Shakespeare | Romeo y Julieta | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 190 Seiten

Reihe: Literatura universal

Shakespeare Romeo y Julieta


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-7254-283-9
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 190 Seiten

Reihe: Literatura universal

ISBN: 978-84-7254-283-9
Verlag: Century Carroggio
Format: EPUB
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Cuenta la historia de dos jóvenes de Verona (Italia) que, a pesar de la oposición de sus notables familias( Capuleto y Montesco), rivales entre sí, deciden casarse en secreto con la ayuda de Fray Lorenzo; sin embargo, la presión de esa rivalidad y una serie de fatalidades, como la muerte de un Capuleto, el destierro de Romeo o las pretensiones hacia Julieta del joven Conde Paris, conducen a que la pareja elija el suicidio antes que vivir separados. Esta relación entre sus protagonistas se ha convertido en el arquetipo de los llamados amantes desventurados La muerte de ambos, sin embargo, llevará a la reconciliación de las dos familias.

William Shakespeare (Inglaterra 1564-1616)1 fue un dramaturgo, poeta y actor inglés. Es considerado el escritor más importante en lengua inglesa y uno de los más célebres de la literatura universal. Sus obras han sido adaptadas y redescubiertas en multitud de ocasiones por todo tipo de movimientos artísticos, intelectuales y de arte dramático. Las comedias y tragedias shakespearianas han sido traducidas a las principales lenguas, y constantemente son objeto de estudios y se representan en diversos contextos culturales y políticos de todo el mundo.

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DATOS PARA UNA BIOGRAFÍA  ENIGMÁTICA ESTUDIO PRELIMINAR por José  Manuel Udina Cobo de la La Universidad Autónoma de Barcelona I. Un testimonio de oídas Cierto día de I662, el reverendo John Ward, recientemente nombrado vicario de la pequeña población de Stratford-upon-Avon, tomó su pluma de ganso, la mojó en tinta y escribió cuidadosamente unas líneas en su libro de notas, un cuaderno variopinto en el que las ideas para futuros sermones se daban mano con recetas de medicina y los propósitos como este con las anécdotas que le contaban sus parroquianos: «Acordarme de leer las obras de Shakespeare y conocerlas a fondo, porque no puedo ser profano en la materia». No sabemos hoy cuál pudo ser la razón que movió a aquel meticuloso pastor a hacerse a sí mismo semejante recomendación, que hoy juzgamos muy lógica; pero podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que no se trataba de un sentimiento de culpabilidad por lo menguado de sus conocimientos literarios. Corrían tiempos en los que un maestro en Artes por Oxford podía permitirse el lujo de desconocer absolutamente las obras cumbres del teatro isabelino, y eruditos, como el docto e infatigable Samuel Pepys -este educado en Cambridge-, escribir de Romeo y Julieta sin el menor sonrojo: «Es lo peor que jamás he oído.» Tiempos aquéllos, los de la Restauración, que se consideraban a sí mismos mucho más refinados y cultos que los precedentes, pero que no iban a pasar a la historia precisamente como un dechado de perspicacia y de buen gusto. Por eso nos parece que la nota del reverendo Ward debe ser interpretada a la luz de sus preocupaciones pastorales por la comunidad que le había sido confiada. En efecto: tras los rigores del puritanismo, que habían distanciado dolorosamente al pueblo sencillo de los intransigentes ministros eclesiásticos, sobrevenía una gozosa relajación que, en Stratford como en muchos otros ambientes provincianos, se manifestaba en el retorno a las costumbres y tradiciones del pasado. Volvían a celebrarse las antiguas fiestas y romerías, renacía un clima de confianza y libertad en el trato, y la alegría de vivir desmoronaba los diques con que los puritanos habían procurado domarla. Las severas leyes que el Parlamento había dictado en 1644 para el respeto de los días festivos -prohibición de viajar y transportar cargas, de vender mercancías y reunir mercados, de realizar ejercicios deportivos, juegos, danzas, etc.-, so pena de pesadas multas que alcanzaban incluso a los niños, eran en verdad un yugo muy pesado. Nada digamos ya de las tabernas, que en esos días cerraban sus puertas a cal y canto, ni de la proscripción absoluta de representaciones teatrales, rigurosamente prohibidas en todo el país desde 1642. « ¿Cómo vivir alegremente, cómo gozar del encanto de la primavera, cómo soportar teatros y espectáculos, cuando siente uno en sí la garra del diablo, cuando ya le alcanzan las llamas del infierno...?» Evidentemente Cromwell no tenía respuesta para estas inquietantes preguntas; pero es más que dudoso que la mayoría de los habitantes de Stratford se sintiera amenazada por garra o llama alguna. Ni siquiera cuando el antecesor del vicario Ward, ferviente puritano, pronunciaba en la iglesia parroquial de la Santísima Trinidad sus interminables sermones, ante un auditorio que cada vez los comprendía menos y que se sentía incómodo en la frialdad de su iglesia. Pero todo aquello había pasado y Stratford recobraba poco a poco su aire saludablemente bullanguero; repicaban las campanas y se celebraba la Navidad como antes, y las cervecerías se llenaban en domingo de achispados clientes, y se preparaban las fiestas de mayo sin atribuir demasiada importancia, ya de antemano, a las locuras que los jóvenes pudieran cometer por la noche en los prados comunales o en la arboleda próxima de olmos. A este respecto, los más viejos podían referir cada cosa... Hablaban de hechos, de personas que, pese a su proximidad en el tiempo, parecían al vicario sumamente remotos; y sonreían socarronamente, con un cierto aire de superioridad, cuando algún joven -o él mismo- proponía ideas renovadoras. «¡Si hubierais visto... !» Quizás fue así como alguien pronunció delante del reverendo Ward el nombre de Shakespeare, con el orgullo de la paisanía, cuando el vicario sacara a relucir sus modelos de Oxford. Mal debió sentarle la comparación, pero quizás peor el tener que reconocer para sus adentros que, pese a haber nacido también él en Stratford, apenas sabía nada de la vida y obras de aquel paisano suyo, de quien muchos de sus feligreses conservaban un imborrable recuerdo. Para él, Shakespeare no era más que un nombre... y un monumento funerario de dudoso gusto y ampulosa dedicatoria: adosado a un muro del presbiterio de su iglesia parroquial -pared por pared, precisamente, de la pequeña habitación que el vicario utilizaba ahora como escritorio- había un monumento de mármol, semejando una hornacina, en cuyo hueco se veía el busto de un hombre en convencional actitud de escribir. Una inscripción, en latín y en inglés, no dudaba en atribuirle el juicio de un Néstor, el genio de un Sócrates, el arte de un Virgilio y, cómo no, ensalzarlo hasta el mismísimo Olimpo. Luego continuaba: «Detente, caminante, ¿por qué ,vas tan aprisa? Lee, si sabes, a quién puso la muerte envidiosa en este monumento: ¡A Shakespeare! A aquel con quien murió la fresca naturaleza. Su nombre es ornamento de esta tumba mucho más que lo gastado en ella, pues todo cuanto ha escrito  deja al arte viviente como mero paje al servicio de su ingenio. Murió en el año del Señor de 1616, 53 de su edad, el día 23 de abril.» John Ward, pues, que en 1662 contaba treinta y tres años, no había podido conocer en vida a aquel insigne hijo de Stratford. Picada su curiosidad y su amor propio, tomó la pluma de ganso y escribió: «Acordarme de leer las obras de Shakespeare...» Debió de realizar alguna indagación antes de esto, pues añadió a continuación: «Por lo que he oído, Mr. Shakespeare era un talento natural, sin formación de ninguna clase. En sus años mozos le dio por el teatro, pero en su edad madura vivió en Stratford y daba a la escena dos obras cada año; ello le proporcionaba unos ingresos tan elevados que, según me han dicho, gastaba a razón de mil libras al año. Shakespeare, Drayton y Ben Jonson se reunieron para celebrar una juerga y, al parecer, bebieron más de la cuenta, porque Shakespeare murió de una fiebre allí contraída». No hagamos mucho caso de estas habladurías, en las que hay datos falsos, una anécdota posible, pero poco probable, y exageraciones evidentes. Pero analicemos cuidadosamente las frases, tratando de leer entre líneas. La primera es, sin duda, un juicio del propio Ward, en el que se trasluce su desdén de universitario por «un talento natural, sin formación de ninguna clase» ( a natural wit without any art at all); el éxito y la fama de semejante personaje era algo curioso y, en cierto modo, irritante. Luego sigue, casi con la viveza de una cita textual, un resumen de la vida de Shakespeare, tal como hubiera podido sintetizarla un viejo habitante de Stratford: «En sus años mozos le dio por el teatro» (he frequented the plays all his younger time), «pero en su edad madura vivió en Stratford» (but in his elder days lived at Stratford); es decir, se fue -una locura juvenil-, pero luego tuvo el buen sentido de volver. A continuación una «andaluzada», que el bueno del vicario Ward traga sin rechistar demostrando su credulidad y su desconocimiento de la materia: sin moverse de Stratford, y escribiendo solo un par de obras cada año, ganaba para derrochar más de mil libras, libras del siglo XVII, por supuesto, equivalentes a una fortuna hoy... Y, por fin, un chisme, una historia algo picante que el pastor anotó porque quizás un día podría servirle para un sermón como ejemplo aleccionador y moralizante: el triste final de una de tantas juergas que tenían por escenario las cervecerías. A pesar de su brevedad y sus limitaciones, el párrafo citado de Ward es el primer intento de bosquejar una biografía de William Shakespeare. Algo semejante hacía por las mismas fechas Thomas Fuller en su libro Worthies of England, que vio la luz en 1662: en él pasaba revista a los condados ingleses y hacía referencia a sus hombres famosos. Pero las líneas dedicadas a Shakespeare, aun siendo más objetivas que las de Ward, demuestran que su información era escasa, lo que pretendió paliar con frases de relleno. Aún no habían transcurrido cincuenta años desde la muerte del genial dramaturgo, y ya vemos lo poco que sabían de su vida sus propios compatriotas. Hoy, a cuatro siglos de aquella fecha, ¿sabemos mucho más? II. Guillermo, hijo de Juan Shakespeare Es lugar común para muchos biógrafos de Shakespeare el lamentarse de los escasos datos de que se dispone para trazar su semblanza. Esta queja es en parte legítima y en parte injustificada. Conviene examinarla con tiento. En primer lugar, es rigurosamente cierto que no existen en absoluto documentos autobiográficos. Shakespeare nada nos dice acerca de si mismo, si no son sus disposiciones testamentarias y si exceptuamos las dedicatorias de sus libros poéticos, convencionales en grado superlativo. No se ha conservado ni un solo fragmento de su correspondencia, y de la que otros le dirigieron queda una única carta de un amigo pidiéndole un préstamo. Su firma...



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