E-Book, Spanisch, 252 Seiten
Reihe: eMilenio
Sanjuan Oriol Anna Grimm, investigadora criminal (epub)
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-9743-999-2
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 252 Seiten
Reihe: eMilenio
ISBN: 978-84-9743-999-2
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
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Montse Sanjuan Oriol (Lleida, 1956) es Licenciada en Ciencias de la información (UAB) y en Filología Hispánica (UNED). Trabajó como periodista y fue uno de los fundadores de la revista lleidatana La Boira (1979). Cambió el periodismo por la docencia y ha dedicado su labor profesional a la enseñanza de la lengua y la literatura. Apasionada de los libros y de la lectura, desde el año 2006 forma parte del mundo bloguero con el blog Libros leídos y por leer dedicado a las reseñas literarias. Ha publicado relatos en varias antologías y en diferentes medios como el diario Segre o la revista de cultura PLEC. Durante el año 2015 formó parte de la organización del Festival de Lleida de novela negra, El Segre de Negre.
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Prólogo
Ribera del Segrià, 1992
Estaba oscuro como boca de lobo y la luna se había escondido detrás de unas nubes. Si en ese instante me hubiera podido enterrar en un rincón y quedarme dentro del agujero, sin salir de él nunca más, lo hubiera hecho, muy lejos de cualquier ser de la especie humana, a la que en ese momento despreciaba con todas mis fuerzas. Y yo me incluía.
Pero tenía que seguir, no me sobraban ánimos para decisión alguna y de forma inconsciente me estaba dirigiendo a casa. Tan solo unos pasos más por aquella calle del pueblo que ahora se me representaba totalmente inhóspito y extraño. Herida en mi amor propio y humillada, abrí la puerta. No recordaba en qué estado había dejado la habitación hasta que di la luz. El desorden era tangible. Las pinturas del maquillaje sin guardar estaban extendidas sobre la cama. Las faldas y las blusas que me había probado por la tarde una y mil veces estaban tiradas por el suelo y ya no quedaba ni rastro de la ilusión y la emoción que yo misma les había contagiado pocas horas antes.
Lo veía todo borroso, como en medio de una película antigua, de las que se rodaban en blanco y negro. El color había desaparecido de repente de mi vida, como si una sombra gris hubiera caído sobre mí y lo cubriese todo.
Me senté en la cama como una pieza más del desbarajuste que reinaba en todas partes, yo también era un objeto que alguien hubiera dejado de cualquier manera. Contemplar aquel panorama me hundía aún más en el desconcierto que sentía. ¿Era yo quien había provocado aquel descalabro? ¿Era yo quien había salido a la calle impaciente e ilusionada por vivir la última noche de la Fiesta Mayor del pueblo de mis tíos? ¿Era yo la chica avergonzada que ahora no se podía creer lo que había ocurrido?
No tenía ánimos para acercarme al espejo, pero lo hice. Los ojos llorosos y la piel apagada me devolvían una imagen difícil de identificar. Me desnudé deprisa. Parecía que la energía me hubiera vuelto de repente. La ropa me quemaba, como si de todo el odio y la rabia que nacían dentro de mí tuvieran la culpa la pobre camisa o los pantalones cortos de color rosa que tanto me gustaban. La ira que me cegaba lo impregnaba todo. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?
La ducha no fue el bálsamo que esperaba. Ojalá el jabón pudiera borrar el tiempo igual que una de aquellas gomas que utilizaba en la escuela. Lo intenté, pero no lo conseguí a pesar de frotarme tan fuerte como pude. Me hice daño. Necesitaba hacerme daño. Las lágrimas se confundieron con el agua que huía por el agujero de la bañera, pero esa noche eran más saladas y crueles que nunca.
* * *
Horas antes, al atardecer, a Irene y a María, así como a la gente de Ribera del Segrià que se disponía a vivir las últimas horas de la Fiesta Mayor, les había encantado la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Las dos chicas se sentían cercanas al espíritu de “aquellos amigos para siempre” que se escuchaba desde el televisor. Mientras elegían qué pintalabios utilizar o analizaban fríamente si se pondrían pantalones o una falda corta, las imágenes de la televisión les hablaban de una euforia y una alegría que ellas también compartían.
Al despedirse con un abrazo de sus tíos, su tía había arrugado la nariz al verla tan pintada, pero no le comentó nada. Y si tenía miedo de que en el pueblo la criticaran, prefirió callar.
“Da lo mismo —pensó—, todas van igual.”
Irene había pasado por casa a buscarla, pero antes de salir se hicieron una foto de recuerdo. Ya no se volverían a reunir hasta después de unos meses, seguramente hasta Navidad. A pesar de ser una de Mataró y la otra de Barcelona, solo coincidían en el pueblo, en casa de los parientes. Allí se habían conocido de pequeñas y, de vacaciones en vacaciones, habían profundizado en su amistad. Así que se colocaron en la puerta del balcón mientras su tío las enfocaba con el objetivo sin poder reprimir la sonrisa ante sus bromas. Irene, con un vestido rojizo que le acentuaba el color dorado de la piel, y María, con una camisa blanca y pantalones cortos.
Las dos, ansiosas y expectantes, por una jornada que apenas comenzaba.
Era una noche de agosto estrellada y bochornosa. Las calles estaban llenas de gente que se dirigía a la carpa de la plaza. El espacio, cubierto por un gran toldo, estaba dominado por una tarima donde se situaba la orquesta. Grupos de adolescentes hacían tiempo esperando a escuchar la primera canción. Uno de esos conjuntos musicales que van de pueblo en pueblo animaba el baile de las fiestas. Tocaban bien e incluso las versiones que cantaban de las últimas canciones de moda estaban a la altura de las originales. La luna se veía clara y brillante.
Las primeras notas de ensayo planearon por la plaza. Entre los forasteros, destacaba María Roca. La chica disfrutaba de la libertad que le suponía divertirse con los colegas sin la custodia vigilante de sus padres. Hasta entonces, hasta aquella Fiesta Mayor con sus tíos, no había salido nunca. Pero allí, los adolescentes tenían permiso para volver a casa tarde. Aun así le habían repetido que cuando terminara el baile la querían de regreso enseguida, que no se entretuviera demasiado.
La joven era atractiva. Se hacía mirar. Era más alta que ninguna de sus amigas y tenía un estilo impropio de sus quince años. Le chocaba cómo los hombres de aquel pueblo la admiraban y, aunque en el fondo era tímida, disfrutaba con esos ojos anónimos que la recorrían de arriba abajo. Quizás era la primera vez que era consciente del todo de este interés. Por mucho que en el instituto hubiera llamado la atención, no se había dado suficiente cuenta. Ahora sí. Y empezaba a estar orgullosa de ello. Era una fuerza que tenía, desconocida hasta entonces. Y la excitaba. Crecía en su interior un alboroto, una agitación que la acercaba a emociones distintas y clandestinas. Y estos sentimientos la cautivaban, la seducían. Y ahora quería más.
Irene la cogió por el brazo presumiendo de su amistad y se la llevó hacia el centro de la pista.
—Vamos, María; si bailo contigo, también me mirarán a mí —dijo riendo y empezando a dar vueltas.
Irene se movía con gracia y encanto. No era tan alta como María, sino más bien bajita y fina. Muy morena de haber tomado el sol todo el verano, sus ojos verdes y el rostro pecoso conformaban un aspecto atractivo y encantador. Parecía vergonzosa, pero su mirada se movía atrevida y desafiante. Así que no tenía nada de apocada o insegura. Ese día, como María, deseaba disfrutar de lo lindo. Ya eran mayores y querían empezar a probar un poco de aquello de los frutos prohibidos de la vida.
Las demás integrantes del grupo se añadieron a ellas y fueron el núcleo de atención de muchos ribereños durante un buen rato. Sentirse el centro les suponía un estímulo. Un placer. Más tarde, poco a poco la pista se llenó de parejas y pasaron más desapercibidas.
No contaba la temperatura, el aire caliente que subía de la pista de cemento podía provocar mareo en más de uno, pero no importaba; tampoco el cansancio, solo valía la diversión.
El calor continuaba sofocante y no daba tregua y, en el descanso, parecía que cuanto más avanzaba el reloj, más calor hacía. Durante el intervalo se recuperaban las fuerzas en el bar de la plaza. Todo el pueblo acudía tras dos horas de moverse con suficiente ritmo para necesitar una copa. Los compañeros de María e Irene también estaban. Pero ellas no se veían por ninguna parte y los demás del grupo se preguntaban dónde estarían. Las esperaban en la barra, ya que habían convenido juntarse allí por si se despistaban entre tanta gente. Les extrañó que no hubieran acudido. Las buscaron, pero no aparecieron. Aunque intrigados, pensaban que ya se presentarían e intentaron que les sirvieran algún refresco para beber antes de continuar el baile.
El bar estaba lleno hasta la bandera. El bochorno era intenso y apagar la sed se convertía en la única prioridad en ese momento.
Adriana, la dueña, no paraba de atender las mesas. Ligera y simpática, la mujer hacía todo lo que podía y más. Con una mano apuntaba los encargos y con la otra ya los estaba repartiendo.
—¡Se me va a emborrachar todo el pueblo! —iba diciendo en voz baja, entre carcajadas, porque aquellos días tenían buenos ingresos. Su marido refunfuñaba porque no daban abasto y porque temía que la parroquia se fuera hacia el otro bar por más lejos de la plaza que quedara.
—Me prometiste que vendría tu hermano a ayudarnos —le recordaba desde la barra, donde se le acumulaban los clientes, sin parar de quejarse ni un momento.
Pero la mujer, que no tenía ni idea de dónde había ido el joven, se sacaba el trabajo como tres camareras al mismo tiempo, y a medida que la clientela consumía las cervezas o los cubatas, se mostraba más sosegada y ya no la aturdía con sus pedidos. Las primeras notas ya se oían cuando los últimos bailarines se dirigían de nuevo a continuar la fiesta. María e Irene seguían perdidas y sus amigos, decepcionados, también abandonaron el local y fueron hacia la carpa. Más de uno o una pensaba que las forasteras siempre iban por libre y si estaban intranquilos, en cuanto llegaron al baile, se olvidaron de ellas.
Si las hubieran esperado unos minutos más, quizá hubieran sabido los motivos de su informalidad. Adriana las vio entrar en el bar. Las siguió con curiosidad porque en aquellos momentos todo el mundo estaba en la fiesta....




