E-Book, Spanisch, 512 Seiten
Reihe: Polar
Taylor Anatomía de los fantasmas
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-350-4654-1
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 512 Seiten
Reihe: Polar
ISBN: 978-84-350-4654-1
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
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Andrew Taylor se ha convertido en uno de los autores más asentados en el ámbito de la novela de misterio.Autor de novelas juveniles, policíacas y thrillers psicológicos, su obra, publicada en una docena de países, ha sido galardonada con numerosos premios, entre los que destaca el Cartier Diamond Dagger (es el único autor que lo ha ganado en dos ocasiones) o el premio martin Beck otrogado la Crime Writer's Academy sueca. Además, The Times selecciona Un crimen imperdonable como una de las diez mejores novelas policíacas de la década y ha recibido el aplauso unánime de la crítica tanto en Europa como en Estados Unidos. En España se dio a conocer con Un crimen imperdonable, con la trilogía Roth y más recientemente con Anatomía de los fantasmas, todas ellas publicadas en la colección Polar de Edhasa.
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CAPÍTULO 1
Avanzado el crepúsculo del jueves 16 de febrero de 1786, la última cena se acercaba a su fin. El nuevo apóstol ya había prestado juramento, firmado el libro de ingreso en el club y bebido de un trago el contenido del cáliz –regalo del difunto Morton Frostwick– al son de vítores, gritos y silbidos. Había llegado el momento de los brindis que precedían al punto álgido de la ceremonia.
–Apuren sus copas, caballeros –ordenó Jesús, sentado a la cabecera de la mesa–. ¡Todos en pie! ¡Un brindis por Su Majestad el Rey!
Los apóstoles se pusieron en pie, algunos no sin cierta dificultad. Cuatro sillas cayeron tumbadas al suelo y alguien volcó una botella.
Jesús alzó su copa:
–¡Por el Rey! ¡Que Dios lo bendiga!
–¡Por el Rey! ¡Que Dios lo bendiga! –respondió un coro bramante.
Los apóstoles, muy orgullosos de su patriotismo y adhesión al trono, vaciaron sus copas de un trago.
–¡Que Dios lo bendiga! –repitió desde el otro extremo de la mesa San Mateo, que remató su apasionada exhortación con un hipo.
Jesús y los apóstoles volvieron a tomar asiento y se reanudó el murmullo de la conversación. La luz de las velas iluminaba la alargada sala de techos altos. Sobre la mesa flotaba un cimbreante manto de humo. En la chimenea de mármol ardía un gran fuego. Las cortinas estaban echadas. Los espejos situados entre los ventanales reflejaban el fulgor de las llamas, los destellos de la cubertería y la cristalería, y el brillo de los botones de la librea de los caballeros. Todos los apóstoles vestían la misma chaqueta de un verde intenso forrada de seda y adornada por delante y en los puños con unos prominentes botones dorados.
–¿Cuánto más tengo que esperar? –preguntó el joven sentado a la derecha de Jesús.
–Ten paciencia, Frank. Todo a su debido tiempo –respondió Jesús antes de elevar la voz–: Rellenen sus copas, caballeros.
Jesús sirvió a su vecino y llenó su copa mientras observaba a los demás obedecer como corderos.
–Ahora brindaremos de nuevo –susurró al oído de Frank–, y después daremos paso a la ceremonia y el sacrificio.
–¿Sabe la señora Whichcote que voy a ser santificado esta noche? –inquirió Frank girándose hacia Jesús, el codo apoyado en la mesa.
–¿Por qué lo preguntas?
Frank se sonrojó hasta las orejas.
–Yo... yo sólo me lo preguntaba. Como voy a pasar la noche aquí, pensé que quizá lo sabría.
–No lo sabe –respondió Jesús–. No sabe nada. Y no debes decirle nada. Esto es cosa de hombres.
–Sí, sí, claro. No debería habértelo preguntado –se disculpó al tiempo que le resbaló el codo de la mesa. Si Jesús no lo hubiera sujetado, habría acabado en el suelo–. Eres un tipo afortunado, ¿sabes? ¡Es tan hermosa!... ¡Maldición! No me lo tengas en cuenta, Philip, no debería haber dicho nada...
–No te estaba escuchando. –Jesús se puso en pie e ignoró las disculpas implorantes de Frank–. Señores, ha llegado el momento de otro brindis. Todos en pie. ¡Yo maldigo a la Gran Puta de Babilonia, su pestilencia romana Pío VI! ¡Que se pudra en el infierno hasta el fin de los tiempos con toda su caterva papista!
Los apóstoles vaciaron sus copas y estallaron en aplausos. Este tradicional brindis se remontaba a los orígenes del Club del Espíritu Santo. Jesús no sentía ninguna animosidad personal hacia los papistas, de hecho su madre era católica de nacimiento, pero abandonó su religión al casarse y adoptó la de su marido, como toda buena esposa.
Jesús esperó a que amainaran los vítores y aplausos.
–Tomen asiento, caballeros.
Las sillas rascaron el pulido suelo de madera. Al sentarse, Santiago se apoyó en el filo de la silla y cayó rodando por el suelo, mientras que San Juan salió corriendo a ocultarse detrás de un biombo situado en el extremo de la sala, desde donde se lo oyó vomitar con virulencia. Santo Tomás, por su parte, se alejó de la mesa, se desabrochó el calzón e hizo aguas menores en el bacín de la cómoda colocado para tal efecto cerca de la mesa.
Sonó un golpeteo ahogado en la puerta detrás de Jesús. Sólo él lo oyó. Se levantó y la entreabrió apenas unos dedos.
Fuera se encontraba el lacayo, que sostenía una palmatoria en la mano y lo miraba con ojos asustados.
–¿Qué sucede? –preguntó Jesús.
–Disculpe, señor, la señora desea hablar con usted en privado.
Jesús cerró la puerta en sus narices y regresó con paso tranquilo y sonriente a la mesa. Reposó el brazo sobre el respaldo de la silla de San Pedro, que se hallaba a su izquierda, y le habló al oído.
–Volveré enseguida. Debo asegurarme de que está todo listo. Si comienzan a impacientarse, haz que brinden por sus queridas.
–¿Ya es la hora? –inquirió Frank–. ¿Ha llegado el momento?
–Casi –respondió Jesús–. Créeme, la espera bien vale la pena.
Jesús los dejó solos. Para captar la atención de Frank, San Andrés le preguntó por las aptitudes del perro de aguas irlandés como cazador. Una distracción pasajera, aunque efectiva.
Jesús abandonó la sala y cerró la puerta de caoba tras de sí. Fuera, el aire era mucho más fresco. Estaba en un rellano cuadrado iluminado por las dos velas de un candelabro situado junto a una pequeña ventana sin cortinas. Acercó unos instantes la cabeza al cristal y dejó marcado un círculo de vaho. A pesar de la negra noche, pudo vislumbrar una luz junto a la puerta lateral de Lambourne House.
Descendió con rapidez las escaleras del pabellón. Ubicado al fondo del jardín, su distribución era muy sencilla: el gran salón ocupaba toda la primera planta y una escalinata conducía al vestíbulo, donde había dos puertas. Una daba al jardín y, la otra, a un estrecho pasillo que recorría la longitud del edificio y conducía a un porche cubierto junto al río y a varias estancias pequeñas. El lacayo, que respondía al absurdo nombre de Augustus, estaba sentado en un banco del vestíbulo. Al ver a su amo, se levantó de un salto e hizo una reverencia. Jesús hizo un gesto con la cabeza y el lacayo abrió la puerta del pasillo. Pasó junto a él sin decir una palabra y le cerró la puerta en las narices.
Las velas ardían a pares en los candelabros de las paredes y formaban esferas de luz en la oscuridad. Jesús llamó a la segunda puerta y ésta se abrió.
La señora Phear le hizo entrar y se puso de puntillas para susurrarle algo al oído.
–Esta mocosa nos ha fallado.
La habitación era pequeña y estaba pintada de color blanco, como una celda, pero el fuego de carbón que ardía en la chimenea le daba un aire acogedor. Las cortinas estaban echadas y los postigos cerrados. El mobiliario era sobrio: una pequeña cama con un dosel blanco, una mesa y dos sillas. Sobre la mesa había una botella de vino y una de licor, además de dos copas y un cuenco con nueces. En la repisa de la chimenea descansaba una palmatoria, la única fuente de luz aparte del fuego.
–¿Nos ha fallado? –repitió Jesús.
–Compruébelo usted mismo –instó la señora Phear, que vestía un hábito de monja con una toca negra que enmarcaba y oscurecía su rostro–. Use la vela.
Jesús cogió la palmatoria y se acercó a la cama. Las cortinas del dosel estaban retiradas. Una joven yacía boca arriba, su melena rubia cubriendo la almohada. Tenía las muñecas y los tobillos atados con unos cordones blancos a los postes de la cama y llevaba un camisón blanco de cuello abierto. Debía de haber sido hermosa en vida, pensó Jesús, el tipo de muchacha que daba la impresión de poderse quebrar en un millón de pedazos si se la estrujaba con la debida fuerza.
Se inclinó sobre ella. Era muy joven, unos trece o catorce años. Tenía la tez pálida y las mejillas sonrosadas, casi púrpuras. Los ojos estaban abiertos y los labios separados. Acercó la vela a su rostro. Salía espuma de su boca y un hilillo de vómito resbalaba por la comisura de los labios. Los ojos le saltaban de las órbitas.
–Maldita sea.
–Es un desperdicio –corroboró la señora Phear–. Estoy segura de que era virgen.
–Zorrita estúpida... ¿Cómo puedo tener tan mala fortuna? ¿Qué ha sucedido?
La mujer se encogió de hombros.
–La arreglé para el caballero y fui a buscar más velas a la casa. Antes de marcharme, me pidió que le pusiera un par de nueces en la boca. Cuando regresé ya estaba así. Todavía tiene el cuerpo caliente.
Jesús se enderezó sin apartar la vista de la joven.
–Parece como si la hubieran asfixiado.
Echó una mirada a la habitación.
–Cerré la puerta con llave –declaró la señora Phear en tono neutro–. Debe de haberse atragantado con las nueces, nada más que eso. El lacayo no se ha movido del vestíbulo y no ha visto a nadie. Por cierto, ¿es de fiar?
–No es más que un crío. ¿Y dice que no ha oído nada?
–Las paredes son gruesas.
Jesús recorrió la habitación con la vela. La señora Phear aguardó con las manos entrelazadas y la vista clavada en el suelo.
Jesús señaló hacia el techo, al gran salón en la planta superior.
–No puedo defraudar a Frank Oldershaw, a él menos que a nadie. No me lo puedo permitir.
–Supongo que no querrá poseer a la chica así.
–¿Así? ¿Muerta? –preguntó Jesús, atónito.
–Todavía está caliente.
–¡Es evidente que no la va a querer así!
...