E-Book, Spanisch, 448 Seiten
Strauss La batalla de Salamina
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-350-4883-5
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 448 Seiten
ISBN: 978-84-350-4883-5
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Una mañana de septiembre del año 480 a.C., las aguas que separan la isla de Salamina de Grecia fueron escenario de una de las batalla navales más trascendentales de todos los tiempos. Se enfrentaban las dos civilizaciones más poderosas de la época: los persas, liderados por Jerjes, se habían propuesto invadir Grecia. Apenas trescientas embarcaciones estaban en disposición de hacerles frente. Lo que estaba en juego, sin embargo, era el futuro de Atenas, y puede decirse que del desenlace de esa batalla dependió nuestro presente. Si Grecia era derrotada, vería el ocaso de su brillante cultura y cómo caían en el olvido sus instituciones políticas; si obtenía la victoria, en cambio, se abría en su horizonte una época de esplendor político y cultural.
La de Salamina es sin duda la mayor batalla naval de la Antigüedad, y también todo un ejemplo de estrategias y tácticas para la posteridad. Mientras los persas eran navegantes muy mediocres y su armada estaba compuesta por mercenarios y esclavos de muy diversa procedencia, los griegos eran un pueblo que siempre había basado su economía en el mar y sus conocimientos de navegación no tenían punto de comparación posible. Este factor, el 'patriotismo' y el conocimiento del terreno, resultaron de la mayor importancia para que la balanza de la victoria se inclinara hacia los griegos y evitar así la destrucción de este pueblo y esta cultura de la que somos herederos. De ahí la importancia que le da Barry Strauss al resultado de esta batalla. El lenguaje accesible, la descripción minuciosa de los trirremes y de las tácticas de combate, así como la reconstrucción de las biografías de algunos de los personajes que intervinieron en la batalla (con especial atención a Artemisia, quizá la primera mujer que capitaneó un barco de combate en la historia) contribuyen a dar colorido y un atractivo a esta obra del que pocos ensayos pueden hacer gala.
Una historia real, emotiva y tremenda que cambió el curso de nuestra historia.
BARRY STRAUSS
Barry Strauss se graduó y doctoró en Historia en la Universidad de Cornwell, donde actualmente es profesor de Historia y Cultura clásica. Reconocido experto en historia militar clásica, sus obras más coocidas y traducidas son La batalla de Salamina, seleccionada por el Washington Post como una de las mejores obras literarias del 2004, y La guerra de Troya, La guerra de Espartaco y Diez Césares, todas ellas publicadas en la colección de ensayo de Edhasa.
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PRÓLOGO El Pireo Él fue el último ateniense. Y todavía lo es, siempre que se pueda considerar como tal a una caja llena de huesos. En vida respondió al nombre de Temístocles, el arquitecto de la mayor batalla naval jamás librada. Hoy, sus restos yacen sepultados en terreno ateniense, en un lugar secreto a las afueras de las murallas del puerto de El Pireo, donde, según se rumorea, descansa un hombre que murió en el exilio. La familia de Temístocles, según dicen, había exhumado los huesos de su primera tumba, en el extranjero, para enterrarlos delante de las narices de las autoridades. La treta a buen seguro logró dibujar una sonrisa en la boca de la calavera, pues ¿quién era más astuto que Temístocles entre todos los ingeniosos atenienses? Nadie, a excepción, quizá, del viajero cuya embarcación navegaba una mañana de verano del año 430 a. C.1 frente al lugar donde se hallaba el sepulcro de Temístocles. El espectador era el hombre que colocó al artero estratega en aquel lugar, y que bien podría estar dando gracias a los dioses, allí, situado en una cubierta barrida por el viento, mientras miraba hacia el último ateniense que viese jamás. Herodoto, que así se llamaba, no había contemplado el fin de los atenienses, pues Atenas reinaba en el mar y él había pasado su vida recorriendo las rutas marítimas. Pero desde la posición que ocupaba en la nave podía otear el lugar donde se situaba el más lúgubre campo de batalla naval de entre todas las libradas por Atenas. El canal, situado frente al lugar donde descansaban los huesos de aquel gran hombre, fue donde Temístocles, cincuenta años antes, había jugado con la existencia de la propia Atenas durante el transcurso de un solo día. A Herodoto, en cubierta, le bastaba con volverse hacia occidente para ver el lugar alzándose como una roca: Salamina. Parecía más una fortaleza que una isla. Solamente la separa del continente una delgada tira de agua azul: el estrecho de Salamina. Independiente en otros tiempos, la isla ya hacía mucho tiempo que pertenecía a Atenas, cuyo dominio se extendía en la otra orilla del angosto canal. En ese paso marítimo, en el año 480 a. C., tuvo lugar una batalla en el lugar exacto que había previsto Temístocles. A principios de otoño, cuando los días y las noches duran exactamente el mismo tiempo, un millar de barcos de guerra combatieron para decidir el futuro de Grecia. Por un lado, la invasora Persia, que se había propuesto añadir los estados helenos al más vasto imperio que había conocido el mundo; por el otro, los tenaces nativos que luchaban a muerte por preservar su libertad. El día amaneció con luz blanquecina; doce horas después, un sol rojizo se puso en el horizonte, con los restos de una de las flotas huyendo del estrecho mientras la otra la perseguía, hostigándola. Si la batalla hubiese discurrido de otro modo, Grecia habría sido gobernada por reyes y reinas. Uno de estos monarcas fue Jerjes, el Gran Rey de Persia, que presenció la batalla desde la costa. La otra era Artemisia, reina de Halicarnaso (la actual Bodrum, en Turquía), dama y capitana de guerra que participó en el combate..., una de las escasas mujeres que, a lo largo de la historia escrita, han gobernado un navío de guerra en batalla. Entonces, cincuenta años después, Atenas se desangraba. Sólo un artista de la huida, como era Herodoto, habría podido realizar la hazaña de que un mercante atracase en El Pireo durante una plaga y, algo más difícil si cabe, conseguir una plaza a bordo. Herodoto, tras toda una vida de viajes, había aprendido algo más que obtener simples recursos. El hombre ya había cumplido los cincuenta,2 lucía barba luenga,3 tenía el rostro delgado y curtido por la intemperie, y las entradas de su cabello eran cada vez más pronunciadas, revelando la existencia de una frente surcada de arrugas. Herodoto vestía un capote que formaba pliegues sobre su túnica,4 botas resistentes y un sombrero de ala ancha. Al llegar a Atenas y encontrarse la ciudad sufriendo el asedio de un ejército enemigo, Herodoto probablemente habría decidido no permitir que le afectase el asunto. Aquella guerra sería simplemente otra más, el colofón de una serie de enfrentamientos que sostenía Atenas con otras ciudades griegas rivales. Herodoto sabía que esas inexpugnables murallas conectaban el puerto de El Pireo con Atenas, a casi cinco kilómetros de distancia. La flota ateniense dominaba los mares y enviaba en convoyes todos los suministros que la ciudad pudiese necesitar, ya fuese pescado de Sicilia, grano de Crimea o artículos de lujo de Lidia. No había nada que estuviese demasiado lejos ni que fuese demasiado caro para resistir la atracción de un puerto que refulgía con el resplandor de las monedas de oro al que, además, protegían trescientos navíos de guerra. Fuera como fuera, Herodoto no había contado con la epidemia. Los hombres morían bajo pórticos de mármol, al lado de grupos de estatuas, y en cuidados jardines. Después de concluir la misión que lo había llevado a Atenas, se hizo con un alojamiento a bordo de un barco mercante. Se había librado por los pelos y, a pesar de ello, al echar un último vistazo sobre Atenas, probablemente sintiese tanto temor como alivio. El espectáculo que se divisaba desde cubierta no componía en ningún modo una estampa corriente. De hecho, ese panorama, el aire salado y el hedor del humo, conjuntado con los lejanos lamentos de los enfermos y el cercano chapoteo de los remos en el puerto, sacó a la luz el trabajo de Herodoto. Había dedicado su carrera a la confección de un colosal libro de investigaciones, por utilizar el significado literal de lo que él llamó Historiai y nosotros llamamos Historias. Algunos lo llaman Padre de la Historia, mientras que otros lo apodan como el Padre de las Mentiras. Pero mientras se dedicaba a realizar sus investigaciones desde Babilonia hasta Ucrania y desde Egipto hasta Italia, Herodoto alumbraba a todo al que conocía con la áspera luz de una mente sin ilusiones. Incluso hoy día, 2500 años después, sus análisis se nos muestran con la simple eficacia de la palanca de Arquímedes. Al mirar hacia atrás, a través de la cubierta del barco, a Herodoto le bastaba dirigir la vista hacia el este para contemplar la ciudad de Atenas coronada por la Acrópolis. Esa colina rocosa, el centro histórico de la ciudad, mostraba el entonces templo nuevo de Atenea Partenos, conocido hoy como Partenón. Hacia el norte de la Acrópolis, se extendían las mejores granjas y dehesas de toda Grecia, aunque en aquella ocasión lo único que percibiese el ojo de un visitante fuesen columnas de humo negro alzándose hacia el cielo azul del estío. Las granjas de los alrededores de Atenas ardían. Habían caído todas bajo la antorcha de un ejército rival comandado por el archienemigo de Atenas: Esparta. Era el segundo año de la guerra del Peloponeso (431-404 a. C.), el comienzo de una sangrienta lucha intestina por obtener la supremacía en la península. Desde su perspectiva a bordo de la nave, Herodoto podría haberse vuelto de nuevo hacia occidente para contemplar una vez más la isla llamada Sagrada Salamina.5 En aquel mismo lugar, en el año 480 a. C., Atenas y Esparta habían dejado a un lado sus diferencias y se habían unido frente al enemigo persa como dos bueyes uncidos al mismo yugo. Después de aquella gran batalla naval, los vencedores erigieron dos monumentos en la isla6 y un tercero en el islote que abría el paso del estrecho. Entregaron parte del botín persa capturado durante y después de la batalla como ofrenda a los dioses en señal de agradecimiento. Estas ofrendas incluyeron tres trirremes fenicios, uno de los cuales aún se hallaba en su lugar en tiempos de Herodoto. En el sagrado Delfos, el botín arrebatado a los persas sirvió para financiar una magnífica escultura de Apolo de casi cinco metros y medio de altura en la que se representa al dios sujetando en la mano el palo de mesana de uno de los navíos de guerra capturados. En el año 480 a. C., en ese estrecho, los dioses de la guerra tuvieron que decidir entre otorgar sus favores a la armada persa o a la flota griega. Los persas se habían presentado con una abrumadora fuerza terrestre y naval para realizar una expedición punitiva contra Atenas. Una generación antes, ésta había atacado a una ciudad persa de la zona occidental de Anatolia, en la moderna Turquía. Al fin habían obtenido un pretexto, porque lo que Persia deseaba en realidad era conquistar Grecia entera. Durante los tres meses anteriores a la batalla de Salamina, los persas ha bían marchado sobre el norte y el centro de Grecia, aplastado a las fuerzas espartanas en el paso de las Termópilas, combatido a la marina ateniense consiguiendo un empate técnico en Artemisio, hasta entrar triunfalmente en Atenas y quemar los antiguos templos de la Acrópolis reduciéndolos a cenizas. Dueños de una vasta flota, los persas confiaban en obtener la victoria en Salamina. Pero los dioses siempre se mostraron dispuestos a censurar los excesos de la sed de venganza, y a Jerjes, el emperador persa, habría de atragantársele la sangre griega. El mundo jamás fue testigo de una batalla semejante. En un estrecho de apenas un kilómetro y medio de anchura, se agruparon combatientes de los tres continentes que conformaban el Mundo Antiguo: África, Asia y Europa. La flota persa no sólo contaba con iranios y guerreros del Asia central, sino también con egipcios, fenicios, chipriotas, panfilios, lidios, cilicios, e incluso griegos de las colonias de Anatolia y las islas del Egeo. En el otro bando, la escuadra helena incluía contingentes de hombres procedentes de dos docenas de ciudades-estado...