Stendhal / Beyle | Obras - Coleccion de Stendhal | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 2122 Seiten

Stendhal / Beyle Obras - Coleccion de Stendhal


1. Auflage 2015
ISBN: 978-3-95928-521-6
Verlag: IberiaLiteratura
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

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ISBN: 978-3-95928-521-6
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Ebook con un sumario dinámico y detallado: El arca y el aparecido Philibert Lescale San Francisco en Ripa La cartuja de Parma Rojo y Negro Henri Beyle, Grenoble, 1783 - París, 1842, más conocido por su seudónimo Stendhal, fue un escritor francés del siglo XIX. Valorado por su agudo análisis de la psicología de sus personajes y la concisión de su estilo, es considerado uno de los primeros y más importantes literatos del Realismo. Es conocido sobre todo por sus novelas Rojo y negro (Le Rouge et le Noir, 1830) y La cartuja de Parma (La chartreuse de Parme, 1839).

Henri Beyle, Grenoble, 1783 - París, 1842, más conocido por su seudónimo Stendhal, fue un escritor francés del siglo XIX. Valorado por su agudo análisis de la psicología de sus personajes y la concisión de su estilo, es considerado uno de los primeros y más importantes literatos del Realismo. Es conocido sobre todo por sus novelas Rojo y negro (Le Rouge et le Noir, 1830) y La cartuja de Parma (La chartreuse de Parme, 1839).

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San Francisco en Ripa
  Aristo y Dorante han tratado este tema,
lo que ha dado a Erasto la idea de tratarlo también.

de septiembre Traduzco de un cronista italiano los detalles de los amores de una princesa romana con un francés. Sucedió en , a comienzos del siglo pasado. Todos los abusos del nepotismo florecían entonces en Roma. Nunca aquella corte había sido más brillante. Reinaba Benedicto XIII (Orsini), o más bien su sobrino, el príncipe Campobasso, que dirigía en nombre de aquél todos los asuntos grandes y pequeños. Desde todas partes, los extranjeros afluían a Roma, los príncipes italianos, los nobles de España, ricos aún por el oro del Nuevo Mundo, acudían en masa. Cualquier hombre rico y poderoso se encontraba allí por encima de las leyes. La galantería y la magnificencia parecían ser la única ocupación de tantos extranjeros y nacionales reunidos.

Las dos sobrinas del Papa, la condesa Orsini y la princesa Campobasso, se repartían el poder de su tío y los homenajes de la corte. Su belleza las habría hecho destacar incluso en los últimos puestos de la sociedad. La Orsini, como se dice familiarmente en Roma, era alegre y disinvolta; la Campobasso, tierna y piadosa; pero un alma tierna susceptible de los más violentos arrebatos. Sin ser enemigas declaradas, aunque se encontraban todos los días en los apartamentos del Papa y se veían a menudo en sus propias casas, las damas eran rivales en todo: en belleza, en influencia y en riqueza.

La condesa Orsini, menos bonita, pero brillante, ligera, activa, intrigante, tenía unos amantes de los que apenas se ocupaba y que no reinaban más de un día. Su felicidad consistía en ver a doscientas personas en su salón y en reinar sobre ellas. Se burlaba mucho de su prima, la Campobasso, que, después de haberse dejado ver por todas partes tres años seguidos con un duque español, había acabado por ordenarle que abandonara Roma en el plazo de veinticuatro horas y bajo pena de muerte.

-Después de ese gran despido, mi sublime prima no ha vuelto a sonreír. Desde hace unos meses, sobre todo, es evidente que la pobre mujer se muere de aburrimiento o de amor, y su marido, que no es tonto, hace pasar ese aburrimiento a los ojos del Papa, nuestro tío, por la más alta piedad. No me sorprendería que esa piedad la condujera a emprender una peregrinación a España.

La Campobasso estaba muy lejos de añorar a su español, quien durante cerca de dos años la había aburrido soberanamente. Si lo hubiera añorado, lo habría mandado a buscar, pues era uno de esos caracteres naturales y apasionados como no es raro encontrar en Roma. De una devoción exaltada, aunque apenas tenía veintitrés años y se hallaba en la flor de la belleza, se arrojaba a veces a las rodillas de su tío suplicándole que le diese la bendición papal, que, como pocos saben, con excepción de dos o tres pecados atroces, absuelve todos los demás, incluso sin confesión. El buen Benedicto XIII lloraba de ternura diciéndole:

-Levántate, sobrina, no necesitas mi bendición, vales más que yo a los ojos de Dios.

Aunque el papa fuera infalible, en eso se equivocaba como toda Roma. La Campobasso estaba locamente enamorada, su amante compartía su pasión y, sin embargo, se sentía muy desgraciada. Hacía varios meses que veía casi a diario al caballero de Sénécé, sobrino del duque de Saint Aignan, entonces embajador de Luis XV en Roma.

Hijo de una de las amantes del regente Felipe de Orléans, el joven Sénécé gozaba en Francia del más alto favor: coronel desde hacía mucho tiempo, aunque apenas tuviese veintidós años, tenía los hábitos de la fatuidad, y de lo que la justificaba, sin que a pesar de todo, dominara en su carácter. La alegría, las ganas de divertirse con todo y siempre, el atolondramiento, la valentía, la bondad, constituían los rasgos más sobresalientes de su extraordinario carácter y podría decirse, como alabanza a su nación, que era una muestra exacta de la misma. Nada más verlo, la princesa de Campobasso lo había distinguido.

-No obstante, -le había dicho-, desconfío de vos porque sois francés, pero os advierto una cosa: el día que se sepa en Roma que os veo en secreto a veces, estaré segura de que lo habéis dicho vos y os dejaré de amar.

Jugando con el amor, la Campobasso se había dejado dominar por una pasión verdadera. Sénécé también la había amado, pero hacía ya ocho meses que duraba su entendimiento y el tiempo, que redobla la pasión de una italiana, mata la de un francés. La vanidad de caballero lo consolaba un poco del hastío; había enviado ya a París dos o tres retratos de la Campobasso. Por lo demás, colmado por toda clase de bienes y comodidades, por decirlo así, desde la infancia, llevaba la despreocupación de su carácter hasta los intereses de la vanidad, que de ordinario mantiene tan inquietos los corazones de su nación.

Sénécé no comprendía en absoluto el carácter de su amante lo que hacía que, a veces, sus rarezas le hicieran gracia. Muy a menudo, además, como sucedió el día de la fiesta de Santa Balbina, nombre que ella llevaba, tenía que vencer los arrebatos y los remordimientos de una piedad ardiente y sincera. Sénécé no le había hecho olvidar la religión, como sucede con las mujeres vulgares de Italia; la había vencido por fuerza y el combate se renovaba con frecuencia.

Ese obstáculo, el primero que ese joven colmado por el destino había encontrado en su vida, le divertía y mantenía viva en él la costumbre de ser tierno y atento con la princesa; de vez en cuando, creía un deber amarla. Había además otra razón muy poco novelesca. Sénécé no tenía más que un confidente, su embajador el duque de Saint Aignan, al que prestaba algunos servicios con la ayuda de la Campobasso, que estaba al corriente de todo. Y la importancia que adquiría a los ojos del embajador le halagaba extraordinariamente.

La Campobasso, muy diferente de Sénécé, no estaba impresionada por las ventajas sociales de su amante. Lo único importante para ella era ser o no ser amada.

-Le sacrifico mi salvación eterna, -se decía-; él es un hereje, un francés, y no puede sacrificarme nada semejante.

Pero cuando el caballero aparecía, su alegría, tan agradable, inagotable y, sin embargo, tan espontánea, asombraba al alma de la Campobasso y la encantaba. Nada más verlo, todo lo que ella había proyectado decirle, todas las ideas sombrías desaparecían. Ese estado, nuevo para aquel alma altiva, duraba mucho tiempo después de que Sénécé se hubiera marchado. Por lo que acabó por descubrir que no podía pensar, que no podía vivir lejos de Sénécé.

La moda en Roma que, durante dos siglos, había correspondido a los españoles, comenzaba a inclinarse un poco hacia los franceses. Se empezaba a comprender el carácter que lleva el placer y la felicidad por donde va. Ese carácter no se encontraba entonces más que en Francia y, después de la revolución de , ya no se encuentra en ningún sitio. Y es porque una alegría constante necesita despreocupación, y en Francia ya no hay porvenir seguro para nadie, ni siquiera para el hombre de genio. Se ha declarado la guerra entre los hombres del tipo de Sénécé y el resto de la nación.

Roma también era muy diferente entonces de lo que es hoy. Nadie sospechaba en lo que sucedería sesenta y siete años más tarde, cuando el pueblo, pagado por algunos curas, degolló al jacobino Basseville, que quería, -según él-, civilizar la capital del mundo cristiano.

Por vez primera, y al lado de Sénécé, la Campobasso había perdido la razón, se había encontrado en el cielo y horriblemente desgraciada por cosas no aprobadas por la razón. En ese carácter severo y sincero, una vez que Sénécé hubo vencido la religión, que para ella era muy distinta de la razón, el amor debía elevarse rápidamente hasta la pasión más desenfrenada.

La princesa estimaba a monseñor Ferraterra, cuya alta posición ella había propiciado. ¡Qué no sentiría cuando Ferraterra le dijo un día que no sólo Sénécé iba más a menudo de lo normal al domicilio de la Orsini, sino que además era el motivo por el que la condesa acababa de despedir a un castrado célebre, su amante oficial desde hacía varias semanas!

Nuestra historia comienza la noche del día en el que la Campobasso recibió aquel anuncio fatal.

Se hallaba inmóvil en un inmenso sofá de cuero dorado. Cerca de ella, sobre una mesita de mármol negro, dos grandes lámparas de plata de pie largo, obras maestras del célebre Benvenuto Cellini, iluminaban o, más bien, mostraban las tinieblas de una inmensa sala en la planta baja de su palacio, adornada de cuadros ennegrecidos por el tiempo, pues ya, en esa época, el reinado de los grandes pintores quedaba lejos.

Frente a la princesa y casi a sus pies, sobre una sillita de madera de ébano, cubierta de adornos de oro macizo, el joven Sénécé acababa de instalar su elegante persona. La princesa lo miraba, y desde que él había entrado en la sala, lejos de volar a su encuentro y de arrojarse en sus brazos, no le había dirigido la palabra.

En París era ya la ciudad reina de las elegancias de la vida y de las apariencias. Sénécé hacía llegar de allí regularmente, mediante correos, todo lo que pudiera resaltar los atractivos de uno de los hombres más guapos de Francia. A pesar del aplomo tan natural a un hombre de ese rango, que había hecho sus primeras armas al lado de las bellezas de la corte del regente y bajo la dirección del...



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