Tieck | Cuentos fantásticos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 152 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

Tieck Cuentos fantásticos


1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-92683-71-0
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 152 Seiten

Reihe: Letras Nórdicas

ISBN: 978-84-92683-71-0
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Presentamos en este libro tres de los textos más importantes que escribió Ludwig Tieck, uno de los escritores fundamentales del romanticismo alemán. Precisamente con Eckbert el rubio, 1797, Tieck configuró una forma narrativa que supuso un giro decidido para la prosa romántica: la Novelle. La novela corta permitirá al autor introducirse en la psique y en el alma de los personajes y mostrar sus lados más oscuros y más sublimes. Además de Eckbert el rubio, componen este libro El monte de las runas y Los elfos. En estas novelas cortas lo maravilloso irrumpe en la vida cotidiana del ser humano con consecuencias catastróficas. En cada relato será la aparición de seres fantásticos y el incumplimiento de las reglas no escritas que dictan esos encuentros lo que desencadenará los terribles sucesos.

Ludwig Tieck (Berlín, 1773-1853). Escritor alemán. Influido por Walkenroder, formó parte del grupo romántico de Jena, junto con Schlegel, Novalis y Schelling. En su comedia El mundo al revés (1798) renovó las estructuras dramáticas tradicionales, orientando su romanticismo hacia lo fantástico y hacia la recreación de las antiguas leyendas de la Alemania medieval. Lo más destacable de su obra lo constituyen sus cuentos satíricos y sus fábulas, que se publicaron reunidos en Phantasus (1812-1816). Además de las tres obras maestras que reunimos en este libro, son importantes El caballero Barba Azul y El gato con botas (1797). Cabe destacar, además, sus traducciones del Quijote (1799-1801) y de la obra completa de Shakespeare, realizada junto con A.W. von Schlegel.

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El monte de las runas Un joven cazador estaba sentado en lo más profundo de la sierra, reflexionando junto a una trampa para pájaros, mientras el rumor de las aguas y del bosque resonaba en la soledad. Pensaba en su destino, en lo joven que era y en cómo había abandonado a su padre y a su madre, su tierra bien conocida y a todos los amigos de su pueblo para buscar un entorno ajeno en el que alejarse del círculo vicioso de la costumbre, y alzaba la vista con un gesto de asombro por encontrarse en ese momento en aquel valle y con aquella ocupación. Grandes nubes surcaban el cielo y se perdían tras las montañas, los pájaros cantaban por entre la espesura y un eco les respondía. Descendió lentamente por la montaña y se sentó a la orilla de un arroyo que pasaba murmurante por unos salientes rocosos. Escuchó la cambiante melodía del agua y le pareció como si las olas le dijeran miles de cosas con palabras incomprensibles que para él eran muy importantes, y no pudo por menos que entristecerse en lo más profundo de su ser por no ser capaz de comprender lo que decían. Volvió a mirar a su alrededor y le pareció que estaba alegre y feliz; así que volvió a hacer acopio de fuerzas y cantó en voz alta una canción de caza: Por entre las piedras alegre y feliz sale el joven a la caza, ha de aparecer su botín por entre los bosques de un verde sin fin, busca hasta la noche bien entrada. Sus leales perros ladran en la hermosa soledad, en el bosque los cuernos restallan, y los corazones valerosos se agrandan: ¡oh, qué bello el tiempo de cazar! Los peñascos son su hogar los árboles lo saludan a coro, susurra el crudo aire otoñal, entonces jadeante los riscos habrá de pasar si encuentra al ciervo y al corzo. Deja al labriego sus fatigas y al marino tan solo su mar, nadie ve en horas matutinas de Aurora las ardientes pupilas, y el pesado rocío de las hojas colgar, más que quien conoce bosques, presas y caza, y Diana su sonrisa le dedica; la más hermosa imagen le inflama, a la que él llama su amada: ¡oh, cazador, qué dicha! Mientras cantaba esta canción el sol se había puesto y unas oscuras sombras cayeron sobre el angosto valle. Una refrescante penumbra cubrió el suelo, y únicamente las copas de los árboles continuaban doradas por el resplandor vespertino, igual que las onduladas cimas de las montañas. Los ánimos de Christian estaban cada vez más tristes, no quería regresar a su puesto pero tampoco quería quedarse; se sentía muy solo y anhelaba ver a algún ser humano. Ahora deseaba los antiguos libros que siempre había visto en casa de su padre y que nunca había querido leer por mucho que su padre le apremiara a ello; le vinieron a la mente escenas de su infancia, los juegos con los chicos del pueblo, sus amistades entre los niños, la escuela que tan opresiva le había resultado, y anheló regresar a ese entorno que había abandonado voluntariamente para buscar su suerte en regiones desconocidas, en montañas, entre gentes extrañas, en una nueva ocupación. Mientras se hacía más de noche y el arroyo susurraba con más fuerza y las aves nocturnas comenzaban su confusa marcha dando rodeos en su vuelo, él seguía sentado, apesadumbrado y ensimismado; hubiera querido llorar sin saber en absoluto qué era lo que debía proponerse y hacer. Sin pensar arrancó de la tierra una espléndida raíz y, de repente, llevándose un buen susto, oyó un sordo quejido en el suelo que se prolongaba en unos tonos quejumbrosos y se apagaba lastimero a lo lejos. El sonido penetró hasta lo más hondo de su corazón, tuvo la sensación de que, inesperadamente, había rozado una herida, a causa de la cual el agonizante cadáver de la naturaleza iba a morir entre dolores. Se levantó de un salto y se dispuso a huir, pues en alguna ocasión había oído hablar ya de la extraña raíz de la mandrágora que, al arrancarla, emite unos quejidos tan desgarradores que el hombre necesariamente se vuelve loco con sus gemidos. Cuando iba a marcharse vio a sus espaldas a un desconocido que lo miraba amablemente y que le preguntó adónde iba. Christian había deseado compañía y, sin embargo, volvió a asustarse ante tan amable presencia. —¿Adónde vais tan deprisa? —volvió a preguntar el desconocido. El joven cazador trató de rehacerse y le contó lo terrible que le había parecido de repente la soledad y que había tratado de resguardarse, pues la noche era muy oscura, las verdes sombras de los árboles muy tristes, el arroyo hablaba en altos lamentos y las nubes del cielo se llevaban sus anhelos más allá de las montañas. —Todavía sois joven —dijo el desconocido— y no podéis soportar aún la dureza de la soledad; os acompañaré, pues no encontraréis ninguna casa ni ningún pueblo en el radio de una milla, conversaremos por el camino y nos contaremos cosas, así disiparéis esos turbios pensamientos; dentro de una hora la luna saldrá por detrás de las montañas y su luz iluminará entonces también vuestra alma. Se pusieron en marcha y pronto el extraño le resultó al joven un viejo conocido. —¿Cómo habéis llegado hasta estas sierras? —le preguntó aquel—. Por vuestro acento no sois de aquí. —Ay —dijo el joven— de eso habría mucho que decir, y, sin embargo, no merece la pena hablar de ello ni contar nada; algo así como un poder extraño me sacó del círculo de mis padres y parientes, mi espíritu no era dueño de sí mismo; igual que un pájaro que ha caído en una red y se resiste en vano, así de enredada estaba mi alma en las ideas y los deseos más extraños. Vivíamos lejos de aquí, en una llanura en la que no se divisaba una sola montaña, una sola elevación en todo alrededor; unos pocos árboles adornaban el verde valle, pero los prados, los fértiles campos de trigo y los huertos se extendían hasta donde podía alcanzar la vista; cual poderoso espíritu, un gran río atravesaba resplandeciente los prados y los campos. Mi padre era jardinero en palacio y pensaba instruirme en esa misma ocupación; él adoraba las plantas y las flores por encima de todo y podía pasarse días enteros sin cansarse atendiéndolas y cuidándolas. Incluso llegaba al extremo de afirmar que casi podía hablar con ellas; que aprendía de su crecimiento y de su germinación, así como de las variadas formas y colores de sus hojas. A mí no me gustaba el trabajo de jardinero, tanto menos cuanto que mi padre trataba de convencerme o incluso de obligarme a ello con amenazas. Yo quería ser pescador y lo intenté, solo que la vida en el agua tampoco me iba; entonces me emplearon en la ciudad con un comerciante y este pronto me envió también de vuelta a la casa paterna. De repente oí a mi padre hablar de las montañas por las que había viajado en su juventud, de las minas subterráneas y de los que en ellas trabajaban, de los cazadores y de sus ocupaciones, y, de improviso, se despertó en mi interior el impulso más decidido, la sensación de que había encontrado entonces la forma de vida apropiada para mí. Día y noche pensaba en ello y me imaginaba altas montañas, riscos y bosques de abetos; mi imaginación se inventó unas rocas monstruosas, en mis pensamientos oía el fragor de la caza, los cuernos y el griterío de los perros y de las presas; todos mis sueños estaban repletos de cosas similares y con ello no tenía ya ni tranquilidad ni descanso. La llanura, el palacio, el pequeño y limitado jardín de mi padre con sus ordenados macizos de flores, la estrecha morada, el amplio cielo que se extendía tan triste en derredor sin abrazar ninguna altura, ninguna majestuosa montaña, todo me resultaba cada vez más triste y más odioso. Me parecía como si los hombres vivieran a mi alrededor en la más lamentable ignorancia y que todos pensarían y sentirían lo mismo que yo si por una sola vez tuvieran conciencia en su alma de ese sentimiento de miseria. Así andaba hasta que una mañana tomé la decisión de abandonar para siempre la casa de mis padres. En un libro había encontrado información sobre las grandes montañas no lejos de allí, así como imágenes de algunas de esas regiones, y hacia ellas me encaminé. Era a comienzos de la primavera y yo me sentía del todo alegre y ligero. Me apresuré a dejar atrás la llanura lo antes posible y una noche vi ante mí a lo lejos los oscuros perfiles de las montañas. En la posada apenas pude dormir, tan impaciente estaba por pisar esa región que yo tenía por mi hogar; a primera hora de la mañana ya estaba despierto y otra vez de camino. Por la tarde me encontraba ya al pie de las muy queridas montañas; caminaba como embriagado, luego me detenía un rato, miraba hacia atrás y me extasiaba con todos los objetos desconocidos y, sin embargo, tan familiares. Pronto perdí de vista la llanura a mis espaldas, los torrentes del bosque me salían al encuentro murmurando, las hayas y los robles rugían agitando sus hojas en lo alto de las empinadas laderas; mi camino me llevó por vertiginosos abismos, las montañas azules se elevaban altas y venerables al fondo. Un nuevo mundo se había abierto ante mí, y no me cansaba. De este modo, tras haber recorrido una buena parte de la montaña, llegué pasados unos días a casa de un anciano guardabosques que, tras mis encarecidas súplicas, me acogió para instruirme en el arte de la caza. Ahora llevo ya tres meses a su servicio. Tomé posesión de la zona en la que me alojaba como de un reino; llegué a conocer cada risco, cada quebrada de la sierra, me sentía extremadamente dichoso con lo que hacía, tanto cuando íbamos...



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