E-Book, Spanisch, 96 Seiten
Reihe: Biblioteca Herder
Sequeri Contra los ídolos posmodernos
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-254-3371-9
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 96 Seiten
Reihe: Biblioteca Herder
ISBN: 978-84-254-3371-9
Verlag: Herder Editorial
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'En un mundo que no dispone del testimonio del humanismo cristológico de Dios, el politeísmo de los dioses racistas y corporativos ocupa la escena.' En este libro, casi en forma de 'manifiesto', Sequeri analiza las idolatrías de la sociedad posmoderna que han inducido su degradación antropológica. La sociedad de consumo y la cultura del espectáculo se erigen sobre cuatro ídolos 'mentales': la eterna juventud, el crecimiento económico y el dinero fácil, el totalitarismo de la comunicación y la irreligión de la secularización. Estas figuras evocan objetos y hechos que nada tienen en sí de demoníaco o de idolátrico. Y en eso reside la gravedad de la insidia: la idolatría de mayor éxito se afianza gracias a la exaltación de lo que promete ser una realización fácil del deseo colectivo. Sequeri no se limita a criticar estos ídolos, sino que trata de imaginar los movimientos necesarios para contrarrestarlos: 'Nosotros, pueblos cristianos de Occidente, hemos merecido las consecuencias de esta recaída en el paganismo. Pero podemos desenmascarar la estupidez de la cultura que pretende representarnos, y abrir mil lugares de liberación [...] El ídolo de lo posmoderno no nos representa.'
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PUER ÆTERNUS?
Empezamos por el ídolo de la adolescencia interminable. Ese ídolo se nutre de un producto cultural reciente: la existencia separada de un mundo juvenil con lógicas propias, deseos propios, organización propia, irresponsabilidad propia.1 En pocos decenios, esta invención posbélica (esencialmente mercantil) ha generado, de rebote, el universo despreciable de la competición senil: incorporación de una adolescencia infinita, escaso interés por la labor de engendrar, búsqueda de complicidad en el placer. Pero, al mismo tiempo, defensa corporativa del poder y de todos sus accesos.
Los jóvenes no han ganado nada con esta descomposición, en un primer momento objeto de los guiños complacidos de una clase intelectual frustrada por sus revoluciones fallidas. Las generaciones recientes han empezado a darse cuenta. Y lo dicen (a diferencia de los ex jóvenes, que disimulan en honor a la bandera: hay que salvar algo de nuestro glorioso ’68). El guiño del mercado está más a la vista. La juventud ya no es una cuestión de edad, es una categoría del espíritu: disminuye el número de hijos, pero aumenta el de los ancianos que quieren mantenerse jóvenes. Ser jóvenes es costoso (ya desde niños): pero mantenerse jóvenes lo es todavía más. Ha llegado la hora de la desublimación: la última frontera del freudismo al revés. Ser jóvenes significa poder gozar sexualmente, de cualquier forma: sin preocuparse por la generación y sin la fatiga del uso de las palabras. Ser uno mismo, como se dice, sin oropeles ideológicos. Un pequeño paso para un adolescente, pero, como diríamos, un gran salto para la humanidad. En el umbral de esta regresión, para «mantenerse jóvenes» a su vez, se agolpan patéticamente los adultos (incluso los aparentemente más reflexivos). El último acto (antes del abandono del hombre sin edad al mito de la horda primitiva) es la incorporación de la concepción entre las variables del deseo (en determinadas condiciones «se mantienen jóvenes» y se sienten «adolescentes omnipotentes», incluso «haciendo» un hijo; y hasta haciéndoselo hacer). No perderse nada con tal de realizarse plenamente.
La extrapolación de la juventud de la transitoriedad de la secuencia de la historia individual se ha unido a su superposición a la idealidad del humano emancipado, liberado, feliz y dueño de sí mismo. El mito que de ello deriva presiona sobre la infancia para que se convierta en adolescencia precoz (incitándola a homologarse: multiplicar estímulos, desarrollar potencialidades, aprender a seducir, competir políticamente, negociar con incentivos). Y deshonra a la vejez como adolescencia perdida culpablemente (incitándola a disculparse y a redimirse: lo que importa son los años que sientes, todo depende de ti, etc.). En la adolescencia prolongada, la deriva hacia el narcisismo sistémico2 se cronifica socialmente.
La adolescencia, representada y enmarcada como un mundo de intereses y de conocimientos perfectamente autónomo, como una comunidad autorregulada con la que dialogar y negociar, es la materialización de un sueño prohibido de los adultos, que ahora tienen perennemente ante los ojos como una posibilidad no del todo perdida (el anuncio publicitario, una auténtica catequesis en parábolas, a fin de que viendo no veamos, nos evangeliza desde primera hora de la mañana). El sueño, para estos tardíos (en muchos sentidos) nietecitos de Nietzsche, parece más excitante y cercano a la realidad: la investigación realiza milagros a diario, y tal vez un día el mito del puer æternus se convertirá en ciencia (hoy cosmética y cirugía, mañana genética y robótica). La cultura paliativa de la apariencia nos ayuda entretanto a resistir, mientras nos vamos liberando progresivamente del estrés de cuidar a los demás (a costa de liberarnos de los demás, en los casos extremos) para poder dedicarnos tranquilamente al cuidado de nosotros mismos. Ser padre, ¿una función subrogable? Ser madre, ¿una prestación ocasional? En primer lugar somos personas, hombres y mujeres, nos decíamos3 (y ni siquiera esto es seguro ya: depende justamente de las funciones y de las prestaciones, dicen los teóricos de los gender studies).4 De todos modos, comoquiera que la cuestión haya comenzado, y comoquiera que avance, la fijación de la adolescencia, como status symbol del individuo en plena posesión de sus facultades de realizarse, atrae de muchas maneras el imaginario del adulto. Ser y sentirse espiritualmente jóvenes se convierte en un auténtico proyecto. El proyecto se alimentará por lo general de simulaciones, obviamente, cada vez más trabajosas: psicológicas, conductuales, caracteriales, de hábitos, del lenguaje, del vestido, del cuerpo. Experimentos de vida, reinventarse, energías renovables, vínculos biodegradables. Bulimia de las potencialidades, anorexia de los afectos. En resumen, paciencia si somos adultos, siempre que sigamos siendo células madre.
El círculo vicioso se alimenta a sí mismo. Los jóvenes, por supuesto, no ganan nada con esta fijación. El movimiento de atracción que la condición juvenil, como mito de una vitalidad permanente que neutraliza la vida histórica, ejerce sobre la condición adulta la anima a concebir unívocamente la maduración y la restitución como pérdida (un melancólico consumo de energías que desperdicia potencia y reduce el goce).5
El adulto es poderosamente incitado a renunciar a su actitud de mediador responsable de la humanización en la generación futura: incluso es inducido a competir por la ocupación, prolongada al máximo, del espacio adolescente (enamoramiento y goce, emoción y experimentación, creatividad y destructividad). Los hijos son pocos, pero el mundo de la adolescencia está ya muy poblado en los países occidentales. Los sistemas educativos y la organización del trabajo tienen algunos problemas, pero la industria de la diversión y del espectáculo no consigue atender todas las demandas. La institución familiar avanza trabajosamente, sin restitución alguna, hostigada a la vez por la astuta indiferencia de la economía política y por el empalagoso esnobismo de la crítica social, para sostener las cargas multiplicadas de una atención que en cualquier caso le sigue siendo confiada. Vale sobre todo para la infancia y para la vejez, que en la nueva sociedad de los libres e iguales ya no son de nadie (en lo infinitamente pequeño o en la finitud irremediable, entonces, no son nadie). Pero también para la cultura de los afectos generativos y del pensamiento simbólico: que nacen precisamente allí, de una vez por todas y para siempre. El vínculo entre hombre, mujer y generación es el lugar del ser humano sometido a la prueba —de su vulnerabilidad y de su potencia— por definición: la estética y la dramática de la unidad de los diferentes más abismal y más generativa que pueda haber. No las habrá más difíciles ni más creativas en la historia del vínculo social. La exoneración de la prueba y la superación de la escisión —paradójicamente— tienden hacia la especialización de hombre y mujer como universos individuales paralelos, omnipotentes y autosuficientes, cuyas prestaciones son perfectamente fungibles, con vistas a una mejor autorrealización.
La adolescencia, en su estratificación más amplia del ser- despreocupado y del ser-regenerable, es ya una carga socialmente extendida, que incide globalmente sobre todo el sistema. La economía del consumo se beneficia de ello, pero para la sociedad es un peso insostenible. En todo esto, la adolescencia prolongada y extendida, de la que estamos hablando, consigue también un efecto paradójico. El efecto ha sido señalado precisamente como fenómeno de la «desaparición» de los jóvenes. En este territorio poblado de individuos que viven en la incansable búsqueda de su placentera identidad, el adolescente que llamaríamos «fisiológico» se mantiene en el limbo de una condición socialmente carente de peso. Espectacularmente utilizable como icono del mito de la juventud, en el que el individuo enseguida resulta obsoleto y perfectamente intercambiable. Socialmente confinado en el espacio de una aproximación interminable, sin ritos de paso definitivo al ser adulto que desalienten el agotador privilegio del deseo autorreferido y ofrezcan una gratificante investidura para la responsabilidad de lo humano compartido.
Desde el punto de vista antropológico, la recaída de esta escisión —y de la correspondiente fijación— ya es sistémica. De hecho, hemos empezado a perder el sentido de las estaciones y de la unidad de la vida; es más, de la historia individual y de su destino. Y perdemos el sentido más pleno de la libertad: nunca tan potente como cuando se separa de sí para incorporarse irreversiblemente a otro, destinado a no ser la simple expansión de mi deseo.6
La adolescencia, este acumulador de potencia en punto muerto, sobre el que se ha de meter una marcha una vez desarrollado el azar de un proyecto y definidas las coordenadas esenciales de la propia ruta, está intrínsecamente destinada a la transitoriedad. Su potencia, que ya no se reforma, está en función del despegue, del equilibrio y de la estabilidad del vuelo. Es para aprender a conducir, a llevar a otras personas a su destino, a enriquecer de pensamientos y obras la comunidad de los humanos. Cada uno de nosotros es perfectamente capaz de adquirir habilidades y competencias, incluso...




