E-Book, Spanisch, 4493 Seiten
Tolstoi Obras de León Tolstoi - Colección
1. Auflage 2015
ISBN: 978-3-95928-164-5
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 4493 Seiten
Reihe: Biblioteca de Grandes Escritores
ISBN: 978-3-95928-164-5
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Ebook con un sumario dinámico y detallado: •La sonata a Kreutzer •Historia de un caballo •Iván el Imbécil •La muerte de Ivan Ilich •El ahijado •El Diablo •El músico Alberto •La borrasca •El Padre Sergio •El sueño •Los decembristas •Los dos húsares •Francisca •La incursión •La tala del bosque •¿Cuánta tierra necesita un hombre? •Demasiado caro •Después del baile •Dios ve la verdad pero no la dice cuando quiere •El degradado •El origen del mal •El poder de la infancia •El primer destilador •El salto •Ilia •Jodynka •La muñeca de porcelana •Los tres staretzi •Lucerna •Melania y Akulania •Pobres gentes •Sin querer •Tres muertes Lev Nikoláievich Tolstói también conocido en español como León Tolstói fue un novelistaruso, considerado uno de los escritores más importantes de la literatura mundial.1 Sus dos obras más famosas, Guerra y Paz y Ana Karénina, están consideradas como la cúspide del realismo.
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I
Índice
Estábamos a comienzos de primavera. Dos días con sus interminables noches llevábamos de viaje en ferrocarril. Cada vez que el tren paraba, subían nuevos viajeros a nuestro coche y bajaban otros al mismo tiempo. A pesar de aquel continuo subir y bajar del coche, siempre quedaban tres personas que, como yo, no se apearían tal vez hasta la estación más lejana. Estas eran una señora ni joven ni vieja, de semblante marchito, con gorra a la cabeza y paletó de hombre, que fumaba continuamente; su acompañante, un caballero muy locuaz, de unos cuarenta años, que llevaba un bonito equipaje, perfectamente arreglado; y por último, otro caballero de edad regular, bajo de estatura, nervioso, con unos ojos muy abiertos y brillantes de color indefinido y muy atractivos, ojos que pasaban con rapidez de un objeto a otro. Este señor se mantenía apartado de nosotros, y no entabló conversación con viajero alguno en casi todo el trayecto, como si quisiera evitar toda clase de relación con sus compañeros de viaje. Si le dirigían la palabra, contestaba brevemente y se ponía a mirar por la ventanilla del coche. Atribuí esta obstinación a que le pesaba la soledad. Él parecía adivinar mi pensamiento y, cuando se encontraban nuestros ojos, cosa que sucedía a menudo porque estábamos sentados frente a frente, volvía la cabeza y evitaba entrar en conversación conmigo, al igual que con los demás viajeros. Al caer la tarde, aprovechando una parada larga, el caballero del lujoso equipaje, que era un abogado —según me dijeron-abandonó el coche con su señora y fue a tomar un té. Mientras estuvo fuera entraron nuevos viajeros, y entre ellos un señor bastante viejo, muy alto y completamente afeitado, comerciante al parecer, embutido en un amplio capote de pieles y con la cabeza cubierta por una gorra no menos cumplida. Este comerciante se sentó frente al asiento vacío del abogado y de su compañera. Inmediatamente entró en conversación con un joven que parecía viajante de comercio, y que también acababa de subir. Empezó la conversación el viajante diciendo «que el sitio de enfrente estaba ocupado», y el viejo respondió «que él se quedaba en la estación más próxima». Así empezó la charla. Yo no me encontraba lejos de esos dos viajeros, y como el tren estaba parado, podía oír trozos de su plática, mientras los demás callaban. Hablaron primero del precio de los productos en el mercado, y, en general, de asuntos del comercio; nombraron a una persona que ambos conocían y después conversaron sobre la feria de Nijni-Novgorod. El comisionista se jactaba de conocer personas que andaban allí de francachelas y devaneos; pero el viejo no le dejó continuar, y empezó a relatar antiguas hazañas amorosas y francachelas en las cuales había tomado parte, siendo joven, en Funanvino. Se mostraba muy ufano de tales recuerdos, y creía sin duda que en nada padecía con eso la gravedad que denotaban su semblante y sus modales. Contaba cómo, estando beodo, había hecho en Kunavino tales locuras que no podía sino narrarlas en voz baja. El viajante soltó una carcajada estrepitosa. El viejo se reía también, enseñando dos dientes agudos y amarillentos. Como no me interesaba semejante charla, salí del vagón para estirar un poco las piernas. Al pie de la portezuela me encontré al abogado que, seguido de su señora, volvía a ocupar su puesto. —¿Adónde va usted? —me dijo. —No tendrá tiempo; ha sonado el primer toque y el segundo no se hará esperar. En efecto, apenas llegué a la cola del tren, se oyó la campana. En el momento de entrar, el abogado hablaba en voz alta con su compañera. El comerciante, sentado frente a ellos dos, permanecía taciturno y cabizbajo. * * * —Pues como iba diciendo, —profirió el abogado sonriente, —cuando yo pasé por su lado, ella declaró rotundamente a su marido «que no podía ni quería vivir con él, porque…» Y continuó, pero yo no me enteré del resto de la frase, distraído por el paso del revisor y de un nuevo viajero. Una vez restablecido el silencio, volví a oír la voz del abogado: la conversación pasaba de un caso particular a consideraciones generales. —Después viene la discordia, los apuros de dinero, las disputas entre ambas partes, y el matrimonio se separa… Antiguamente, rara vez sucedían esas cosas… ¿No es cierto? — preguntó el abogado a los dos comerciantes, procurando manifiestamente atraerlos a la conversación. En aquel momento empezó a moverse el tren; el viejo se descubrió, sin contestar, y se santiguó por tres veces, mascullando una oración. Cuando hubo acabado, se encasquetó la gorra hasta los ojos y dijo: —No, señor, no es cierto; eso sucedía antes igual que hoy, aunque en los tiempos que corren ocurra con más frecuencia… ¡Ahora sabe la gente tanto!… El abogado respondió al viejo algo que no pude entender, porque, como la velocidad del tren iba en aumento, era tal el ruido que no les oía ya distintamente. Picado de curiosidad por saber lo que diría el abuelo, me acerqué. También mi vecino, el caballero nervioso, estaba evidentemente interesado, y prestaba oído sin cambiar de sitio. —Pero ¿qué daño hace la instrucción? —preguntó la señora con una sonrisa apenas perceptible. —¿Sería mejor casarse como antes, cuando los novios no se veían siquiera antes del matrimonio? —continuó, respondiendo, según la costumbre de nuestras señoras, no a las palabras de su interlocutor, sino a las que creía que iba a decir. —Las mujeres no sabían si llegarían a amar, ni si serían amadas; se casaban con el primer advenedizo, y después lloraban toda la vida. Por lo visto, según ustedes, las cosas andaban mejor de esa manera-prosiguió, dirigiéndose al abogado y a mí solamente. —¡Ahora sabe tanto la gente! —volvió a decir el viejo, mirando con desdén a la señora. —Quisiera saber cómo explica usted la correlación entre la instrucción y los sentimientos conyugales-profirió el abogado sonriendo ligeramente. El comerciante quiso responder, pero la señora se adelantó diciendo: —No, ¡aquellos tiempos han pasado! El abogado le cortó la palabra. —Déjale decir lo que piensa. —Porque ya no se respeta nada-repuso el abuelo. —Sin embargo, ¿qué razón tiene asociarse a una persona a la que no se quiere? Los animales son los únicos que se aparejan a la voluntad del amo. Pero las personas tienen inclinaciones, afectos… —se apresuró a decir la señora, dirigiendo una mirada al abogado, a mí y al viajante, que escuchaba de pie y sonriendo maliciosamente. —Señora, —dijo el anciano, —los animales son bestias, y el hombre ha recibido una ley. —Bien, pero a pesar de esto, ¿es posible vivir con un hombre cuando no se le ama? — insistió la señora, animada indudablemente por la simpatía y la atención con que todos la escuchábamos. —Antes no se hacían semejantes distinciones, —replicó el anciano en tono grave. —Ahora es cuando ha entrado eso en las costumbres. Tan pronto ocurre la cosa más pequeña en el matrimonio, la mujer dice: «Ahí te quedas; yo me voy de esta casa.» Hasta entre los aldeanos se ha aclimatado la moda: «Toma, aquí tienes tus camisas y tus calzones; ¡yo me voy con Vanka, que tiene el pelo más rizado que tú!» ¿Es posible entenderse con esas?… Y, sin embargo, lo primero para toda mujer, debe ser el temor al marido. El viajante nos miró al abogado, a la señora y a mí, reprimiendo una sonrisa, y dispuesto a burlarse de las palabras del comerciante o a aprobarlas, según la actitud de los demás. —¿Qué temor? —preguntó la señora. —¿Qué temor? ¡Pues el temor del marido! Ya lo he dicho; sí, del marido. —Eso se acabó para siempre. —No, señora; eso no puede acabarse nunca. Eva, es decir, la mujer, salió de una costilla del hombre, y no será otra cosa hasta el fin del mundo— dijo el anciano, meneando la cabeza tan severamente y con tales aires de triunfo, que el viajante, creyendo decidida en su favor la victoria, soltó una estrepitosa carcajada. —Sí, eso piensan ustedes los hombres-replicó la señora, sin darse por vencida y volviéndose hacia nosotros, —ustedes se han reservado la libertad para su uso solamente; en cuanto a la mujer, quieren encerrarla en un serrallo. A ustedes les está permitido todo. ¿No es cierto? —¡Un hombre es muy diferente! —¿De modo que, según usted, al hombre le está permitido todo, verdad? —Nadie ha dicho tal cosa, señora; lo que hay es que, si el hombre anda en malos pasos fuera de casa, no por eso se aumenta la familia; pero la mujer, la esposa, es un cristal que fácilmente se rompe-continuó el comerciante con la misma severidad. Su tono autoritario subyugaba evidentemente al auditorio; la misma señora se veía derrotada, pero no se daba por vencida. —Sí; pero usted admitirá seguramente que la mujer es un ser humano, y tiene sentimientos, como el marido. ¿Qué debe hacer, pues, si no quiere a su esposo? Diga usted. —¡Si no le quiere!… —dijo el viejo, descomponiéndose y frunciendo el ceño. —¡Pues no faltaba más! ¡Se la obliga a que lo quiera! Este argumento inesperado pareció de perlas al comisionista, que se creyó en el caso de acogerlo con muestras de asentimiento. —No, señor; eso no es posible. Nunca podrá obligarse a nadie a querer por fuerza; cuando no hay cariño, esto es imposible. —Y si...