E-Book, Spanisch, Band 51, 312 Seiten
Reihe: Impedimenta
Sillitoe Sábado por la noche y domingo por la mañana
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17115-76-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 51, 312 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17115-76-0
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Auténtico monumento de la literatura obrera inglesa y piedra de toque del movimiento de los Jóvenes Airados británicos, Sábado por la noche y domingo por la mañana fue la novela que lanzó a la fama a Alan Sillitoe. Arthur Seaton, su protagonista, es un muchacho de veintidós años, poco amante de los compromisos y que trabaja a destajo de lunes a viernes en una fábrica de bicicletas, en el sombrío Nottingham de los primeros años de la posguerra. Pero Arthur vive con los ojos puestos en el fin de semana. Cada sábado por la noche bebe hasta caerse redondo en el pub, se mete en todas las peleas que encuentra y trata de llevarse a la cama a las esposas de sus compañeros de trabajo. Sin embargo, pronto descubrirá que lo que cree que le hace libre constituye en realidad una cárcel, y que su existencia de rebelde tiene un lado oscuro cuyo rigor le es difícil imaginar.
Alan Sillitoe nació en Nottingham en 1928, en el seno de una familia de clase obrera. Abandonó los estudios a los catorce años y poco después entró a trabajar en la fábrica de bicicletas Raleigh, en Nottingham, al igual que lo había hecho su padre. En 1946 se unió a la Royal Air Force y trabajó como operador de radio en Malasia. Regresó a Inglaterra tras contraer la tuberculosis y tuvo que guardar cama en un hospital durante casi año y medio, lo que le permitió dedicarse a la lectura. Gracias a una exigua pensión del ejército, pasó los siguientes siete años deambulando entre Francia y España. Fue a mediados de los cincuenta, en la isla de Mallorca, cuando empezó a escribir, animado por el poeta Robert Graves. Ya por entonces había conocido a la que sería su compañera de por vida, la poeta norteamericana Ruth Fainlight. Su primera novela, Sábado por la noche y domingo por la mañana (1958; Impedimenta, 2011) y adaptada a la gran pantalla por Karel Reisz en 1960, con Albert Finney en el papel de Arthur Seaton. Su libro de relatos La soledad del corredor de fondo (1959; Impedimenta, 2013) terminaría por confirmar a Sillitoe como uno de los más importantes narradores de su generación. Escribió más de cincuenta obras, incluyendo poesía, teatro y cuentos para niños, además de veinticinco novelas. En 1995 publicó su autobiografía, La vida sin armadura (Impedimenta, 2014). En 1997 fue elegido miembro de la Royal Society of Literature. Murió el 25 de abril de 2010 en el Hospital Charing Cross de Londres, tras una larga batalla contra el cáncer.
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CAPÍTULO DOS
Agarró un par de monos de trabajo de la barandilla de la cama e introdujo en ellos sus grandes pies blancos, con cuidado de no molestar a su hermano Sam quien, sumido todavía en las profundidades del sueño, aprovechó para arrebujarse más aún en el gran túmulo de mantas ahora que Arthur había abandonado la cama. A menudo había oído referirse al viernes como Viernes Negro —recordando una vieja película de Boris Karloff— y se preguntaba por la razón de esa denominación. El viernes, día de pago, era un buen día, así que lo de «negro» le iría mejor al lunes. Lunes negro. Eso sí que tendría sentido, porque el lunes es el día en que tienes la cabeza pesada de tanto beber, la garganta irritada de tanto cantar, los ojos empañados por haber visto demasiadas películas o por haber estado sentado tanto tiempo delante de la televisión. Es el día en que sientes un negro mal humor ante el yugo que vuelve a aprisionarte. La puerta, al pie de la escalera, se abrió con un crujido. —¡Arthur! —gritó su padre, con una voz amenazadora de lunes por la mañana que te revolvía las tripas y parecía salir de ultratumba—. ¿Cuándo piensas levantarte? Vas a llegar tarde a trabajar. Y cerró la puerta de abajo sin hacer ruido para no despertar a la madre y a los otros dos hijos que aún estaban en casa. Arthur cogió de la repisa de la chimenea un paquete de pitillos medio vacío, su peine, un billete de diez chelines y un montón de monedas que habían sobrevivido a los pubs, los locales de apuestas y los gorrones, y se embutió todo en los bolsillos. La puerta de abajo se abrió de nuevo. —¿Ya estás? —Te oí la primera vez —dijo Arthur en un susurro. Un portazo sirvió como respuesta. Una taza de té, y después vuelta a la rutina. Los lunes eran siempre el peor día. Al llegar el miércoles ya estaba domesticado como un galgo. Bueno, en cualquier caso, pensó, siempre estaba Brenda, la preciosa Brenda con la que todo iba a pedir de boca, y tan atenta cuando se lo proponía. Siempre y cuando, pensó, Jack no se entere de lo nuestro y le dé por intentar estrangularme. Eso sería terrible de verdad. Dios santo, vaya si lo sería. Pero, pensó, yo le agarraría a él primero, a ese cretino, pobre infeliz. Echó otra mirada a la pequeña alcoba. Allí estaba la cama doble de madera adosada a la ventana, el brillo del orinal blanco, las estanterías destartaladas que contenían los libros de Sam —además de reglas, lápices y gomas— y la mesa de fabricación casera sobre la cual estaba su transistor. Levantó el picaporte en el momento en que la puerta de abajo volvía a abrirse y su padre levantaba la cabeza, dispuesto a decirle con esa voz susurrante y amenazadora que tenía, con ese estertor suyo de los lunes por la mañana, que ya era hora de bajar. A pesar del consabido tono de voz de su padre, Arthur se lo encontró sentado a la mesa sorbiendo alegremente su té. Un fuego luminoso ardía en la chimenea nueva —la familia había logrado reunir las treinta libras que costó remozarla— y la habitación resultaba alegre y acogedora, con la mesa puesta y el té caliente. Seaton alzó la vista de su taza. —Venga, Arthur. No hay mucho tiempo. Son las siete y diez, y tenemos que estar allí a las siete y media. Los dos. Bébete el té y vámonos pitando. Arthur se sentó y estiró las piernas hacia la chimenea. Tras una taza y un cigarrillo Woodbine se le aclararon las ideas. Después de todo, no se encontraba tan mal. —Un día te vas a quedar ciego, papá —dijo, por decir algo, lanzando palabras al aire como ejercicio, listo para encarar las consecuencias que pudieran acarrearle. Seaton se giró hacia él sin comprender del todo; su mente de persona entrada en años no se había despejado aún. Necesitaba por lo menos diez tazas de té y otros tantos Woodbines para aplacarse tras el fin de semana. —¿Qué quieres decir? —le preguntó. Siempre se sentía arisco antes de las diez de la mañana. —Siempre estás sentado delante de la tele, pegado a ella desde las seis de la tarde hasta las once, noche tras noche. No puede hacerte ningún bien. Cualquier día te quedarás ciego. Lo veo venir. Leí en el Post la semana pasada que uno de la zona de los Medders se quedó ciego por ver la tele. Parece que lo suyo tiene cura, porque va todos los lunes, miércoles y viernes al hospital de ojos. Pero es un riesgo… Su padre se sirvió otra taza de té, con su negras cejas en tensión por el enfado. Bajito y achaparrado, Seaton no tenía término medio: podía estar contento y dicharachero con todo el mundo, o bien malhumorado y aquejado de una profunda rabia melancólica que escogía sus víctimas al azar. En los últimos años, el número de víctimas había ido disminuyendo, ya que Arthur, igual que su hermano Fred, las habían pasado canutas en la fábrica y en el ejército, y ahora eran capaces por fin de hacerle frente, instaurando un equilibrio de poderes que mantenía la casa más o menos en paz. —Seguro que eso no ha hecho daño a nadie —dijo Seaton—. De todas formas, no te creerás lo que dicen los periódicos, ¿verdad? Y si te lo crees, eres tú el que tiene que ir al médico. No cuentan más que mentiras, eso me consta. —Yo no estaría tan seguro —dijo Arthur, lanzando al fuego una colilla de Woodbine—. De todas formas, sé de alguien que conoce a este chico que se quedó ciego, así es que por una vez el periódico estaba en lo cierto. Me han contado que vieron a su madre llevarlo al hospital de ojos. Daba lástima, dijeron. Siete añitos tiene el chico. Ella lo guiaba con una correa, y el niño tenía un bastón especial para él, pintado de blanco. Decían que le iban a poner un perro guía también, un Terrier de pelo duro, y que lo dejarían en la puerta del Ayuntamiento durante el resto de su vida con una taza de latón si no mejoraba. Su padre tiene cáncer y su madre no podía permitirse tanto bastón blanco y tanto perro. —Estás chalado… —dijo Seaton—. Vete a contar tus cuentos a otro sitio. Además, yo no tengo nada en los ojos. Siempre he tenido los ojos perfectamente y así seguirán. Cuando pasé el reconocimiento médico para la guerra los calificaron como a1, pero me hice el cegato y logré que me dieran c3 —añadió orgulloso. Dejaron de hablar del tema. Su padre cortó varias rebanadas de pan y preparó sándwiches con los restos del fiambre de la cena del domingo. Arthur solía tomarle mucho el pelo, pero de algún modo estaba contento de ver que la tele seguía allí, en la esquina del cuarto de estar, una caja reluciente forrada en madera que parecía, pensó, un botín procedente de una nave espacial. Y, en cualquier caso, su viejo estaba contento, y se merecía estarlo, tras tantos años en paro antes de la guerra, con cinco críos a su cargo y la desgracia de no tener dinero ni forma de ganarlo. Ahora tenía un trabajo en la fábrica que le permitía estar sentado, tenía todos los Woodbines que pudiera fumarse, dinero para una pinta de cerveza cuando le apetecía, aunque no era su bebida habitual, unas vacaciones por ahí de vez en cuando, alguna que otra excursión con la empresa a Blackpool y un televisor en casa para entretenerse. No había punto de comparación entre la vida de antes de la guerra y la de después. La guerra fue algo maravilloso en muchos aspectos, si uno pensaba en lo feliz que había hecho a tanta gente en Inglaterra. No tengo un pelo de tonto, pensó Arthur. Se metió un paquete de sándwiches y un termo de té en el bolsillo, y esperó mientras su padre se ponía la chaqueta con grandes esfuerzos. Una vez en la calle, les llegó con más claridad el ruido sordo de la fábrica, cien metros más allá, tras sus altos muros. Los generadores chirriaban sin parar toda la noche, y durante el día las gigantescas fresadoras que terminaban manivelas y pedales en la sección de torneado hacían que el barrio pareciera hallarse bajo la cercana respiración de un ser monstruoso que sufriera de una enfermedad del estómago. El aroma de las jabonaduras, la grasa y el acero recién cortado impregnaban el aire envolviendo con sus efluvios el suburbio de casas de cuatro habitaciones construidas alrededor de la fábrica, y las calles e hileras de viviendas colgaban de su tripa y sus flancos como becerros que mamasen de las ubres de una madre descomunal. La fábrica llevaba años mandando bicicletas embaladas desde el departamento de envíos a vagones de carga que las esperaban al otro lado de Eddison Road, haciendo que aumentaran de ese modo las exportaciones de posguerra (o quizá de preguerra, pensaba Arthur, porque siempre podía estallar otra guerra el día menos pensado) y tratando de tender pontones a lo largo de un río de aguas turbulentas, llamado balanza de pagos, sobre el que no se podían construir puentes. Los miles de hombres que trabajaban allí se llevaban sus buenos sueldos a casa. Lejos quedaban los contratos cortos, como los que se estilaban antes de la guerra, o los despidos por pasarse diez minutos en el baño leyendo el Football Post. Ahora, si el patrón te pillaba, siempre podías decirle que se metiese el trabajo donde le cupiera y marcharte a otro lado. Y se acabó también eso de salir corriendo a comprar una bolsa de patatas de un penique para comértela con pan. Hoy en día, y ya iba siendo hora, podías ganarte un buen sueldo si te dejabas la espalda trabajando a destajo, y siempre podías comer caliente por dos chelines en una cantina grande. Con los sueldos de hoy en día podías ahorrar para una moto o incluso para un coche usado, o podías irte...