E-Book, Spanisch, 240 Seiten
Reihe: Impedimenta
Tsushima El hijo predilecto
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19581-15-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 240 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-19581-15-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Premio Jory? Bungaku, 1978. Vuelve la autora de «Territorio de luz» con una historia dolorosamente veraz en su descripción de la feminidad y la maternidad japonesas.
Koko siempre ha vivido en el presente. Afronta cada día sin mirar atrás. Pese a las presiones de su familia, se fue a vivir a un piso con su novio. Ha criado ella sola a una niña de once años mientras sobrevive dando clases particulares de piano. Mientras tanto, la sospecha de un nuevo embarazo despierta en su interior viejos anhelos, culpas eternas y esperanzas ocultas. Yuko Tsushima pone a prueba las convenciones sobre la independencia y la memoria, y nos ofrece un asfixiante baile de máscaras donde familiares, amigos y amantes se empeñan en tener la última palabra sobre cómo deberían vivir la vida las mujeres.
CRÍTICA
«Women's Literature Prize en 1978, Yuko Tsushima defiende en esta novela el derecho a vivir como se quiera.» -Gonzalo Torné, La lecturta
«Una novela que explora la soledad, la sexualidad, la necesidad de amor y los lazos familiares en medio de la desolación de neón de Tokio.» -Angela Carter
«La prosa de Tsushima es tan desnuda y vívida que incluso los detalles banales adquieren una vitalidad visceral... Una historia que se sumerge de forma inquietante en la vida de las mujeres, sin sentimentalismo ni autocompasión.» -Margaret Drabble
«Tan relevante hoy como cuando se publicó... a la vez poderosamente edificante y dolorosamente triste.» -Japan Times
Yuko Tsushima nació en Tokio en 1947. Su padre, el famoso novelista Osamu Dazai, se suicidó cuando la autora solo tenía un año, y eso la marcaría y marcaría su obra. A lo largo de su carrera, obtuvo los más importantes premios de su Japón natal, incluyendo el Noma Literary Prize o el Izumi Kyoka Prize. Fue considerada por The New York Times como «una de las más importantes escritoras de su generación». Heredera confesa de Faulkner y Tennessee Williams, adorada por Margaret Drabble o Angela Carter, es autora de títulos como «El hijo predilecto» (1978), «La galería de tiro y otras historias» (1973-1984) o «Territorio de luz» (1979, publicada por Impedimenta en 2020). Falleció en febrero de 2016 en Tokio.
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2
Sonó el teléfono. Eran las siete y media de la mañana. Koko ya estaba vestida y aseada, pero dejó que sonara varias veces antes de descolgar el auricular. La voz de Kayako entró directa en su oído. Habló rápido para decirle algo así como que iba para allá, que estuviera preparada y que la esperara lista para salir. —No te agobies, que aunque lleguemos justas de tiempo eso no va a afectar a tus notas. Sin embargo, a los quince minutos Kayako ya había llegado a la casa. Tenía la respiración entrecortada; había ido corriendo. Su pelo y sus hombros brillaban, mojados. Era una mañana fría de aguanieve. —Estaba preocupada, imagínate que después de tanto decir que no me agobie te vuelves a quedar dormida. Menos mal que estás despierta. —¿Crees que voy bien así? —preguntó Koko después de invitar a Kayako a que tomara asiento. Era el traje negro que se había comprado en unos grandes almacenes a toda prisa para el funeral de su madre. Le inquietaba no poder abrocharse la falda con la barriga que tenía ahora, pero como se la había comprado más bien grande, al final pudo cerrársela sin problemas. Kayako sonrió con aires de adulta y asintió. Tenía las mejillas coloradas por los nervios y los ojos resplandecientes; de repente se había convertido en una niña dulce y cariñosa. El vestido que llevaba, azul claro con cuello blanco y puños, le quedaba muy bien, pero tanto la falda como las mangas eran demasiado cortas, pensó Koko. Le habría gustado arreglarle aunque fuera solo el bajo del vestido, pero no había tiempo. Le habría llevado más de dos horas hacer el arreglo a mano. La hija de su hermana era muy menuda, siempre fue la más baja de su clase. En cambio —o quizá no debería decirlo así—, sacaba muy buenas notas y la elegían siempre delegada de clase. Si seguía haciendo las cosas tan bien, quizá el padre tendría que renunciar a su único varón y cederle a su hija la sucesión en el bufete de abogados. Esto se lo había contado un día su hermana, rebosante de gozo. «Una mujer abogada, eso sí que estaría bien», había respondido Koko con un entusiasmo raro en ella, pero su hermana se rio y respondió que no, que no se refería a nada tan extravagante; que lo que harían sería ofrecerle el puesto al marido de su hija, adoptarlo como a un hijo. «Cómo le gusta eso de adoptar hijos e hijas», pensó Koko mientras miraba a su hermana y forzaba una sonrisa amarga. También su cuñado había tomado el apellido de la familia de Koko como si fuera un hijo adoptivo. Koko preparó un café instantáneo para Kayako y esperó a que se lo tomara antes de bajar con ella en el ascensor. Seguía cayendo aguanieve. Las calles, los edificios, los árboles en las aceras, los postes de luz e incluso el cielo parecían más mojados, más aplastados por el peso del agua que cuando llovía. Consiguieron un taxi enseguida, pero había tanto tráfico que apenas avanzaban. Había optado por no ir en tren porque era mucho rodeo, pero ahora pensaba que quizá habría sido lo mejor. Kayako miraba de frente nerviosa, mordiéndose el labio inferior. —Ojalá se convierta en nieve. Es mucho mejor la nieve —dijo Koko. Kayako asintió pensativa—. Yo te llevaba a la guardería incluso en días así, ¿sabes? Me acuerdo cada vez que hace mal tiempo. Durante seis años[9] te llevé todos los días o en brazos o a caballito. No sé ni cómo pude. —¿Llegaremos a tiempo? —murmuró Kayako. —Tenemos todavía más de media hora. —Sí. El coche se volvió a parar cuando por fin había logrado avanzar un poco. Al fondo de la carretera se veía, diminuto, el círculo rojo del semáforo. Kayako suspiró y se recolocó en el asiento. —Que no te preocupes, que llegamos bien… —Sí, ya lo sé, no es eso. Es que… seguro que me preguntan por papá. ¿Qué les digo? Las mejillas de Kayako habían pasado de un tono melocotón al color de una fruta dañada. Por un momento Koko pensó que quizá la niña tuviera fiebre y quiso tocarle la mejilla. A Kayako se le ponía la cara así de colorada siempre que tenía fiebre, y solo por la tonalidad de su piel podía saber aproximadamente cuál era su temperatura corporal sin necesidad de un termómetro. Ahora, pensó Koko, debía de rondar los treinta y nueve grados. —Ah, si es eso lo que te preocupa, tú no has hecho nada malo. Simplemente cuéntales la verdad. —Ya, pero ¿cómo se lo digo? —Kayako bajó la voz aún más. —Pues eso, que tus padres se divorciaron cuando tenías tres años. No hace falta decir nada más. Además, ya hemos presentado el libro de familia, ¿no? —dijo Koko, también bajando la voz. Kayako asintió—. Entonces realmente no tienes nada más que explicar. Diles que no sabes más que lo que viene en el libro de familia. —Por lo visto hay muchas estudiantes a las que rechazan por su situación familiar. —¿Ah, sí? O sea que solo les importa el dinero. Solo les interesa aceptar a alumnos cuyos padres pueden hacer donaciones generosas. Qué ridiculez. ¿Te merece la pena un colegio así? ¿Por qué no te olvidas? Todavía estás a tiempo. —Pero, mamá… —susurró Kayako con la cabeza gacha. Koko se quedó observando el perfil de su hija. Pensó que estaba a punto de llorar, pero Kayako no derramó ni una sola lágrima y se limitó a emitir un ligero suspiro con deliberada indiferencia. Koko se arrepintió de la pataleta que acababa de tener y se exasperó ante la reacción de su hija. Ya nunca discutían. En realidad, Kayako había abandonado el seno de su madre el día en que conoció a Doi, y ahora esa realidad se precipitaba dolorosamente contra Koko. A mediodía Koko y Kayako fueron juntas a un restaurante. El aguanieve se había convertido en lluvia. El local estaba muy cerca del colegio, por lo que había otras madres acompañando a sus hijas a comer. Una de ellas saludó a Kayako; quizá habían coincidido en la sala mientras esperaban para la entrevista, aunque Koko no recordaba haberla visto. Era una mujer regordeta y de piel morena. Kayako no había abierto la boca desde que abandonaron el recinto escolar. Ni siquiera había querido cruzar la mirada con su madre. Estaba cabizbaja, como si se estuviera repitiendo a sí misma una y otra vez que debía contener el llanto hasta encontrar el lugar oportuno para soltar su rabia. La entrevista en sí había ido muy bien, o eso creía Koko, pero al parecer las palabras de la monja al despedirse no eran buena señal. Kayako le había oído decir a su prima que, por norma general, un «nos vemos pronto» era equivalente a un aprobado y un «que te vaya bien» significaba un suspenso. Así funcionaba: al término de la entrevista el colegio ya tenía más o menos decidido el futuro del alumno, y a Kayako la habían sentenciado con un «que te vaya bien». La monja había elogiado las notas de Kayako e incluso había mostrado empatía con el hecho de que Koko hubiera criado sola a su hija. Todo parecía ir tan bien que Koko no pudo sino responder a cada pregunta con una sonrisa, arrepentida de haber tenido unos prejuicios tan negativos sobre el colegio. Sin embargo, al margen de cómo se hubiera despedido la monja, cuando Koko salió de la sala tuvo la angustiosa sensación de que algo había ido mal. Estaba, de hecho, convencida de ello. Por eso fue incapaz de brindarle a Kayako ni una pizca de optimismo, ni de hacer un solo comentario sobre la entrevista, ni siquiera acerca de la vestimenta de las monjas. El colegio ocupaba un edificio antiguo. Después de atravesar la verja de entrada, de una altura excesiva, las recibieron con una sentida reverencia algunas estudiantes de los últimos cursos. No era cuestión de pasar de largo sin decirles nada, así que Koko les preguntó a dónde debían dirigirse y les dio las gracias con suma educación antes de adentrarse en el convento. En el interior del edificio se encontraron con otro grupo de colegialas que recibían a los padres con un lazo en el pecho. El uniforme le resultaba familiar: se lo había visto puesto de forma impoluta a Mie, la hija de su hermana, durante el funeral de su madre. Al poco de llegar a la sala de espera Mie se asomó a saludar. Era la hora del recreo y se notaba un poco el murmullo, pero solo un poco. Seguía reinando un silencio sorprendente. —¿Por qué has tardado tanto? —dijo Kayako con voz melosa mientras se acercaba al pasillo en el que esperaba su prima. Parecía que se habían prometido verse ahí. La voz de Kayako fue suficientemente alta como para que todas las personas en la sala de espera dirigieran su mirada hacia el pasillo. Koko se ruborizó. ¿No sería mejor que nadie se enterara de que se conocían? ¿Ni siquiera podía Kayako darse cuenta de eso? ¡Qué insensatez! ¿En eso se había convertido su hija? A Koko se le quitaron todas las ganas de asistir a la entrevista que estaba a punto de tener con las monjas. Indignada, se recolocó en el asiento. Volvió a convencerse de que lo mejor sería persuadir a su hija de que renunciara a ese colegio. ¡Había sido un error absoluto faltar al trabajo para ir a la entrevista! Koko se fue irritando cada vez más. Ahora le tocaría recuperar las clases de piano el domingo. ¿Y qué le iba a dar Kayako a cambio de tantos sacrificios? Le entraron ganas de fumarse un cigarrillo. «Bueno, no es para tanto», se dijo, intentando calmarse, pero no lograba sacudirse el malhumor. Salió al pasillo con la cabeza gacha. Kayako estaba asomada a la ventana, sola. Entre dos calles sin gente se veía un edificio blanco de...