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Tevis | Sinsonte | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 288 Seiten

Reihe: Impedimenta

Tevis Sinsonte


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-18668-46-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 288 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-18668-46-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Con ecos de Fahrenheit 451, Un mundo feliz o Blade Runner, Sinsonte es una de las novelas de ciencia ficción más míticas de nuestro tiempo, que se lee como una elegía a los olvidados y un viaje de autodescubrimiento. Han pasado cientos de años y la Tierra se ha convertido en un planeta sombrío y distópico en el que los robots trabajan y al ser humano solo le queda languidecer, arrullado por la dicha electrónica y la felicidad narcótica. En semejante mundo sin arte, sin lectura y sin niños, la gente opta por quemarse viva para no soportar la realidad. Y es en este escenario donde Spofforth, la máquina más perfecta jamás creada, un androide de duración ilimitada que ha vivido siglos y que en la actualidad es decano de la Universidad de Nueva York, acaricia su máximo anhelo: poder morir. El único problema está en que su programación le impide suicidarse. Hasta que en su vida se cruzan dos personajes: Paul Bentley, un humano que ha aprendido a leer tras descubrir una colección de viejas películas mudas; y Mary Lou, una rebelde cuya mayor afición consiste en pasar horas y horas en el zoo de Brooklyn admirando a las serpientes autómatas. Pronto, Paul y Mary, como dos modernos Adán y Eva bíblicos, crearán su propio paraíso en medio de la desolación. CRÍTICAS «Sinsonte se ha convertido en uno de esos libros que las generaciones venideras redescubrirán periódicamente con asombro y deleite.» -The Washington Post «Sinsonte, un comentario sobre el menguante interés de la humanidad por la lectura, desde su publicación se ha posicionado como un libro de culto.» -The New York Times «Una parábola sobre cómo liberarse de la adicción y luchar por la autosuperación. Un canto a la alfabetización.» -The Washington Post «Walter Tevis escribe con poder, poesía y tensión.» -The Washington Post «El mejor libro sobre un futuro distópico en el cual el ser humano ha perdido la capacidad de leer.» -Salon «Representa un futuro distópico al nivel de los más grandes.» -Salon «Una historia moral que tiene elementos de Un mundo feliz, Superman y Star Wars de Aldous Huxley.» -LA Times «Un examen conmovedor de personas que descubren las maravillas del pensamiento y el amor humano.» -Publishers Weekly «Tevis entiende el oficio de contar historias mejor que muchas otras figuras ilustres del firmamento literario. Sinsonte es puro ingenio y comprensión.» -The Times «Walter Tevis escribe con una prosa tan cruda y rigurosa que es digna de admiración.» -Irish Times «Un poco 1984, un poco Fahrenheit 451, y un poco WALL-E, si Disney hubiera incluido un androide melancólico y suicida.» -The Washington Post «El gran maestro olvidado de la ciencia ficción. Uno de los puentes definitivos entre la ciencia ficción y la literatura.» -Al Sarrantonio «Secuela no oficial de Fahrenheit 451, porque su evento central y símbolo es el redescubrimiento de la lectura.» -The San Francisco Chronicle «He leído otras novelas sobre los peligros de la computerización, pero Sinsonte me ha impresionado en todos los sentidos. Tanto su escritor, como su dureza. Darte cuenta de repente de que la posibilidad de que la gente pierda su habilidad para leer o peor, su deseo de leer es altamente probable.» -Anne McCaffrey «Sinsonte, en su narrativa de humor negro del deseo de muerte de un robot, colapsa toda la historia perversa, autodestructiva e indomable de la humanidad, la crueldad y la bondad por igual.» -James Sallis

Walter Tevis (1928-1984) fue un uno de los grandes escritores estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX. Sus relatos cortos, que comenzó a escribir en los años cincuenta, se publicaron en revistas como The Saturday Evening Post, Esquire, Redbook, Cosmopolitan y Playboy. También publicó cinco novelas: El buscavidas (1959, Impedimenta, 2025) -que saltaría a la gran pantalla en 1961-, El hombre que cayó a la Tierra (1963), Sinsonte (1980; Impedimenta, 2022), Gambito de Dama (1983), Las huellas del sol (1983; Impedimenta, 2023) y El color del dinero (1984). En 2023 se publicó una antología de sus relatos, bajo el título de The King is Dead, que pronto será publicada por Impedimenta. Walter Tevis murió a los cincuenta y ocho años en Nueva York debido a un cáncer de pulmón.

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Spofforth
Mientras recorre a pie la Quinta Avenida a medianoche, Spofforth arranca a silbar. Desconoce el título de la melodía y tampoco le interesa; es compleja, la silba a menudo cuando está solo. Lleva el torso desnudo y los pies descalzos, solo viste unos pantalones caquis; siente el pavimento viejo y deteriorado bajo los pies. Camina por el centro de la ancha avenida; hay parches de hierba y maleza alta a ambos costados, donde las aceras se agrietaron y luego se deshicieron hace ya mucho tiempo, y así continúan, a la espera de unas reparaciones que no llegarán nunca. En los parches de vegetación, Spofforth oye un variopinto coro de chasquidos y del roce de las alas de los insectos. El sonido lo inquieta, como siempre en esa época del año: la primavera. Hunde sus grandes manos en los bolsillos. De inmediato, incómodo, las vuelve a sacar y comienza un trote largo, ligero, atlético, en dirección a la enorme silueta del Empire State. El portal del edificio tenía ojos y boca; su cerebro era el de un imbécil, cabezota e insensible. —Cerrado por obras —le dijo la voz a Spofforth cuando este se acercó. —Cállate y abre —dijo Spofforth. Y a continuación—: Soy Robert Spofforth. Máquina Nueve. —Lo siento, señor —dijo la puerta—. No había visto que… —Muy bien. Abre. Y di al ascensor exprés que me espere abajo. La puerta permaneció en silencio durante un momento. Luego dijo: —El ascensor no funciona, señor. —Mierda —dijo Spofforth. Y luego—: Subiré a pie. La puerta se abrió y Spofforth entró y atravesó el vestíbulo a oscuras en dirección a las escaleras. Silenció los circuitos del dolor de las piernas y de los pulmones, y acometió el ascenso. Había dejado de silbar; su compleja mente se centraba ahora en su intento anual. Cuando llegó a la azotea, tan alto sobre la ciudad como le era a uno posible hallarse, Spofforth envió una orden a los nervios de sus piernas y el dolor las recorrió en oleadas. Se tambaleó un poco, alto y a solas en la oscura noche, sin luna, nada más que unas tenues estrellas. La superficie bajo las plantas de sus pies era suave, pulida; años atrás, Spofforth casi se había resbalado. De inmediato, pensó, presa de la decepción: «Ojalá volviera a pasar, justo en el borde». Pero no sucedió. Caminó hasta estar a medio metro del borde, y sin que interviniese ninguna orden mental, ninguna volición, ningún deseo de que tal cosa sucediera, sus piernas dejaron de moverse y se vio, como siempre, paralizado, mirando hacia la parte alta de la Quinta Avenida, más de trescientos metros de altura lo separaban del duro y acogedor suelo. Con una triste y lúgubre desesperación, instó a su cuerpo a avanzar, concentrando toda su voluntad en el deseo de caer, en nada más que inclinar su cuerpo pesado y fuerte, su cuerpo manufacturado, hasta perder contacto con el edificio, hasta perder contacto con la vida. En su interior, gritó solicitando moverse, se vio a sí mismo caer a cámara lenta, con dignidad y convicción, hacia la calle. Anheló que sucediera. Pero su cuerpo —como bien sabía él— no le pertenecía. Había sido diseñado por seres humanos y solo un ser humano podría conseguir que muriera. Gritó ahora en voz alta, abriendo los brazos, chilló con rabia hacia la ciudad silenciosa. Pero no fue capaz de avanzar. Spofforth se quedó allí, él solo en la cima del edificio más alto del mundo, inmovilizado, para lo que restaba de aquella noche del mes de junio. De cuando en cuando veía los faros de un autobús mental a sus pies, apenas más brillantes que las estrellas, recorriendo despacio, arriba y abajo, las avenidas de una ciudad vacía. No había luces en los edificios. Y cuando el sol comenzó a iluminar el cielo más allá del East River, a su derecha y por encima de Brooklyn, hacia donde no discurría ningún puente, su frustración empezó a menguar. Si lo hubieran dotado de conductos lacrimales habría dispuesto del alivio del llanto; pero era incapaz de llorar. El brillo de la luz creció poco a poco; vio los autobuses vacíos por debajo de él. Vio un diminuto coche-detector recorrer la Tercera Avenida. Y el sol, pálido en el cielo de junio, reventó sobre un Brooklyn vacío e hizo destellar el río con tanta pureza como en el amanecer de los tiempos. Spofforth retrocedió un paso, apartándose de la muerte que buscaba y que había anhelado durante toda su larga vida, la ira que lo había poseído mermó con el ascenso del sol. Continuaría viviendo, y él podría soportarlo. Al principio, bajó despacio la escalera polvorienta. Pero para cuando llegó al vestíbulo, sus pies se movían con brío y seguridad, henchidos de vida artificial. Al salir del edificio dijo hacia el altavoz del portal: —No dejes que reparen el ascensor. Prefiero subir a pie. —Sí, señor —dijo la puerta. Fuera, el sol brillaba con fuerza y había unos pocos humanos en la calle. Una negra vieja con un vestido azul descolorido rozó sin querer el codo de Spofforth y alzó la cara para dirigirle una mirada distraída. Al ver la señal que lo identificaba como un robot Máquina Nueve, la mujer desvió su mirada y masculló: —Lo siento. Lo siento, señor. Se quedó inmóvil, sin apartarse, no sabía qué hacer ni qué decir. Seguramente aquella mujer nunca había visto un Máquina Nueve y sobre ellos solo conocería lo que había aprendido en sus primeros años de formación. —Circule —dijo él con amabilidad—. No pasa nada. —Sí, señor —dijo ella. Rebuscó en el bolsillo del vestido, sacó un sopor y se lo tomó. Dio media vuelta y se alejó arrastrando los pies. Spofforth echó a caminar con paso vivo, a la luz del sol, de nuevo hacia el sur, hacia Washington Square, hacia la Universidad de Nueva York, donde trabajaba. Su cuerpo no se cansaba nunca. Tan solo su mente —su elaborada, laberíntica y lúcida mente— sabía lo que era la fatiga. Su mente estaba siempre siempre cansada. El cerebro de Spofforth era metálico y su cuerpo se había desarrollado a partir de tejido vivo en una época, mucho tiempo atrás, en la que la ingeniería se hallaba en declive, pero la fabricación de robots era todavía un arte elevado. Este arte entraría asimismo en declive y se extinguiría poco después; Spofforth había sido su mayor logro. Era el último de una serie de cien robots designados como Máquina Nueve, las criaturas más fuertes y más inteligentes jamás fabricadas por el ser humano. Él era asimismo el único de todos ellos programado para continuar con vida pese a sus deseos. Existía una técnica para llevar a cabo una copia de cada vía nerviosa, de cada patrón de aprendizaje de un cerebro humano adulto, y transferir la copia al cerebro de metal de un robot. La técnica se había empleado nada más que para la serie Máquina Nueve; todos los robots de esa serie habían sido equipados con copias modificadas del cerebro vivo del mismo hombre. El hombre era un ingeniero brillante y melancólico llamado Paisley, aunque Spofforth nunca llegaría a saberlo. La red de bits de información e interconexiones que conformaba el cerebro de Paisley se había grabado en cintas magnéticas y almacenado en una cámara acorazada en Cleveland. Lo que sucedió con Paisley después de que su mente fuera copiada nadie lo supo nunca. Su personalidad, su imaginación y todo cuanto había aprendido quedaron grabados en cintas cuando él tenía cuarenta y tres años, y luego el hombre cayó en el olvido. Las cintas se editaron. La personalidad fue borrada de ellas en la medida de lo posible sin causar daño a las funciones «de utilidad». La decisión de qué era «de utilidad» en una mente había sido tomada por unos ingenieros menos imaginativos que Paisley. Los recuerdos de su vida fueron eliminados, y junto con ellos gran parte de sus conocimientos, aunque la sintaxis y el léxico inglés permanecieron en las cintas. Estas contenían, incluso después de la edición, una copia casi perfecta de un milagro evolutivo: un cerebro humano. Ciertos elementos indeseados de Paisley pervivieron. La habilidad de tocar el piano continuaba en las cintas. Pero para cuando se construyó el cuerpo ya no había pianos que tocar. No obstante, lejos de los planes de los ingenieros que efectuaron la grabación, fue inevitable que también pervivieran fragmentos de viejos sueños, de anhelos y de angustias. No existía modo de erradicarlos de las cintas sin dañar otras funciones. La grabación se transfirió electrónicamente a una esfera plateada, de nueve pulgadas de diámetro, consistente en miles de láminas de níquel-vanadio, devanadas y conformadas por maquinaria automatizada. La esfera se emplazó en la cabeza de un cuerpo que había sido clonado específicamente para ella. El cuerpo había crecido, bajo atenta supervisión, en un tanque de acero, en lo que antaño había sido una planta de fabricación de automóviles en Cleveland. El resultado fue perfecto: alto, fuerte, atlético. Era un hombre negro en la flor de la vida, con hermosos músculos, unos pulmones y un corazón potentes, pelo negro rizado, ojos claros, una hermosa boca de gruesos labios, y manos grandes y poderosas. Ciertos elementos humanos habían sido modificados: el proceso de envejecimiento se programó para detenerse al alcanzar el desarrollo físico correspondiente a una edad de treinta y tres años, punto al que el cuerpo llegó al cabo de cuatro años en el tanque de acero. Se lo equipó para controlar sus respuestas al dolor, y poseía, dentro de ciertos márgenes, la capacidad de autoregenerarse. Era capaz, por...



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