E-Book, Spanisch, 368 Seiten
Reihe: ENSAYO
Traister Buenas y enfadadas
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-120300-3-7
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 368 Seiten
Reihe: ENSAYO
ISBN: 978-84-120300-3-7
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Rebecca Traister es periodista y escritora, publica regularmente en New York Magazine y trabaja como editora colaboradora de Elle. Finalista del National Magazine Award, ha escrito sobre mujeres en política, medios y entretenimiento desde una perspectiva feminista para The New Republic y Salon, y también ha publicado en The Nation, The New York Observer, The New York Times, The Washington Post, Vogue, Glamour y Marie Claire. Es autora de 'All the Single Ladies' y de la galardonada 'Big Girls Don't Cry.' Vive en Nueva York con su familia.
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«¡Quítame las putas manos de encima, maldita sea! —rugió Florynce Kennedy. Un turbante rojo le cubría la cabeza, y sus enormes pendientes con el símbolo de la paz se movían como un péndulo—. ¡No se te ocurra tocarme, cabrón!».
Fue un intercambio épico que tuvo lugar en 1972, durante la convención nacional del Partido Demócrata en Miami. Kennedy, feminista y abogada negra, dirigía toda su rabia contra un grupito de periodistas blancos de varias cadenas de noticias. Entre ellos se encontraban Mike Wallace y Dan Rather, reporteros de la CBS, que se habían tomado un descanso en la sala donde se celebraba la convención, prácticamente vacía. La mayoría de los hombres apenas mostró interés por la rabieta de Kennedy, pero hubo uno que intentó calmarla y convencerla de que se apartara de allí. Y sí, le había puesto las manos encima. «Al próximo hijo de puta que toque a una mujer le pateo los huevos», amenazó.
En 1972 la congresista Shirley Chisholm —primera mujer negra que salió elegida como representante en el Congreso— se había presentado a las elecciones presidenciales y había asistido a la convención. La reunión nacional del partido había estado un poco revuelta gracias, en cierto modo, a la participación de la Asamblea Política Nacional de Mujeres (National Women’s Political Caucus), fundada un año antes por Chisholm, Kennedy y algunas dirigentes feministas y líderes del movimiento de derechos civiles como Gloria Steinem, Betty Friedan y Dorothy Height, entre otras.[2] Se habían reunido en Miami y discutían sobre la candidatura de Chisholm, sobre el probable candidato, George McGovern, sobre la Enmienda de Derechos Civiles y sobre una plataforma proabortista propuesta por el partido que generó mucha polémica.[3] Y mientras sucedía todo eso, las mujeres no habían conseguido apenas cobertura por parte de la prensa.
Ese fue el motivo por el que Kennedy y un grupo de mujeres, entre las que se encontraba Sandra Hochman —poeta feminista blanca que había recibido quince mil dólares de un productor de cine independiente para rodar un documental sobre el papel de las feministas en la convención—, la tomaron con los equipos de televisión y con los reporteros que se habían agrupado en el lugar de la convención. Aprovecharon un momento de descanso de los hombres que estaban allí sentados, entretenidos, en silencio, sin levantar en algunos casos la vista del periódico que estaban leyendo a pesar de los ataques de las airadas mujeres, cuya furia creció aún más al no mostrar los reporteros reacción alguna, y estalló en la cara de los dos tipos que intentaron calmarlas.
El equipo que rodaba el documental de Hochman —que se llamaría Year of the Woman (El año de la mujer)— lo había captado todo con su cámara: había captado perfectamente las burlas y el desprecio, por parte de los hombres, que habían llevado a aquellas mujeres a gritar con todas sus fuerzas. Metros de película que mostraban a aquellos equipos informativos que, en vez de cubrir las intervenciones de Chisholm, enfocaban a Liz Renay, actriz y stripper muy guapa, o que mostraban al representante de algún grupo de poder demócrata diciendo a Hochman que había mujeres trabajando en la campaña de George McGovern, «aunque sobre todo en las guarderías y sitios así…». O al jovencísimo jefe de campaña de McGovern, Gary Hart —que solo dos años después de aquello se presentaría como candidato al Senado—, explicando a Hochman que su jefe nunca escogería a una candidata, mujer, para la vicepresidencia porque «no había ninguna que reuniera las condiciones para ser presidenta de los Estados Unidos». Durante su segunda legislatura como congresista, Chisholm ya había trabajado mucho en la ampliación del programa de cupones para alimentos y en el Programa de Asistencia Nutricional para Mujeres y Niños (Supplemental Nutrition Program for Women, Infants and Children); había presionado para que se aprobara un proyecto de ley para destinar diez mil millones de dólares al cuidado de la infancia, del que Walter Mondale introduciría una versión que aprobó el Congreso, aunque poco después la vetara Richard Nixon. McGovern eligió como compañero de campaña a Thomas Eagleton, un senador de Misuri que había ocultado un historial de tratamientos antidepresivos, y que tuvo que presentar su dimisión dieciocho días después de haber sido elegido.
El documental se proyectó durante cinco noches seguidas en Greenwich Village en 1973. Se vendieron todas las entradas. Después, a excepción de unas cuantas emisiones ocasionales, desapareció por completo del circuito público durante cuarenta y dos años. En 2004 el Washington Post lo describió como «demasiado radical, demasiado raro y demasiado adelantado a su tiempo para cualquier distribuidor».[4] Cuando en 2015 me encargaron un artículo sobre el documental en calidad de periodista feminista a las puertas de las elecciones presidenciales de 2016, entendí inmediatamente qué lo hacía tan impresionante y tan peligroso, por qué era demasiado: era una cápsula del tiempo en celuloide, y mostraba la ira de las mujeres sin filtros, en toda su magnitud, una mirada aguda y extraña a los ojos contemporáneos atrapada en una gota de ámbar.
«¡Nosotras somos las que se han quedado fuera!», grita Hochman en el documental. Resulta difícil no participar de su frustración, tanto como no fijarse en que, mientras habla, lleva puesta una máscara de papel maché con la figura de un cocodrilo. «La gente no toma en serio a las mujeres. Nos convierten en seres excéntricos. Pues os diré una cosa, como poeta que soy: sed excéntricas». Todo el documental está lleno de mujeres activistas que, desde el punto de vista de 2015, muestran una actitud excéntrica: llevan gafas con monturas de brillantina, máscaras de buceo y cabezas de Mickey Mouse. Y cantan un himno con la música de «Battle Hymn of the Republic», del que se han apropiado gracias a la versión de la compositora feminista Meredith Tax, popularizada por los Panteras Negras:[5]
Mis ojos han visto esa gloria que es la flama de la ira de las mujeres:
lleva siglos ardiendo a fuego lento y ahora sube, en esta era.
Ya no seremos prisioneras encerradas en una jaula de oro,
y a eso se debe nuestra marcha…
Creéis que podéis comprarnos con un anillo de mierda,
cuando no nos dais ni la mitad del beneficio que nuestro trabajo proporciona.
Nuestra ira nos devora, sí. No volveremos a rendir pleitesía a ningún rey:
a eso se debe nuestra marcha…
Y fue esta visión de la ira ardiente, pura, intensa, profana y grotesca, por parte de los hombres que controlaban la narrativa popular sobre la mujer a escala nacional, así como el poder y la política, esos hombres que trataron de hacer callar a Flo Kennedy poniéndole encima «las putas manos», fue esa visión la que me provocó un sobresalto que me hizo darme cuenta, cuando vi por primera vez el documental hace tres años, de que esa excentricidad era —como dijo la propia Hochman— la consecuencia de una ira sin adulterar. Y la rabia que provocaba en ellas la desesperación de verse manejadas, ignoradas, aparcadas por unos hombres que no las tomaban en serio llevó a este grupo de revolucionarias —algunas de ellas, figuras públicas destacadas de la segunda ola del movimiento feminista que entonces se estaba fraguando y que daría lugar a cambios sociales y jurídicos a largo plazo para todas las mujeres estadounidenses— a asumir una actitud extravagante: estaban vomitando su frustración ante la aparente imposibilidad de su proyecto, pasando por encima del sentido común, del decoro y de la corrección, y estaban dispuestas a cualquier cosa con tal de que la gente viera esa rabia. Incluso a desfilar con una máscara de lagarto, reflejo furioso del desenfado y el desprecio con el que las contemplaban aquellos hombres poderosos.
En el verano de 2015 aquellas turbulentas escenas, los torrentes de furia femenina destinada a los hombres que las ninguneaban, las menospreciaban y las degradaban, que las ignoraban y las tocaban sin su consentimiento, que las asediaban y las insultaban y se negaban a tomarlas en serio, me parecieron escenas antiguas, con ese regusto a desfasado de la segunda ola. Porque en ese momento estábamos en pleno segundo mandato de nuestro primer presidente negro y a punto de que una mujer, a quien todos consideraban la favorita, empezara su campaña para la presidencia: una mujer, se nos recordaba sin parar, cuyo futuro como presidenta de los Estados Unidos era seguramente inevitable. Estábamos a años luz de una era en la que las cámaras se negaban a dar cobertura al discurso de Shirley Chisholm en la convención.
Mientras asimilaba —e iba viviendo y escribiendo sobre ello— las persistentes injusticias (que, en muchos aspectos, han aumentado) a las que se tuvieron que enfrentar casi todos los ciudadanos estadounidenses, pero sobre todo los hombres no blancos, los signos externos de progreso eran tan visibles y tan incuestionables que resultaba difícil concebir una beligerancia tan extrema. En privado echaba de menos esa confrontación abierta y franca de los hombres y los sistemas diseñados por ellos, que habían impedido a las mujeres llegar a la presidencia o gozar de una cuota de poder político, social o económico equiparable a la suya, al menos hasta ahora. Pero también entendí que tendrían que sentirse anacrónicos, teatrales e innecesarios en unos tiempos en los que en...