E-Book, Spanisch, 416 Seiten
Sapolsky Memorias de un primate
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-945311-4-9
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 416 Seiten
ISBN: 978-84-945311-4-9
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Robert Sapolsky. Estados Unidos, 1957 Sapolsky es un reconocido científico y escritor estadounidense, actualmente profesor de Ciencias Biológicas y Neurología en la Universidad de Stanford, con estancias en varios departamentos como ciencias de la vida, neurología y neurocirugía. También es investigador asociado en el Museo Nacional de Kenia. Ha recibido numerosos premios, como la beca MacArthur, el Premio Presidencial de Jóvenes Investigadores de la Fundación Nacional de Ciencias, y el premio al Investigador Joven del Año. Como neuroendocrinólogo, centró su área de investigación en los problemas de estrés y la degeneración neuronal, así como en las posibilidades de las estrategias de terapia génica para la protección de las neuronas sensibles a la enfermedad. Actualmente está trabajando en las técnicas de transferencia genética para fortalecer las neuronas contra los efectos discapacitantes de los glucocorticoides. Sapolsky visita Kenia cada año para estudiar una población de monos salvajes con el fin de identificar las fuentes de estrés en su entorno, y la relación entre personalidad y patrones de enfermedades ligadas al estrés en estos animales. Más específicamente, Sapolsky estudió los niveles de cortisol entre el macho alfa, la hembra y los subordinados, para determinar los distintos niveles de estrés.
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01
Los babuinos: las generaciones de Israel
Me incorporé a la manada de babuinos a la edad de veintiún años. No tenía previsto convertirme en babuino de la sabana cuando fuera mayor; lo que quería era ser un gorila de la montaña. Siendo un niño en Nueva York, no hacía más que rogar y engatusar a mi madre para que me llevara al Museo de Historia Natural, donde me pasaba horas contemplando los dioramas africanos y soñando con vivir en uno de ellos. Por supuesto, ser una cebra y atravesar las praderas a toda velocidad tenía su encanto, y algunas veces imaginaba que dejaba atrás el endomorfismo de mi niñez y me convertía en una jirafa. Durante un tiempo, me entusiasmó la utopía colectivista que subyacía en las arengas de mis viejos parientes comunistas y decidí que, cuando creciera, sería un insecto social. Una hormiga obrera, naturalmente. Cometí el error de confesar mis planes en una redacción escolar sobre mi futuro proyecto vital y la maestra se apresuró a escribirle a mi madre para expresarle su preocupación al respecto.
Sin embargo, cada vez que visitaba las salas del museo dedicadas a África, siempre volvía al diorama del gorila de montaña, que había despertado en mí algo atávico cuando lo había visto por primera vez. Mis abuelos habían muerto mucho antes de que yo naciera y me parecían tan lejanos e irreales que habría sido incapaz de identificarlos en una foto. Atrapado en el vacío creado por aquella ausencia, decidí que un ejemplar auténtico del enorme gorila macho de lomo plateado y aspecto protector que había en la vitrina sería un buen sustituto para aquellas figuras familiares. A partir de aquel momento empecé a pensar que vivir con un grupo de gorilas en las montañas de la selva africana era el mejor refugio imaginable.
Antes de cumplir los doce años escribía cartas a los primatólogos a los que admiraba y a los catorce ya leía manuales sobre el tema. Mientras estaba en el instituto, me las arreglé para conseguir diversos empleos en el laboratorio de primates de una facultad de medicina, y en última instancia me ofrecí para trabajar como voluntario en lo que para mí era la Meca de la especialidad: la sección de primatología del Museo de Historia Natural. Incluso obligué al director del departamento de lengua del instituto a buscarme un curso por entregas de swahili para prepararme para el trabajo de campo que pensaba realizar en África. Por último, fui a la universidad a estudiar bajo la dirección de un experto en primatología. Todo parecía ir viento en popa.
Sin embargo, en la universidad cambiaron algunos de mis intereses académicos y empecé a sentirme atraído por una serie de cuestiones científicas a las que no podía responder mediante la observación de los gorilas. Necesitaba estudiar una especie que viviera en el espacio abierto de las praderas y que tuviese una organización social distinta, una especie que no se encontrara en vías de extinción. Los babuinos de la sabana, que hasta entonces no habían despertado en mí el menor entusiasmo, se convirtieron en la opción más lógica. Hay momentos en la vida en los que uno tiene que ceder; todos los niños no pueden ser presidentes, estrellas del béisbol o gorilas de la montaña. Así que decidí unirme a la manada de babuinos.
Me incorporé a la manada durante el último año del reinado de Salomón. En aquella época había otros miembros destacados en el grupo como Lía, Débora, Aarón, Isaac, Noemí y Raquel. No tenía previsto dar a los babuinos nombres del Antiguo Testamento. Ocurrió sin más. Cuando un nuevo macho adulto abandonaba la manada en la que había crecido e ingresaba en otro grupo, el animal pasaba varias semanas dudando sobre si su estancia tendría un carácter permanente. Durante ese tiempo, yo también dudaba sobre la conveniencia de bautizarlo y en mis notas me refería a él como el Nuevo Adulto Transferido o N.A.T. o Nat, que se había convertido en Natanael cuando el animal decidía que quería quedarse para siempre. El nombre originario de Adán fue MAI, siglas correspondientes a macho adulto recién incorporado. Y la cría a la que llamaba SML para abreviar se transformaba para mí en Samuel. A aquellas alturas me di por vencido y empecé a repartir profetas, matriarcas y jueces a diestro y siniestro. De vez en cuando aún optaba por algún nombre puramente descriptivo: Gums (encías) o Limp (cojera). Y dado que, como científico, todavía estaba demasiado inseguro para publicar artículos de carácter técnico en los que figurasen dichos apelativos, asigné un número a todos los animales. Pero el resto del tiempo disfrutaba poniéndoles nombres bíblicos.
Siempre me han gustado los nombres del Antiguo Testamento, pero como sabía que no sería capaz de castigar a un hijo mío llamándole Abdías o Ezequiel, me encantó poder hacerlo con los sesenta babuinos de la manada. Además, era evidente que aún me irritaba pensar en los años que había pasado acarreando libros de Time-Life sobre el tema de la evolución para enseñárselos a mis profesores de la escuela hebrea, que palidecían ante tamaño sacrilegio y me obligaban a guardarlos de inmediato; era una dulce venganza asignar los nombres de los patriarcas a un puñado de babuinos de las llanuras africanas. Y, con una cierta dosis de esa perversidad que sospecho que impulsa muchos de los actos de los primatólogos, esperaba con impaciencia el día en que pudiera anotar en mi cuaderno de campo que Nabucodonosor y Noemí estaban follando entre los arbustos. Quería estudiar las enfermedades relacionadas con el estrés y su influencia en el comportamiento. Sesenta años antes, un científico llamado Selye1 había descubierto que las emociones pueden afectar a la salud, una tesis que los médicos de la corriente oficialista encontraron absurda: la gente se había acostumbrado a la idea de que los virus, las bacterias, los agentes cancerígenos y demás pudieran causar enfermedades, pero lo de las emociones era otro cantar. Selye había descubierto que cuando se sometía a un grupo de ratas a todo tipo de alteraciones de carácter puramente psicológico, los animales acababan enfermando. Les salían úlceras, sus sistemas inmunológicos se colapsaban, dejaban de reproducirse y les subía la presión sanguínea. En la actualidad sabemos exactamente lo que les ocurría: acababa de descubrirse la enfermedad provocada por el estrés. Selye demostró que una persona padecía estrés cuando su organismo se desequilibraba al sufrir alteraciones de tipo físico o emocional y que, si dicho estado se prolongaba demasiado, el individuo enfermaba.
Este último punto ha sido corroborado de forma incuestionable en repetidas ocasiones: el estrés es el responsable de muchos de los trastornos que padece el organismo y desde la época de Selye se han documentado numerosas enfermedades que pueden empeorar por culpa del mismo. Diabetes, atrofia muscular, presión sanguínea elevada, arteriosclerosis, dificultades del crecimiento, impotencia, amenorrea, depresión, descalcificación ósea. Todo lo habido y por haber. Mi trabajo de laboratorio consistía en estudiar si, además de provocar todas las afecciones anteriores, el estrés es capaz de destruir un tipo concreto de células cerebrales.
Parecía un milagro que estuviéramos vivos, pero lo cierto es que lo estábamos. Decidí que, aparte de mi investigación de laboratorio sobre las neuronas, quería estudiar el lado positivo de la cuestión y averiguar por qué unas personas resisten mejor el estrés que otras, por qué algunos organismos y algunas psiques hacen frente a la tensión mejor que otros y si ello tiene algo que ver con la clase social a la que uno pertenece, con el hecho de tener una familia extensa, de salir por ahí con los amigos, de jugar con los hijos, de enfurruñarse cuando se está disgustado por algo o de encontrar a alguien con quien desahogarse. Decidí profundizar en todas aquellas cuestiones mediante el estudio de los babuinos salvajes.
Eran los animales perfectos para aquel tipo de investigación. Los babuinos viven en grandes grupos de compleja estructura social y los miembros del grupo que tenía previsto estudiar vivían como reyes. Gran ecosistema, el de Serengeti. En el territorio de Marlin Perkins hay hierba, árboles y animales en abundancia.2 Los babuinos dedican unas cuatro horas diarias a alimentarse y apenas tienen predadores. En general, los babuinos disponen de unas seis horas diarias de luz solar para dedicarlas a mortificar a sus congéneres. En nuestra sociedad ocurre lo mismo: hay pocas personas que padezcan hipertensión por motivos físicos, a los humanos ya no nos preocupan las hambrunas ni las plagas de langosta ni el hecho de que puedan despedirnos por tener una bronca con el jefe en el aparcamiento al salir de la oficina. Nuestras condiciones de vida son lo bastante buenas para permitirnos el lujo de enfermar únicamente por culpa de alteraciones de tipo social o psicológico. Que era precisamente lo que les sucedía a aquellos babuinos.
Así pues, decidí estudiar el comportamiento de los babuinos en su propio ambiente y ver quién hacía qué y con quién: sus peleas, sus citas y amistades, sus alianzas y sus escarceos amorosos. Luego los inmovilizaría mediante unos dardos anestésicos y comprobaría cómo afectaba todo aquello a sus organismos: observaría su presión sanguínea, sus niveles de colesterol, el tiempo que tardaban sus heridas en cicatrizar y los valores que presentaban las hormonas relacionadas con el estrés. Quería saber qué relación había entre las diferencias conductuales y psicológicas de los animales y el funcionamiento de sus organismos. Finalmente, opté por estudiar únicamente a los machos. No quería anestesiar a las...