad en solitario, a la condena social, al desengaño y a la devastación del amor no correspondido. Ganadora del prestigioso Premio Noma, 'Territorio de luz' es una de las novelas japonesas más reveladoras e influyentes de las últimas décadas. Una historia tierna y a la vez inquietante sobre el abandono, el deseo y la transformación, que Margaret Drabble consideró equiparable en calidad a cualquier obra de Virginia Woolf.

Yuko Tsushima Nació en Tokio, Japón, en 1947. Su padre fue el célebre novelista Osamu Dazai, que se suicidó arrojándose al río Tama junto con su amante cuando su hija tan solo contaba un año (más adelante, la autora escribiría un relato sobre este suceso, titulado 'El reino del agua'). Tsushima publicó su primer libro, un volumen de novelas cortas, a la edad de 24 años. Entre sus obras más importantes destacan Hija de la fortuna (1978; Premio de Literatura Femenina de Japón), La galería de tiro y otras historias (1973-1984; uno de los relatos incluidos en este volumen, 'Los comerciantes silenciosos', le procuró el Premio Kawabata) o Territorio de luz (1979; Impedimenta, 2020). Gran parte de sus primeras obras de ficción están basadas en su propia experiencia como madre soltera, mientras que en su madurez se caracterizó por tratar temas relacionados con la comunidad indígena japonesa y la ocupación americana de Japón. Además de novelista, Tsushima también fue ensayista y crítica literaria, y publicó numerosos artículos en varios periódicos. Asimismo, trabajó como profesora en el Instituto Nacional de Lenguas y Civilizaciones Orientales entre 1991 y 1992, y participó activamente en iniciativas como Japan-India Writers' Caravans, que buscan tejer redes entre distintos países. Tsushima ganó gran parte de los premios más importantes de su Japón natal, incluyendo el Premio Noma, el Premio Izumi Ky?ka de Literatura o el Premio Tanizaki. Fue denominada por The New York Times como 'una de las más importantes escritoras de su generación' y su obra ha sido traducida a varios idiomas. Entre sus influencias, Tsushima solía citar a autores como Tennesse Williams o William Faulkner. Falleció en 2016 en Tokio.

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Alrededor del agua
Durante la noche oí correr el agua al otro lado de la pared. Estaba ya adormecida, observando desde mi colchón el reflejo de las farolas de la calle y los neones multicolores que se proyectaban sobre el muro del edificio, cuando percibí ese sonido ligero y sutil. No sabía en qué momento había empezado a oírlo; es posible que antes de acostarme, o bien podría haberse tratado de una especie de ilusión próxima al despertar.  Por la mañana, cuando abrí la ventana, la luz del sol y el ruido de los motores de los coches irrumpieron con fuerza en mi habitación. El cielo estaba azul; la ciudad estaba seca; las partes en sombra también estaban secas. «Qué buen tiempo hace hoy también», pensé, satisfecha, justo antes de despertar a mi hija, sin preguntarme dónde se habría ido el aguacero de la noche anterior, sin extrañarme de que no quedara ni un pequeño charco en la calle. Era como si la lluvia hubiera continuado cayendo en otro lugar, en alguna zona de mi espalda que mis manos no podían alcanzar. Seguía sintiendo en mi cuerpo la presencia de un agua lejana, lo cual me hizo pensar que probablemente no lo había soñado.  Si no fuera por la escenita que me montó el de abajo, al día siguiente habría disfrutado de ese mismo sonido de agua, tan placentero, y luego me habría olvidado de ello por completo. Justo cuando le di el primer mordisco a la tostada del desayuno oí que llamaban a la puerta. Me sorprendió que alguien me visitara a esas horas de la mañana y abrí la puerta con desmedida cautela. Se trataba de un hombre gordo de mediana edad; su rostro me resultaba familiar, aunque en ese momento no habría sabido decir dónde lo había visto. Sentí cierta decepción al comprobar que no era Fujino, al que no había visto desde que nos separamos, hacía ya más de un mes.  —¿Qué ha pasado con el agua? —preguntó el hombre  mientras introducía su cabeza iracunda en el piso. Mi hija se acercó hasta situarse delante de él y nos miró a los dos con curiosidad—. El agua, le digo. ¿Se le ha caído al suelo? ¿Se le ha inundado el piso? Algo ha hecho. Tendrá que arreglarlo pronto, está causando una catástrofe. En ese momento me di cuenta de que era el hombre de la oficina de abajo. Lo saludé como era debido y le respondí: —No sé de qué me habla. Aquí no ha pasado nada. —No puede ser. A nosotros no para de caernos agua. Está claro que se le está inundando algo. Puede que no se haya dado cuenta todavía, vaya a averiguarlo, por favor. Era el director de la empresa que hacía escudos de oro. No creo que los fabricara en esa oficina tan pequeña, pero deduje que debía de utilizar el local para tramitar los envíos, a juzgar por la cantidad de cajas de cartón que se amontonaban junto a su puerta, siempre a medio cerrar. Lo había visto varias veces sacando cajas y cotejando el contenido con las cuentas, y no sé si era porque tenía mucho trabajo o porque le gustaba trabajar, pero a las ocho de la mañana ya solía estar en la oficina y a menudo se quedaba allí casi hasta medianoche. Su presencia me resultaba bastante molesta, puesto que era yo quien se encargaba de abrir y cerrar la persiana mecánica de la entrada del edificio. Sin duda, también para él debía de ser engorroso quedarse esperando en la calle cuando yo dormía más de la cuenta por la mañana o tener que llamar a mi puerta cada noche, ya tarde, antes de marcharse. Me quité un peso de encima cuando, dos meses después de que el hombre trasladara su empresa al edificio, la dueña decidió hacer una excepción y le entregó una copia de la llave. Aquel hombre también obligaba a su mujer, la única empleada que tenía allí, a trabajar hasta tarde. A ella nunca la vi de cerca. A él era fácil reconocerlo; andaba casi siempre trabajando junto a la puerta entre cajas de cartón. Pero ella se quedaba al fondo, agazapada en una mesa, cubierta con un delantal como si estuviera en la cocina rascando una cazuela.  Aunque ya casi era mi hora de salir de casa, el hombre seguía insistiendo en que el origen de la gotera tenía que estar en mi piso, así que examiné por si acaso las principales vías de agua: el grifo de la cocina, la lavadora, el inodoro, luego el cuarto de baño de la azotea, y de paso la habitación de seis tatamis. No vi ni una sola gota de agua. —No parece que sea aquí —le dije al hombre, y me sumí rápidamente en aquella mañana que estaba siendo distinta al resto y en la que tuve que regañar a mi hija porque no había probado el desayuno—. Nos vamos ya, tómate la leche, rápido. La maestra se va a volver a enfadar. —Oiga usted, no diga tonterías. ¿Cómo me explica, entonces, este charco? Aquí, mire. ¿Cómo lo va a ver si no viene aquí? El hombre bajó dos escalones y me escudriñó, rabioso. Resignada, salí del piso con las pantuflas puestas; el hombre cerró mi puerta con violencia y señaló el suelo. Sí, había un pequeño charco. Miré al techo. Puede que hubiera una humedad en la esquina, pero yo también tenía manchas parecidas en mi techo, manchas de antiguas goteras que habían arreglado en su día, cuando renovaron la azotea, según me dijo el agente inmobiliario.  —No entiendo de estas cosas, pero no creo que ese charco… Según decía esto, mi hija rompió a llorar al otro lado de la puerta. Me apresuré a abrir, pero el hombre me agarró del brazo con fuerza.  —Estoy seguro de que el agua cae desde su planta. Y en este mismo instante, mientras usted y yo discutimos, mi mujer se está volviendo loca intentando poner nuestras cosas a salvo. Porque ¿sabe qué? Cuando hemos abierto la puerta todos los documentos estaban empapados. Venga usted a verlo. Lo entenderá cuando lo vea. El llanto de mi hija aumentó de volumen. Bajé un par de peldaños e intenté abrir la puerta ignorando al hombre que, al quedarse sin espacio en el descansillo, se vio obligado a retroceder por las escaleras.  Tomé a mi hija en brazos. Le ardía el cuerpo de tanto llorar. —Pero lo que es seguro es que no viene de este piso, así que por favor investigue por su cuenta cuál puede ser la causa. Ahora me tengo que ir a trabajar. Si me necesita, dígamelo por la tarde. Estaré de vuelta a las seis. Cerré la puerta antes de que pudiera responderme y, un momento después, lo oí bajar las escaleras, resignado. Se me había hecho tarde y tenía que irme y mi hija seguía agarrada a mi hombro con la cara enrojecida. Se la limpié con una toalla húmeda y salí del piso a toda prisa, sin importarme ya el desayuno, pensando solo en bajar las escaleras con sigilo para que el hombre no me interceptara otra vez. A través de la puerta abierta de su oficina lo oí increpar a su mujer; seguramente estuviera descargando sus frustraciones sobre ella.  Lo cierto es que el agua que pudiera estar cayendo en la segunda planta me traía sin cuidado. No había podido darle el desayuno a mi hija, y en la guardería, en vez de despedirse sacudiendo la mano de buen humor como hacía siempre, mi hija se echó a temblar cuando se nos acercó una de sus maestras, como si fuera a comérsela viva. Se quedó abrazada a mi cuerpo, llorando, aullando como un perro, hasta tal punto que dos de las maestras tuvieron que llevársela a la fuerza. Y encima llegué tarde al trabajo. Así que, más que por el agua, estaba enfadada porque toda mi mañana se había ido al garete por una tontería. Aquel hombre no tenía derecho, por mucho que hubiera un problema, a venir a montarme semejante escándalo. Su actitud me pareció muy egoísta y me llenó de rabia. En ningún momento me acordé del sonido del agua que había oído la noche anterior.  Ese día, a la hora de comer, Fujino me llamó por teléfono. Yo estaba, como siempre, sacando el pan y la leche que me había traído de casa, sentada frente a Kobayashi, mi superior directo. —Es tu marido —me dijo Kobayashi después de levantar el auricular, y me lo pasó como si nada. —Gracias —susurré, y me acerqué el teléfono al oído. Al escuchar la voz familiar de Fujino, me sentí embargada por los recuerdos y una especie de cálida nostalgia, pero esa añoranza no tardó en convertirse en rabia. Cuántas veces me había repetido a mí misma que, cuando me llamara Fujino, para no estropear las cosas entre nosotros y por el bien de nuestra hija, hablaríamos tranquilamente de todo y de nada, nos pondríamos al día y le explicaría por qué, al final, era yo la que quería separarse de él, aunque ni yo misma lo entendiera muy bien. Pero, por más que busqué las palabras para expresarme, no logré siquiera que me saliera la voz, ni mucho menos hablar con la naturalidad de siempre.  Me preocupaba que Kobayashi pudiera oírme. Hubo otra ocasión, cuatro años antes, en que Fujino me llamó y Kobayashi me pasó el teléfono. Fujino y yo acabábamos de empezar a vivir juntos, pero todavía no era oficial. No recuerdo cuál fue el contenido de la llamada; quizá hicimos planes para cenar fuera esa noche o algo parecido. En aquella época, Fujino aún era estudiante y, además del dinero de la beca, también recibía una paga de sus padres, de modo que gozábamos de una holgura económica de la que careceríamos durante el resto de los cuatro años que pasamos juntos. De hecho, salíamos a comer fuera a menudo. Yo todavía no conocía la erosión que conlleva la convivencia doméstica y estaba contenta con mi nueva vida. Por entonces no me importaba demasiado si Kobayashi podía oírnos o no; hablaba por teléfono con despreocupación.  Sin embargo, aquella vez, nada más colgar...



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